› Por Facundo de Almeida
El comienzo de una nueva gestión de gobierno, aunque se trate de la reelección de un mismo partido político e incluso de un mismo candidato, siempre abre la posibilidad y las expectativas de que las cosas sean distintas. Sobre todo cuando hasta ese momento se venían haciendo mal. En una columna anterior, destacábamos los desafíos que tendrán las nuevas autoridades en el área de patrimonio de la ciudad de Buenos Aires, particularmente la flamante Subsecretaría de Patrimonio Cultural, que tiene la obligación de aplicar la Ley 1227.
Esta semana, la Cámara en lo Contencioso Administrativo y Tributario de la Ciudad de Buenos Aires ratificó un fallo de un juez de primera instancia que había dictado una medida cautelar sobre la confitería Richmond, que –como los lectores de m2 saben– fue cerrada de un día para el otro con la intención de instalar allí un local de calzado deportivo. Esta medida tiene varios aspectos importantes. El primero de ellos es que la Justicia una vez más reconoce la vigencia e interpretación de la Ley 1227, mediante la cual se consideran protegidos los Bares Notables, aunque en este caso, la Legislatura también dictó una medida de protección específica.
Por otra parte, deja en evidencia el sostenido incumplimiento del gobierno porteño en poner en marcha y hacer pública la Unidad Técnica de Coordinación Integral de Catálogos, Registros e Inventarios (Utcicri), donde deberían estar registrados éstos y otros bienes culturales protegidos. La sola existencia de este registro permitiría que los desprevenidos se enteraran de que el bien que pretenden comprar o alquilar está protegido, y evitaría que los depredadores –y algunos funcionarios gubernamentales– usen el pretexto del desconocimiento para argumentar sobre el hecho consumado.
A esta altura, casi una década después de sancionada la ley y con varias requisitorias judiciales en el medio, su ausencia debería haber disparado una denuncia de oficio por incumplimiento de los deberes de funcionario público para que se investigue la responsabilidad de quienes debieron/deben hacerlo y no lo hacen/hicieron.
El fallo de la Richmond, además del peso de haber sido dictado en la segunda instancia judicial –a esta altura estamos esperando que algún depredador apele una de estas medidas para que podamos tener un fallo del Superior Tribunal, aunque hasta ahora nadie se le animó a los supremos–, también evidencia una vez más la inacción y pasividad del poder ejecutivo en asumir sus obligaciones. Se llega a los estrados judiciales porque el gobierno porteño y en particular el Ministerio de Cultura no cumplen el rol que les exige la ley como custodios del patrimonio cultural y no ejercen el “poder de policía” que ésta les otorga para actuar.
Ese poder de policía, regulado por la Ley 1217, le permite a la subsecretaria de cultura “efectuar el secuestro de los elementos comprobatorios de la infracción” y “proceder a la clausura preventiva del/los locales y/u obras en infracción”.
¿Imaginan qué fácil y rápido hubiera sido todo si en lugar de que una diputada porteña y las organizaciones de ciudadanos presentaran un recurso de amparo, el Ministerio de Cultura hubiera actuado de oficio apenas se supo que la confitería estaba por cerrar? Al menos no habría desaparecido el mobiliario. Según Juana Marcó –bisnieta del arquitecto que construyó la Richmond– ya se llevaron los sillones Chester, las lámparas belgas de principios de siglo y las mesas de madera, tan características del histórico local de la calle Florida.
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