Otra vez quedó pospuesta la renovación de la 3056, mientras el CAAP se lucía “desestimando” el asilo San Vicente de Paul, La Cuadra y La Imprenta con los argumentos de siempre.
› Por Sergio Kiernan
Fue una semana de nervios, con la Legislatura a punto de votar, pero al final no votando la extensión de la 3056, el CAAP dejando que se destruyan dos edificios icónicos y los dos defensores de la industria inmobiliaria en el poder recordando que se acercan las elecciones y hay que hacer un bonito. Hubo una refrescante movilización en Palermo y se viene otra ola de amparos y leyes contrarreloj para parar a los especuladores. Es, nuevamente, fin de año en esta ciudad.
El jueves se terminó levantando la sesión legislativa donde se iba a tratar la renovación de la ley 3056 por un año más, en medio de una fuerte ola de rumores, reacciones y demás. Resulta que el diputado Héctor Ritondo descubrió que la ley que creó el trámite especial para edificios anteriores a 1941 no es de lo mejor. Además de ganarse el chocolate por la noticia, el diputado-gel tiene su parte de razón: la 3056 es hija de la 2548 y ambas con un parche para zafar de una crisis. Nuestra ciudad necesita una ley de verdad, permanente, con un ente administrativo que no sea el Ministerio de Planeamiento Urbano y con un ente decisorio que no exhiba la mezcla de amateurismo, delirio incompetente y venalidad estructural que tiene el CAAP.
Con lo que Ritondo quería que se renovara, pero por seis meses. Varios diputados le explicaron que de ninguna manera se podía caer la ley en pleno verano porque la piqueta dejaría un tendal, aprovechando el vacío antes de que la Legislatura se volviera a reunir, cosa que Ritondo entendió. El jueves que viene se verá si se renueva por seis meses o un año, y si ocurre lo primero estaremos en una peculiar situación: la ley se vencería en medio de la campaña electoral porteña, lo que abre un fértil panorama para lograr algo mejor.
¿Quién fue el otro diputado que quería seis meses y nada más? Alvaro González, del que se pueden presumir razones menos objetivas que las que movieron a Ritondo.
La tormenta del martes en Buenos Aires no detuvo a los vecinos de Palermo, decididos a salvar dos edificios más que históricos de su barrio, La Imprenta y La Cuadra, conectados hace años y ahora en riesgo de demolición con la complicidad del CAAP. La reunión en el restaurante La Troupe fue masiva, con casi 400 personas unánimemente furiosas por la obra anunciada, varios políticos porteños y la televisión emitiendo largos bloques. Estaban y hablaron el defensor adjunto del Pueblo porteño, Gerardo Gómez Coronado, y la titular de la Comisión para la Preservación del Patrimonio Histórico Cultural de la Ciudad, Mónica Capano, ambos autores de pedidos de despachos a favor de la preservación del conjunto. Estaban, en persona o representados, los diputados Camps, Montes y Varela, y estaba Basta de Demoler en pleno.
Los vecinos hablaron y pronto se entendió que había quienes se oponían a la demolición de los edificios en sí y los que no toleraban que se hiciera otra torre en un sector –del Hospital Militar al Hipódromo– sobresaturado de edificios. Como en Caballito y en otros barrios, ambas agendas son perfectamente compatibles por la simple realidad de que la historia que se demuele siempre es más pequeña que el bodrio que se construye. El macrismo va a pagar un serio costo político por esta dejadez a la hora de permitir demoliciones.
Todo esto ocurre, por supuesto, por las actitudes del Consejo Asesor en Asuntos Patrimoniales, el CAAP, que ya francamente desconcierta. La Imprenta, en Maure y Arribeños, es un edificio industrial que fue, justamente, la imprenta del hipódromo. Nunca tuvo interiores llamativos y hoy aloja un bar y un gimnasio, con su frente más o menos conservado. La Cuadra es el último stud de un barrio que tuvo muchos, una tipología que se extingue en Buenos Aires. El edificio tiene un coqueto frente a la francesa al que sólo le cambiaron los ventanales, la habitual zoncera a la hora de hacer locales. Adentro está la galería, el patio central –con un techo liviano– y los boxes con sus puertas, transformados en locales. El reciclado de 1986 hasta preservó los pavimentos originales, tapados con plástico antes de recubrirlos. De paso, este gesto civilizado lo tuvo el arquitecto Sabato, que luego tuvo su período de barbarie como funcionario.
