Sáb 07.04.2012
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Con ojos atentos

El jueves se vota la renovación de la única ley que, mal que mal, defiende el patrimonio. La situación es especial y permitirá ver a qué juega cada diputado porteño.

› Por Sergio Kiernan

El jueves va a ser importante, porque la Legislatura porteña va a tratar el proyecto 2548D/2011, presentado a fin de año por el diputado Maximiliano Ferrara para renovar el tenue sistema legal que protege nuestro patrimonio. Es la renovación de la ley 3056, sucesora de la original, que también lleva el número 2548. Lo que pase este 12 de abril al final de la tarde puede ser una catástrofe o un freno a la piqueta cerril. Y lo peor es que es difícil hacer la cuenta y adelantar el voto.

Lo que hagan los diputados permitirá compilar un Quién es Quién. Los que voten a favor de la renovación del sistema estarán haciendo política y atendiendo a un creciente movimiento que busca frenar la especulación inmobiliaria, controlar la densidad urbana y preservar lo que es el alma de esta Buenos Aires. Los que voten en contra estarán descubriéndose simplemente como agentes de intereses económicos muy claros.

Esto no es una exageración, ya que este voto se da en una situación muy peculiar que crea un blanco y negro violento. La 2548 original fue una ley por un año, un “régimen especial” para zafar de la inesperada crisis creada por el activismo de grupos como Basta de Demoler. Ante amparos cada vez más importantes y una opinión pública favorable a la preservación –y desconfiada de los razonamientos que siempre ayudan a la especulación–, el entonces flamante macrismo aceptó un trámite especial para los edificios anteriores a 1941.

Pero un régimen especial dura un año y cada diciembre había que renovarlo. El año pasado, sintiéndose fuerte ante el triunfo electoral, Mauricio Macri dio la orden de tumbar el sistema, algo que fue repetido sin pudores por diputados y funcionarios de su gobierno, para mostrar que la cosa “viene de arriba”. El poco sutil Cristian Ritondo fue el encargado de la operación, que se quiso realizar en secreto. Los diputados del PRO miembros de la Comisión de Planeamiento no firmaron el despacho de renovación: se levantaron y se fueron. El único que sí había firmado era el entonces presidente de la Comisión de Patrimonio, Patricio Di Stefano. Ritondo terminó gritándole en una discusión violentísima y Di Stefano tuvo que volver a la comisión y retirar su firma. Súbitamente, la ley no podía votarse, un rulo de las reglas parlamentarias que aprovechó Ritondo.

El problema del macrismo fue que hay otras instancias donde los ritondos de esta vida no pueden gritarle a nadie, con lo que las ONG se movilizaron y Basta de Demoler presentó un muy apoyado amparo preventivo. La Justicia porteña les dio la razón y ordenó al gobierno abstenerse de permitir cualquier demolición por fuera del sistema actual. De hecho, el juez mantuvo le ley en funcionamiento hasta ahora.

La ley no es ningún muro infranqueable, apenas un límite a los desmanes más alevosos contra edificios nobles y bien hechos que cometieron un pecado y sólo uno, ser más chicos que los elefantes que se construyen hoy. Quien quiera demoler algo anterior a 1941 no puede más, como antaño, simplemente pasar por la ventanilla y obtener un permiso cuasi automático. Todo edificio de esa edad, del tipo que sea y del barrio en que esté, tiene una inhibición automática. El trámite es condicional y es enviado al Consejo Asesor en Asuntos Patrimoniales del Ministerio de Desarrollo Urbano, un grupo que, como indica su nombre, simplemente le daba letra al ministro de turno, en general para que justificara los desmanes ajenos con “ideas” como que la ciudad no puede ser un museo.

El Consejo no se lució precisamente en sus funciones y recomendó preservar una parte mínima de los edificios que trató, mostrando una blandura moral y un sí fácil a los de la piqueta. No es llamativo que sus miembros condenen a la destrucción a edificios simplemente porque no “aprovechan la carga constructiva”, manera rebuscada de decir que son pequeños en comparación con el mamotreto que se viene.

El Ejecutivo, que contiene orgánica y físicamente a este Consejo, simplemente se lo comió crudo. Su titular, el director general Antonio Ledesma, jamás concurre ni concurrió ni concurrirá a ninguna de sus sesiones, delegando sin papeles su rol en una funcionaria de probada obediencia debida, Susana Mesquida. El Consejo terminó haciendo cosas como analizar el entorno de todo edificio que le llegara por trámite, despejar casas y lotes sobre los que nadie le había pedido opinión. Y últimamente se inventó un trámite apócrifo, esdrújulo y sin el menor asidero legal o reglamentario, las “reconsideraciones”, para darles el gusto a especuladores enojados. Estos trámites por millones de pesos se hicieron sin siquiera un reglamento interno que lo sostuviera.

La parte más amarga de este cuento es que en todos estos años el Ejecutivo se ocupó de que el objetivo final del Consejo no se cumpliera. Es que el CAAP no cataloga ni protege, ya que es apenas un órgano asesor. Lo único “vinculante”, de cumplimiento obligado, es cuando rechaza un trámite, considerando que el edificio no vale la pena. Eso sí que tiene resultados: su inmediata liberación y destrucción. Pero los que sí considera meritorios tienen apenas una protección tenue, la que da estar inhibidos mientras tanto.

¿Mientras tanto qué? Mientras tanto el trámite se envía a la Legislatura, que sí tiene soberanía para catalogar y proteger. Ya hay centenares y centenares de edificios amparados por el Consejo sin que la Legislatura se haya dado por enterada: nadie mandó los expedientes, como manda la ley. El Ejecutivo espera y espera poder tumbar la ley porque sin la 3056 se abre la pregunta sobre qué pasa con esos inmuebles que algunos quieren demoler. Siempre está la posibilidad de que caída la ley se demuelan y listo.

Con lo que este jueves se juegan muchas cosas y la oportunidad de ver qué vota cada uno es de particular importancia. Esta vez se juega el alma de un negocio, el tipo de ciudad que vamos a tener en los años que vienen. Por eso hay que mirar, con nombre y apellido, qué vota cada uno de los diputados.

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