Sábado, 18 de agosto de 2012 | Hoy
Por Facundo de Almeida
Nunca olvidaré una noche de 2006 en el Café Gijón. Estábamos con Carla, mi mujer, y con Laura Azcurra, que probablemente también recuerde esa velada. Por aquel tiempo, ella presentaba la obra Contracciones en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. El título fue tal vez premonitorio, ya que por estos días ofrece en Buenos Aires Postparto, y su hijo Marco ya tiene cinco años.
Don Onofre, que aún era el maître del mítico café madrileño –sin duda un claro ejemplar del patrimonio viviente–, enterado de la condición de actriz de nuestra amiga, se desvivió en atenciones y nos relató entre plato y plato los detalles de una historia cargada de pasiones y emociones, vinculadas con la literatura, el teatro, pero también con la historia política de España. Por esas mismas mesas pasaron personajes ilustres desde su fundación en 1888, pero fue en el período de entreguerras cuando adquirieron gran relevancia las tertulias, que convocaban, entre otros, a Federico García Lorca, Celia Gámez y Rafael Alberti, e incluso fue el centro de reunión de los milicianos durante la Batalla de Madrid.
Poder vivir la experiencia de rememorar ese pasado y saber que, tal vez, en la misma mesa estuvieron sentados algunos de los personajes más relevantes de la cultura ibérica de aquellos años, es lo que hace imprescindible en el presente –y hacia el futuro– la preservación de estos lugares emblemáticos. No sólo por su valor arquitectónico, sino también por su uso. Este debate lo conocemos bien en Buenos Aires, donde algunos bares notables estuvieron en peligro pero se salvaron –el Gato Negro y el Británico–, pero otros ya no están, como la Confitería Del Molino y la Richmond de la calle Florida.
Hace pocas semanas, el Gijón perdió su terraza –así llaman los españoles al espacio con mesas ubicado en la acera– porque el Ayuntamiento de Madrid lo adjudicó a otra empresa que ofertaba un canon mayor, sin tener en consideración los valores histórico-culturales del Café.
Las crisis económicas suelen tener efectos contradictorios en la conservación del patrimonio. Muchas veces han sido un manto protector, al detener la destrucción masiva de inmuebles que suele provocar el “boom” de la industria de la construcción. En otros casos, la justificación para atender lo urgente y dejar de lado la preservación del patrimonio cultural. Las crisis pasan, y esto de este lado del Atlántico lo sabemos bien, pero los bienes patrimoniales que se pierden no se recuperan.
Los dueños del Gijón iniciaron un recurso contenciosoadministrativo para que vuelva a sus manos un espacio que gestionaron durante 125 años. Además de su valor simbólico como integrante de un conjunto patrimonial, es una fuente de recursos que, según explicaron, representa el 70 por ciento del negocio, y su pérdida pone en riesgo la continuidad de todo el emprendimiento. El PSOE propuso que el Café Gijón sea declarado Bien de Interés Cultural, y tal vez esto permita abrir una instancia de negociación para conservar su terraza.
Beltrán Gambier, reconocido abogado defensor del patrimonio arquitectónico, fue más allá y explicó que nunca debió llamarse a licitación para la “terraza”, porque si bien es un espacio de dominio público, “ésta integra un conjunto inescindible con el histórico salón”. Y reclamó “para un problema singular una solución singular”.
Tal vez la situación del Gijón abra en Madrid el debate por la protección de los bares notables y la protección del uso de los bienes patrimoniales, dos cuestiones que los porteños conocemos bien, con avances y retrocesos en los resultados, pero con un marco legal y jurisprudencia contundente, que puede serviles de inspiración.
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