Entre cables y pinturas
El edificio de La Prensa, actual Secretaría de Cultura de la Ciudad, vive en una suerte de permanente estado de reparación y restauración. Lentamente, renace de su edad, de sus abandonos y del vandalismo, un lugar único, de alto valor patrimonial y gradualmente más y más público.
Por Sergio Kiernan
Ya sabemos que es una de las magníficas herencias que recibimos los porteños. Lo que tal vez no se tenga tan en claro es que el edificio de La Prensa, actual Secretaría de Cultura de la Ciudad, es uno de los predios de valor patrimonial de más fácil acceso, de alto uso y de endiablado mantenimiento. Caminarse la sede del diario permite descubrir que el lugar es enorme, que cada rincón tiene algo valioso, que todo necesita restauraciones o mantenimientos. Pese a la crisis, un pequeño ejército que responde a varias secciones de la Ciudad sigue trabajando en La Prensa, y los efectos ya se están notando.
La idea, o el ideal, es que La Prensa se transforme en la Casa de la Cultura que Buenos Aires todavía no tiene, en palabras del secretario de Cultura porteño, Jorge Telerman. En rigor, el palacio de Avenida de Mayo es hoy una sede administrativa, una oficina, en la que van avanzando los espacios culturales y de exhibición. Idealmente, entonces, la cultura se comerá algún día a la administración.
Mientras, hay dos frentes de ataque. Uno es reparar y mantener un edificio que tiene su siglo y lo sufre. Otro es deshacer el vandalismo de esa extraña ideología que busca “modernizar” estructuras y sistemas que reposan en perfecto equilibrio de sentidos y expresión, y los ataques de simple ignorancia que tapan pinturas murales con algunas manos de blanco, que queda tan limpio, ¿no?
Alvaro Arrese, director general de Infraestructura, capitanea el trabajo técnico que mantiene al edificio entero. Recientemente se renovaron cubiertas, se hicieron extensas modernizaciones de las patéticas instalaciones eléctricas, y se mejoraron las descargas pluviales, lo que permite que La Prensa se banque mejor los chaparrones de esta Argentina ahora tropical. La mansarda que da sobre Avenida de Mayo recibió una coqueta y detallada cubierta de zinc a nuevo, hecha a mano y en el lugar. También se reemplazaron decenas de pizarras perdidas o partidas. Arrese muestra con particular alegría las tres claraboyas del edificio, “casitas” de perfilería y vidrios que, cuenta la leyenda, en tiempos idos se abrían para dejar pasar el aire. Infraestructura logró que las tres –dos pequeñas sobre la mansarda, iluminando la pedana de esgrima, una mayor que cierra el gran patio central– vuelvan a abrirse apretando un botón, con un simple sistema de poleas.
Bajando por el gran volumen del patio central, se nota claramente que La Prensa consta en realidad de dos edificios ingeniosamente unidos con planos inclinados de escaleras, por las diferentes alturas de sus plantas. Este espacio tiene mucho movimiento, visual y literal, y es el blanco de futuros esfuerzos de renovación, que concluirán con un concurso para crear un “colgante” en materiales livianos y efímeros, y la creación de una pequeña cafetería. En el mismo nivel, o más o menos, la recepción del diario tomó mucho trabajo. Se restauró y se iluminó creativamente la caja de maderas y vidrios grabados que enmarcan la escalera de entrada al público desde Avenida de Mayo, se renovaron mostradores y otros mobiliarios, y se hizo un extenso trabajo de renovación del ilustre mosaico del pavimento. Este elemento tiene una curiosidad. Los bordes son de teselas originales, pálidas y con motivos florales. Pero todo el centro, con forma de U rodeando el acceso, fue cambiado todavía por los Gainza Paz, con materiales muy diferentes, más coloridos y de tamaño menor. Quedaron de entonces dos medallones decorativos y una suerte de “alfombra” con el nombre y la fecha de fundación del diario.
Los sótanos del palacio guardan un impactante espacio y un testimonio imperceptible de la violencia política argentina. Eran el hogar de la primera rotativa de La Prensa y tras décadas de abandono comenzaron a ser rescatados como un espacio de exhibiciones y eventos realmente único. Es una gran nave industrial con entrepisos, vasta y cavernosa, simpáticamente tratada y poco alterada, con metros y metros de mayólicas claras, y con una estupenda instalación eléctrica inteligente. La caverna permitirá comopocos ámbitos de la ciudad mostrar instalaciones artísticas de gran porte o colgantes. Pegadas al cielo raso, se ven unos curiosos y gruesos portones operados con basculantes. Son los blindajes de La Prensa, instalados después de un ataque fascista que le costó la vida a un gráfico anarquista, tío del escritor Isidoro Blaistein.
Los sótanos tendrán una salida de incendios como medida de seguridad, y la obra está avanzando hacia la otra institución que comparte el lugar, la Biblioteca de La Prensa, que todavía existe casi en secreto con entrada romántica sobre Rivadavia. Abrumado por el tiempo, el depósito de libros será rescatado en la siguiente etapa.
