En una ciudad industrial y comercial de Sudáfrica se alza un conjunto de cuatro viviendas restauradas y equipadas de época que permiten, en pleno casco histórico, palpar cómo se vivía en otros siglos.
› Por Sergio Kiernan
Pocas ciudades habrá tan orgullosas de su condición urbana como nuestra Buenos Aires, y pocas tan descuidadas con su materialidad. Este puerto tiene la rarísima distinción de tener hasta su propia música, nacida específicamente en sus orillas, y tiene también un patriotismo urbano que se olvida del país que la rodea. A un porteño hasta le extraña tener que compartir el nombre con una provincia, a tal extremo llega la mirada al ombligo, y todo su folklore mental, literario y social es de asfalto, empedrados y medianeras.
Con lo que asombra la paucidad de la conservación. Donde la identidad es gaucha, suelen abundar paisajes rurales preservados y pueblos históricos que se esmeran en cuidar pulperías y corrales. Pero donde se usan mocasines y corbata parece que nadie quiere ni preservar unas cuadras de ciudad. El Museo de la Ciudad cuida objetos y un par de edificios, pero nunca nadie le dio el impulso para ocupar completamente, abriendo al público, los dos edificios que tiene y el recientemente “inaugurado” conjunto de los Altos de Ezcurra sigue en veremos, sin fondos ni voluntad política de crear aunque sea cinco o seis ambientes para ver cómo se era porteño en otras épocas.
Como para que quede en claro que esto no es ninguna ciencia y ni siquiera es mucho costo, m2 se trajo de este verano un ejemplo de Sudáfrica, aquí enfrente y en una región del mundo a la que no le sobra el dinero. Es el Museo de la Aldea, un conjunto de casas históricas perfectamente preservadas y equipadas de época en lo que uno llamaría el APH de la ciudad de Stellenbosch, en la Provincia del Cabo Occidental.
Stellenbosch tiene un lugar especial en el imaginario sudafricano porque es la segunda ciudad más vieja del país, cuya creación marca realmente el pase de una estación naval a una colonia. Ciudad del Cabo fue fundada por los holandeses a mediados del siglo 17 apenas como un puerto de recalada rumbo al lugar que realmente importaba, las Indias Orientales. Holanda no tenía propiamente colonias, pero su Compañía de Indias –privada y gobernada por accionistas– funcionaba como una suerte de delegación del Estado. El tema es que nadie quería gastar ni un gulden de más en ese páramo africano, que tenía que dedicarse a cultivar verduras y comprar ganado de los nativos para abastecer a los barcos de la Compañía.
Por supuesto, esto resultó imposible. Casi enseguida, los holandeses enviados a esos lugares se desparramaron hacia el interior desoyendo órdenes, amenazas y prohibiciones. Primero rodearon la montaña de la Mesa y se instalaron en Constantia, hoy un suburbio particularmente agradable (ver recuadro). Y luego fueron plantando, marcando, construyendo y asentando cada vez más lejos de la estación naval. El primer pueblo que surgió de este proceso fue justamente Stellenbosch, el Bosque de las Estrellas, que fue también cuando la compañía se resignó a tener nomás una colonia en Africa.
Hoy se llega a Stellenbosch en cosa de una hora y toda esta historia parece un sueño. Es que la ciudad arranca con una enorme barriada obrera que se expande por cerros y valles, cuadriculada por caminos con carteles que remiten a parques industriales y cortada por sectores comerciales donde abundan las concesionarias de camiones y las mayoristas de insumos vitivinícolas. Entre camiones de transporte y ómnibus repletos se llega a un centro moderno en el peor sentido de la palabra, que sólo tiene el alivio de no ser muy alto. Y entonces hay una plaza, el tránsito baja en densidad y uno sabe que se está en el barrio histórico de Stellenbosch.
Básicamente, el área se define en tres sectores. Por un lado, está la plaza donde se fundó el lugar, que conserva en su orla un arsenal casi simpático en su antigüedad, una capilla y un amplio sector de casonas señoriales, hoy galerías de arte y sedes corporativas, todas blancas y en impecable estilo holandés tropical. Formando un gran ángulo recto con este conjunto hay unas veinte manzanas de casas del siglo 18 al 20 en varios estilos históricos, incluyendo bellezas como el conjunto de Transvalia y el más modesto de la calle Herte. En ambos casos, son urbanizaciones continuas, medianera a medianera, con patios traseros y en un estilo que muestra una clara influencia inglesa, aunque siempre en un blanco níveo. Transvalia tiene casas de porte, de dos pisos, mientras que la calle Herte se compone de edificios más modestos, con veredas de ladrillo y acequia cantarina.
