Sábado, 16 de junio de 2012 | Hoy
Por Jorge Tartarini
Cuesta creer que en el Dock Sud de allá por 1912 una escuela alemana diera clases a unos cuarenta niños, hijos de familias de obreros llegadas con la construcción de la gran usina de la Compañía Alemana Transatlántica de Electricidad. La CATE, para nuestros abuelos. Los mismos niños de cabellos dorados eran los que recogían los residuos del carbón que alimentaba las calderas de la usina para calentar sus hogares. En aquel Dock Sud también supo haber quintas, viñas y otras delicias de una tierra feraz, hoy casi inimaginables frente a semejante desbarajuste ambiental.
En 1908, el frío y la desolación no parecen haber mellado el esfuerzo de picapedreros yugoslavos que construyeron con piedras talladas la Estación Puerto Deseado, en plena Patagonia. Una mole de cincuenta metros de largo levantada por el Ferrocarril Patagónico e inaugurada en 1909. Semejante esfuerzo contrasta con la planificada desafectación de este y otros ramales que hizo la dictadura allá por 1978.
Unos sesenta operarios indios, del Punjab, trabajaban hacia 1912 para el F.C. Central Argentino en el partido de San Martín. Las notas de color de esta cuadrilla abundan. Según el historiador Roberto Conde, cuando llegaron en tren al lugar, tiraron sus pertenencias por las ventanas, y luego también ellos bajaron de ese modo. Con las carretillas de trabajo corrían carreras, y algunos las llevaban por su rueda y no por sus mangos. Las dietas alimentarias traían problemas cuando los cocineros mezclaban los bifes vacunos de los italianos con el carnero de los asiáticos. También, quién sabe por qué razón, se negaban a tirar ladrillos con sus manos. Un exotismo para el arraigado pragmatismo local, que se solucionó haciendo una fila y pasándolos de hombre a hombre.
En el seno de la Sociedad Central de Arquitectos convivían profesionales de todo el mundo. Una convivencia a menudo más difícil de lo deseable, especialmente entre franceses, alemanes y otras corrientes recelosas del predominio galo en el staff directivo. Cruces epistolares –y verbales– memorables los hubo y de ellos dan cuenta los libros de actas y de correspondencia de la SCA. El calidoscopio laboral también se veía en una especie de bolsa de trabajo que tenía la entidad, denominada con eufemismo “Pizarrón Social”. Dibujantes de ornatos austríacos, catalanes, ingleses, pugnaban por un lugar en aquella maquinaria edilicia fenomenal en que se había convertido la ciudad. Y en los gremios de la construcción... allí se abría otro enorme abanico de procedencias. Ejemplo cabal fue el interminable Palacio de Correos, y otros elefantes blancos de aquellos años.
En el viejo Muelle de las Catalinas, un grupo de británicos, en su mayoría pertenecientes a las compañías de seguros, ferroviarias, portuarias y casas importadoras, aprovechando las horas que les dejaban sus ocupaciones, jugaban golf frente al río. Uno de ellos, el escocés Henry Smith, había llegado en 1879 al Puerto de Buenos Aires con una bolsa de palos de golf en su equipaje. Smith protagonizó entonces una situación muy curiosa cuando el empleado aduanero no comprendió la utilidad de aquellos palos de madera y cabezas de hierro, a los que atribuyó cierto carácter bélico de armas que debía confiscar. El primer juego de golf fue entre los canteros de la plaza de San Martín –sí, la de los indios– en 1883.
Alemanes como Bieckert traían mano de obra especializada de su tierra, Alsacia, para construir la primera fábrica de cerveza y, añorando su tierra natal, también importaba trece jaulas de gorriones que hizo soltar en Buenos Aires. Otro teutón, pero de Prusia, no se quedaba atrás, y en 1890, en un bucólico paraje al sur, fundaba otra fábrica que tomaba su nombre del paraje quilmeño. Años más tarde, Otto Bemberg construía uno de los primeros barrios para obreros hechos por una empresa en nuestro país, Villa Argentina, y un parque recreativo con exóticas especies vegetales que él mismo coleccionaba.
Tan sólo algunas de las cientos de miles de historias de la inmigración. Tan sólo una excusa, un deshilachado hilo que nos conduzca a la necesidad de construir una memoria integrada, en clave federal y democrática. Hoy, el concepto de “crisol” y sus derivaciones raciales con respecto a la existencia de un “argentino ideal” resultante de la fusión de razas, se encuentra en crisis. Y por cierto lejos del tono que optamos por darle en estas líneas, más propio del “¿Sabía usted que...?”.
En los tiempos que corren, más que crisol deberíamos hablar de pluralismo cultural. Pero este pequeño gran tema y la excepcional mixtura interétnica, sin demasiado esfuerzo, nos adentran en el campo del patrimonio de “los otros”. Sí, de uno con raíces y aportes culturales diversos que, además del mayoritario caudal ítalo-español, dejó huellas que sólo en años recientes han comenzado a tener su merecido reconocimiento en el ámbito institucional de los monumentos. Sedes deportivas y clubes de antiguas colectividades, establecimientos industriales y colonias agrícolas fundadas por viejos pioneros, festividades, entre otros eslabones, hablan de nuestro carácter multicultural y de la necesidad de salvar ausencias y ambigüedades. No por exóticas, ni pintorescas, sino por un necesario reconocimiento que contribuya a superar situaciones de desigualdad cultural y social en el ámbito de nuestro patrimonio. Del lugar donde anida la memoria de todos nosotros.
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