› Por Facundo de Almeida
La desaparición de cualquier edificio con valor patrimonial siempre es una mala noticia, pero si además el uso del inmueble es de carácter cultural, la pérdida es doble. La semana que pasó dejó dos noticias alentadoras en la Legislatura porteña. La primera fue la catalogación definitiva del Teatro Opera que, como los lectores de m2 recordarán, sufrió un cambio de nombre y el retiro de su histórico cartel de manos de los genios de marketing del Banco Citi y contó en el acto de desnaturalización –que equivocadamente pretendieron bautizar de “reinauguración”– con la insólita presencia del jefe de Gabinete y del ministro de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.
Lo que pasó después es bien conocido: participación ciudadana, repercusión en la prensa, presión legislativa, intervención judicial, voces de personalidades de la cultura rechazando el cambio, renuncia de Mirtha Legrand al madrinazgo de la sala, y marcha atrás del Citi, que devolvió el nombre al teatro, aunque le dejó su sello al final para amortiguar el papelón.
Desde ahora el Teatro Opera quedará triplemente protegido, porque ya lo estaba por la ley 1227 de patrimonio cultural y la ley nacional que preserva el uso teatral, aunque no el inmueble, algo que sí ocurrirá desde su inclusión en el catálogo de edificios patrimoniales. Esperemos que esta ley no entre en la catarata de vetos.
En estos días también se discutió la protección del cine Gaumont en una audiencia pública. El proyecto es de catalogación, pero es evidente que la intención del diputado Juan Cabandié, autor de la iniciativa, fue también proteger el uso de este espacio emblemático de la ciudad de Buenos Aires.
Una vez más nos encontramos con un caso en el que el valor arquitectónico del inmueble está íntimamente relacionado con su uso, y en el que la protección de una parte está estrechamente vinculada con la otra. Los lectores recodarán otros casos relevantes: la confitería Del Molino, el cine-teatro El Plata, los bares notables y la Casa Suiza.
Lo cierto es que la legislación aún es imperfecta para contemplar estas nuevas realidades en las que el concepto de patrimonio se ha ampliado y en el que lo tangible y lo intangible o material e inmaterial están intrínsecamente asociados.
Son pocas las leyes que específicamente protegen el uso: el teatro a nivel nacional o la actividad de los bares notables en la ciudad. Las leyes de protección de edificios, en principio, sólo protegen lo material, y si el nivel de protección es integral o estructural, en todo caso lo que logran es dificultar el intento de cambio de su destino.
Por otra parte, la ley 1227 protege el uso, pero la prohibición/autorización de un cambio las deja en manos de una decisión discrecional –por delegación– de la Subsecretaría de Patrimonio Cultural, facultad que en casi diez años de vigencia de la ley aún no se ha ejercido.
Esto demuestra que frente a la aparición recurrente de un nuevo fenómeno, la necesidad de proteger el uso de determinados inmuebles, es preciso actualizar la legislación y crear instrumentos claros y eficientes para preservar el valor patrimonial de un bien como un todo indisoluble, con la necesaria mirada interdisciplinaria que requiere ese tipo de valoración, que va más allá de lo puramente arquitectónico.
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