Sáb 17.03.2012
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La máquina del tiempo

› Por Jorge Tartarini

Como en 4.400, en Lost y ahora en la reciente Alcatraz, los viajes en el tiempo de tanto repetirse son historia, de ayer y de hoy. En los años de la TV blanco y negro los veíamos en la Dimensión Desconocida, El túnel del tiempo y en el cine en películas como El tiempo en sus manos, en la que Rod Taylor interpretaba a Herbert George Wells, autor de la novela La máquina del tiempo.

Hoy muchos científicos consideran que el viaje a través del tiempo propiamente dicho es imposible. No obstante la idea sigue seduciendo, al punto que abundan explicaciones poco convencionales con características “seudocientíficas” que postulan la existencia de viajeros temporales ocultos. En 2003, bajo el título de “Viajero del tiempo detenido por uso de información privilegiada en la Bolsa”, un periódico neoyorquino hablaba sobre las 126 operaciones realizadas en Wall Street –altamente exitosas– realizadas por alguien que decía haber viajado 200 años desde el futuro. El detenido decía saber la cura definitiva del sida y el lugar secreto donde estaba entonces Osama bin Laden.

¿Cuántos historiadores hubiesen querido un viaje de este tipo? Y no sólo para confirmar hipótesis o conocer la trastienda de la historia. En el terreno de nuestros monumentos un hipotético viaje al pasado podría ser revelador. Previamente, deberíamos juramentarnos de no intentar alguna zancadilla a políticos, especialistas y otros malvados que hayan propiciado su desfiguración o demolición. Sabido es que –siempre siguiendo la ficción fílmica tradicional– si uno se sale de la senda y toca algo, sea una mariposa o un diminuto microorganismo del pasado, la teoría del caos entra en acción y una cadena de sucesos desafortunados puede alterar drásticamente el presente.

Por ahora, imaginemos el viaje por simple curiosidad y placer contemplativo. ¿Se imaginan nuestros monumentos recién inaugurados? Con revoques, mármoles y granitos desafiando el sol, con salones y carpinterías rebosando de olor a nuevo y con gárgolas, pizarras y mansardas burlándose de la lluvia. Y mayordomos –porteros, encargados, personas– cuidándolos, cumpliendo a conciencia un manual de mantenimiento no escrito. Bronces relucientes, vitraux deslumbrantes... todo parecería ilusoriamente puro e inmaculado si sólo lo viéramos de esta manera. Pero a poco de andar, junto al trigo aparecería la cizaña, la misma que no supimos desmalezar a tiempo. La que reemplazó el significado de los monumentos por otras ecuaciones que los llevaron a la desidia, el desapego, a la postergación. Si bien nunca tuvieron el protagonismo deseado, cierto es que hubo momentos en que vivieron mejor. Sería un error examinarlos sin ese nexo indispensable. Entender y asumir lo que fueron y lo que fuimos, poner en un listado las fortalezas y debilidades de aquello y lo actual, en suma, comprender que son el rostro visible de nosotros mismos sería útil, no para la fuga al pasado, sino para enfrentar los desafíos del hoy. ¿En qué preciso momento comenzó a ser más importante costear un cóctel que arreglar las cubiertas destrozadas de un museo? ¿Cuándo dejamos de escuchar a los que sienten y los que saben? ¿En qué remoto momento cada eslabón de nuestra historia se preocupó más por fagocitar al precedente que por priorizar la necesaria continuidad cultural? Acaso fue cuando demolimos la Casa de la Virreina Vieja, la Casa de la Independencia, el Pabellón Argentino de la Exposición de París o cientos de residencias históricas, escuelas, fábricas, conjuntos, en una cabalgata destructiva infernal. La génesis del monumenticidio no registra una fecha precisa. Pero popularmente se sabe que, al igual que otras cosas, fue de a poco. Sólo para responder esta y otras preguntas sería bueno viajar. No para volver con ganas de llorar, sino para enmendar, corregir y no repetir tantos dislates. Un ejercicio de ciencia ficción, un pensamiento en subjuntivo, una especulación sin sentido. Sí. Pero, aun así, no deja de seducirme considerar la estúpida posibilidad.

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