Restauraciones
Un edificio de las características de La Prensa requiere constantes restauraciones y cuidados, explica Silvia Fajre, subsecretaria de Patrimonio Cultural de la Ciudad. Esta otra parte del trabajo, de una paciencia incalificable, se reparte entre la dirección de Casco Histórico que encabeza María Rosa Martínez, y la de Conservación y Restauración que conduce el conservador Alberto Orsetti. Cubierto de pinturas murales y decoraciones complejas, el edificio muestra varios trabajos a la vez.
Por un lado, faltan retoques y ya se están instalando las luminarias para dejar en función el segundo espacio de escaleras del diario. Como el muy conocido espacio que da al hall sobre Avenida de Mayo, éste fue recubierto con pinturas florales y ornamentales, en particular en la sábana de la escalera. Más modesto en escala, el espacio recién restaurado –en el bloque que da a Rivadavia, cruzando el patio– tiene detalles de calidad inusuales: el borde de la escalinata está revestido de placas de mármol fijadas con unas notables presas de metal.
También se rescataron las pinturas al secco del cielo raso de la sala Ana Díaz, donde se hacen pequeñas exhibiciones y que funciona como comunicación con el edificio municipal de al lado. El cielo raso había sido prolijamente cubierto con varias capas de pintura blanca, que tuvieron que ser removidas una a una, con oriental paciencia.
Esa misma paciencia puede encontrarse en la hermosa y destruida escalinata de acceso del personal del diario, sobre Rivadavia. Tras un portón de doble hoja, espera una estremecedora farola en forma de dama que sostiene un candelabro y descansa sobre el arranque de la baranda. La escalera baja a la izquierda rumbo a los subsuelos, y sube a la derecha buscando el patio, toda en mármol. Los muros, pintados una y otra vez, y atacados por filtraciones y salinizaciones, estuvieron una vez cubiertos de murales decorativos. Un equipo de restauradoras lo está revelando y entre los andamios ya se pueden ver el cielo raso y varios paneles revitalizados, reparados y reconstruidos en riguroso trateggio, la técnica de bastoncitos que de lejos hace la ilusión de continuidad y de cerca permite ver el parche. “Se reconstruye lo que es evidente o tenemos rastros de cómo era”, explica Orsetti. “Pero donde empiezan las hipótesis paramos.”
Los restauradores acaban de terminar la tradicional intervención veraniega del gran Salón Dorado en el segundo piso. Esta vez se limpió una pared entera del gran foyer, víctima de la oxidación de la capa de goma laca que recibió todo el ámbito hace años para darle brillo. La diferencia es sutil pero evidente: el muro recuperó un color parejo y más claro, los oros originales de la decoración versallesca brillan. En otros veranos, el Salón ya tuvo sus tapices restaurados, sus ángeles recuperaron sus cabezas arrancadas por accidente o diversión, y se anuló la calefacción que tanto daño hizo. Esta vez se agregó la consolidación de viejas grietas que ya habían partido las complejas decoraciones del cielo raso del ámbito principal. Lo que no tiene retorno son las dos grandes arañas y las 400 sillas de estilo, vendidas por La Prensa en 1968, tiempos de vacas flacas.
La última restauración que encaró Orsetti y su equipo está llena de sorpresas. A mano izquierda entrando por Avenida de Mayo existe unolvidado ámbito que solía ser la oficina comercial del diario. Primero hay un salón de planta casi cuadrada, con dos grandes ventanales a la calle. Atrás, más estrecho, hay un segundo ambiente que en fotos viejas aparece corto y cerrado con un gran armario, pero que en algún momento se alargó a costa de un pequeño patio interno. Un falso cielo raso comercial ocultaba el estado real del lugar, que apenas exhibía paredes blancas y lisas. Al remover ese agregado, los restauradores se encontraron con un regalo: por encima del nivel del cielo raso, asomaba en buen estado la ornamentación original, con cielorraso decorado con marquetería y yesería, y paredes ornadas. Por abajo del agregado, se había cepillado la pared. Por arriba, nadie se molestó.
Más curiosamente aún, en el segundo ámbito encontraron un raro cielo raso de planchas de hojalata decoradas. Sólo porque faltaban algunas piezas se le ocurrió a alguien mirar si había algo por arriba: apareció otro sistema decorativo como el del ámbito principal, más sencillo pero en perfecta unidad de estilo. Todo este espacio se transformará en sala de exhibiciones y tendrá sus muros vandalizados reconstruidos, ya que no hay más que continuar los motivos faltantes y existe documentación original.
Algún día, teóricamente, el proceso estará completado o por lo menos maduro. Mientras tanto, con paciencia, uno de los mejores y más simbólicos edificios de la ciudad está volviendo del descuido y el vandalismo moderno.