El tercer lugar es el barrio que rodea la Moederkerk, la Iglesia Madre –que no matriz– de las más viejas del país. Alrededor de este edificio neogótico de principios del siglo 19 que reemplazó al mucho más modesto adobe colonial de techos de paja donde oraban los burgers, se despliega el Museo de la Aldea. Las cuatro casas cubren el período de 1690 a 1870, fechas de inauguración de los edificios, aunque el equipamiento de la más reciente avanza a la primera década del 1900. La idea es mostrar cómo se vivía en esa ciudad en diferentes épocas, con lo que las casas están completamente equipadas con objetos originales o réplicas.
La primera es la casa Schrender, arqueológicamente la estructura más vieja encontrada en Stellenbosch. El modesto edificio hace esquina en las calles Ryneveld y Kerk, y después de la reconstrucción que levantó un siglo largo de remodelaciones muestra sus muros de piedra y argamasa de casi un metro de ancho, sus techos de paja y sus pisos chuzos de baldosas desparejas. El señor Schrender fue un colono audaz que se mudó a la frontera y vivía con sencillez campesina. La casa tiene tres ambientes y una cocinota encantadora, huerto y patio, techos bajos y un loft allá arriba que guardaba cosechas y hierbas. Es llamativo ver camas y asientos de tiento, banquitos como para matear y el lujo de un par de mesas con patas torneadas, evidentemente compradas y no hechas en el lugar. La asociación gauchesca se acaba al ver en la pared el portapipas de tallo largo y al notar que las camas serán de tiento, pero tienen dosel. El realismo de la instalación se aumenta con detalles pícaros, como que en la cocina todavía se cuelguen flores a secar y en el huerto crezcan los repollos, mientras que en la cama principal duerme para siempre un gato embalsamado.
Por el jardín se cruza a la segunda casa, la Bletterman, mucho más hermosa e importante, lo que muestra cómo prosperó la colonia entre 1690 y 1750. Bletterman fue un inmigrante alemán que se aquerenció y al que le fue bien, tanto que se construyó una típica casa en H, de techos puntiagudos y frentes rematados por esas espadañas que transforman cualquier galpón en algo holandés. Esta casa es una demostración de tesis de cómo se adapta un estilo europeo de clima frío a los calorones de Africa, lo que se puede ver en escala mayor en Groot Constantia (nuevamente, ver recuadro). La casa Bletterman guarda una muy bella colección de mueblería de época, una cocina envidiable y un ambiente doloroso, el cuarto donde se castigaba a los esclavos remolones.
De allí se da vuelta la esquina y se cruza la calle Drostdy rumbo a la casa Grosvenor, inaugurada en 1800 y transformada en 1830 en el primer juzgado de Stellenbosch. Es un edificio de neta influencia británica, con fachada más neoclásica pero interiores tradicionales y holandeses, especialmente en la sabia costumbre de cruzar la planta entera con un amplio ambiente de uso múltiple que permita la circulación de aire en cualquier clima y estación, con las demás habitaciones abriéndose desde ese eje. La Grosvenor tiene piezas de arte muy hermosas, un piano inglés vertical y rarísimo, un jardín formal y tantas habitaciones en el primer piso que algunas guardan colecciones de sillas.
Finalmente, se va a la casa Bergh, la más opulenta y moderna del conjunto. Construida en 1840 con techos de paja, la casa fue seriamente remodelada en 1870 y muestra una planta victoriana, con un pasillo central y varias habitaciones más pequeñas, un fuerte cambio de la idea tradicional de pocos ambientes muy grandes. El lugar está decorado en el más recargado estilo victoriano, con empapelados de colores fuertes, cortinados múltiples y pesados, cuadros de borde a borde y una cantidad de muebles y objetos decorativos hoy simplemente inconcebible. En el primer piso hay ambientes inolvidables, como la nursery plena de juguetes de época y el baño equipado con una ducha de latón que no necesita agua corriente, que no existía.
Es justamente en la Bergh donde empieza la pregunta insistente de por qué no hay un museo así en una ciudad mucho más grande y rica como es Buenos Aires. La ciudad porteña no tuvo colonos holandeses ni juzgados de influencia británica, pero sí casas victorianamente cargadas de muebles y cortinados. Existe una, privada y preservada por sus dueños, en el Centro, y algún museo como el Pueyrredón muestran un comedor en este rumbo. Pero no hay un Museo de la Vida Porteña que muestre las épocas de esta urbe.
Es en Africa donde uno se encuentra esta idea tan simple, realizada con un buen gusto inobjetable y muy concurrida por turistas y escolares.
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