Nada de esto les importó a los miembros del CAAP –excepto al par que disiente–, que privilegió el tamaño de los terrenos y le encontró el pelo a la sopa para “desestimar” ambos edificios.
El diputado Sergio Abrevaya, con apoyo de su colega de bancada Eduardo Epszteyn, presentó de urgencia un proyecto para salvar el lugar con la bella variante de hacerlo bajo la ley 1227, de Patrimonio, que no le da la menor participación a Planeamiento y deja afuera al CAAP. Mientras, en un local al fondo se puede ver un pozo: es el estudio de suelos para la futura torre.
Lo del viejo asilo San Vicente de Paul, en Sánchez de Bustamante y Pacheco de Melo, justo atrás del Hospital Rivadavia, ya pasa de lo criticable: los miembros del CAAP se están ganando un escrache con cacerolazo y “que se vayan todos (empezando por las chicas de Cultura)”. El edificio es tan patrimonial que figura en todo tipo de listas de la misma Ciudad, y el 9 de octubre de 2008 se aprobó un proyecto del diputado Puy (despacho 0609) por el cual la comisión de Planeamiento Urbano requería que se hiciera un estudio para recuperarlo y catalogarlo.
El edificio ya estaba en la lista de edificios notables de la Ciudad, que es el antecedente legal directo y válido de las leyes actuales de preservación. No sólo estaba en la lista sino que estaba como parte del Catálogo Preventivo y con el grado de protección estructural. Este tipo de edificio está explícitamente protegido bajo la ley 3056, tanto que el año pasado la misma Subsecretaría de Planeamiento que preside Héctor Lostri emitió su resolución 239, incorporando al asilo al Catálogo de Inmuebles Patrimoniales.
Como se denunció en este suplemento, los problemas empezaron este año porque el asilo se vendió a particulares que quieren hacer una torre en el lote extra-large que lo aloja. Como no querían arriesgarse a pedir permiso, empezaron la demolición en secreto, de adentro para afuera, demostrando de paso la total desprotección de los vecinos: el portero no dejaba entrar a los inspectores, que terminaron yendo a fuerza de llamados de funcionarios como Gómez Coronado, y fin del tema.
Ante la emergencia, el 18 de octubre, el diputado Abrevaya envió un proyecto de ley catalogando el edificio, con lo que el tema finalmente llegó al CAAP. El 16 de noviembre, el Consejo se expidió y nuevamente premió al vandalismo y la desobediencia, “desestimando” la catalogación porque el asilo “se encuentra afectado por graves deterioros estructurales y con gran pérdida de elementos originales”. Esta muestra de incompetencia conceptual –confundir deterioro con destrucción deliberada– lleva las firmas de los representantes del Ministerio de Cultura porteño, de la Sociedad Central de Arquitectos, del Instituto Argentino de Investigaciones de Historia de la Arquitectura y el Urbanismo, del Instituto Histórico porteño, del Copua y de un representante de la Comisión de Capano, que pese a tener un Magister en Arquitectura votó así por ausencia de su jefa. En disidencia votaron la representante del Cicop y de la Comisión de Patrimonio de la Legislatura.
Por supuesto que los legisladores no tienen por qué darle la menor bolilla a esta tontera de gente que piensa que está en un seminario en Francia o, como en el caso del Copua, es sinónimo de lobby. Lo curioso del asunto es que en Planeamiento les recomendaron a los indignados que “hicieran un amparo”, dado que ellos nada podían hacer.
Antonio Ledesma es director general de Interpretación Urbana, bajo órdenes directas del subsecretario de Planeamiento, Lostri, y el ministro Daniel Chaín. Esta semana, en una nota de La Nación digital sobre la carta enviada por activistas a los legisladores para que aprueben la 3056, Ledesma sorprende avisando del “peligro” que corren los 140 mil edificios anteriores a 1941. El funcionario explica qué compleja es la tarea y hasta dice que “sólo disponemos de un máximo de 45 días” para evaluar cada inmueble. Lo que no dice es que ese plazo –que en la práctica es mucho menor– fue impuesto por sus jefes, que no querían darle tiempo al asunto.
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