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Sábado, 22 de septiembre de 2012

Una historia en Greenwich Village

La idea de la torre como progreso no es porteña, como lo demuestra un megaproyecto de la Universidad de Nueva York que incluye trampitas, concejales amigos y vecinos movilizados para frenarlos.

 Por Sergio Kiernan

desde nueva york

Debe haber algo más difícil que preservar el patrimonio y limitar la especulación inmobiliaria en Nueva York, pero tiene que ser algo como lograr la paz en Medio Oriente. Excepto por zonas que no le interesan a nadie o por barrios muy consolidados y con zonificaciones residenciales de baja altura, es una ciudad donde los muros viejos caen y las torres son asunto patriótico. Como Buenos Aires, Nueva York tiene un intendente millonario –aunque Bloomberg hizo su propia fortuna y no la heredó como Macri– y muy amigo del “progreso” inmobiliario. Y como entre nosotros, las trampitas que terminan en el Concejo Deliberante son la regla de una industria.

Un caso que acaba de despertar una resistencia notable tiene en su centro a un especulador inesperado, la Universidad de Nueva York, más conocida como NYU. La institución tiene un enorme acervo inmobiliario en la zona de Greenwich Village y quien camine por los alrededores de Washington Square se irá con la impresión, bastante justificada, de que es dueña de casi, casi todo lo allí edificado. Pues no alcanza: NYU acaba de lograr una excepción a los códigos para construir un conjunto de megatorres fuera de toda escala, desaparecer una de las poquísimas plazas del lugar y tener locos a los vecinos con sus construcciones por nada menos que veinte años.

El desastre inminente va a estar en la calle Bleeker, pocas cuadras abajo de la plaza. Ahí hay una manzana de megaedificios de fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta, dos enormes monoblocks que toman enterita una cuadra de un lado y del otro de la manzana. Hace medio siglo ahí había casas antiguas, de las que caracterizan el barrio, que la universidad compró en bloque. Con las escrituras en la mano, fueron a ver al mítico Robert Moses, el hombre que llenó Manhattan de autopistas y megatorres, con una propuesta realmente audaz. La universidad demolía la manzana entera, cavaba un estacionamiento de una hectárea, edificaba veinte pisos continuos de cada lado y en el medio creaba una plaza abierta al público. La idea cuajó y se firmó el equivalente a un convenio de urbanismo que permitía semejantes alturas y densidad a cambio de abrir la plaza. Que, de paso sea dicho, fue la primera edificada arriba de un garaje en el mundo entero y pasó a ser modelo de este tipo de obra.

Así nació el complejo Washington Village NYU, que aloja oficinas y viviendas subsidiadas para los profesores, además de tener todavía unas sesenta familias desalojadas hace medio siglo que recibieron en compensación alquileres más baratos y congelados. En estas décadas, la universidad siguió construyendo alrededor del complejo, haciendo torres enormes y mediocres, con la excepción de un conjunto firmado por I. M. Pei con un espacio verde muy agradable y usado por los chicos. Lo que también hizo NYU fue mostrarse como un desarrollista glotón que usa argumentos convenientes. Por ejemplo, que ya que ellos mismos habían edificado en altura, había que cambiar la zonificación y hacer más torres... que ellos mismos hicieron.

La razón con la que una institución pública sin fines de lucro justifica esto es bastante lucrativa. La universidad emite, cada tantos años, bonos de deuda que pagan interés y están respaldados por sus propiedades inmobiliarias. La lógica económica hace que entre más valgan esas propiedades, más baja será la tasa a pagar y más barato reunir fondos. Con lo que la universidad es un verdadero león empresario en eso de “maximizar valor”. Por ejemplo, un lado de la plaza que prometieron dejar abierta al público fue cerrado hace años con un pequeño shopping, mientras que el otro lado fue enrejado. En el terreno donde están las tres torres de Pei querían hacer una cuarta, proyecto que sólo se detuvo cuando el arquitecto pidió en una cortés carta pública que no lo hicieran.

Con estas transformaciones, esta zona del Village carece de todo interés urbano y es una simple acumulación de arquitecturas grandotas y aburridas, pero rentables y prácticas. Se ve que es el modelo a seguir, porque ahora NYU quiere construir tres megatorres más, dos adentro de la plaza y otra enfrente. Lo primero que hicieron las autoridades de la universidad –cuyo consejo ejecutivo incluye una constelación de personajes pudientes y bien conectados– fue anular el convenio urbanístico original. El Concejo Deliberante, muy complaciente, votó cancelarlo sin más y sin condiciones. Así nació la idea de demoler el pequeño shopping y hacer una torrezota de un lado, y sacar la reja del otro para otra torre enorme. Ambas edificaciones prácticamente se van a comer la plaza, que quedará reducida a un cuadrado central abrumado por tanta torre y tanta gente.

Pero esto no es todo, porque enfrente, junto a las tres torres de Pei, hay una esquina con un gimnasio. Ahí se alzará una verdadera mole, de cien metros de altura, totalmente fuera de escala hasta con sus vecinas altas. Y del otro lado del complejo de Pei, donde hoy hay un supermercado cuya única gracia es ser bajito, quieren construir un edificio no tan alto pero con un uso completamente absurdo: un dormitorio para estudiantes que da justo enfrente a una cuadra que, excepcionalmente, tiene vecinos de verdad y no universitarios.

Vecinos y 400 profesores se rebelaron contra tanto cemento, arrancando con un movimiento para detenerlo. Hablar con Mark Crispin Miller, el vocero del movimiento, y sus colegas es como escuchar, traducida, una historia porteña de funcionarios complacientes y un desarrollador endurecido, tanto que dos tercios de los docentes involucrados no se animan a dar sus nombres por temor a represalias. NYU, a la argentina, se comportó con desdén hacia cuestiones como el estudio de impacto ambiental, presentando un documento escaso y apurado. Tampoco le importó el tema de fondo, con lo que su única concesión fue que una de las dos torres dentro de la plaza pierda algún piso para quedar a la altura de las ya existentes.

El debate, entonces, pasa por armar alianzas con otros grupos preocupados por la densidad urbana y el negocio constante, y con preservacionistas. Miller y los suyos explican que un problema serio es que los medios los ignoran prolijamente, atentos a sus anunciantes inmobiliarios, pero responden con ingenio. Un punto es que se expresan por Internet –buscar NYU FASP permite encontrarlos– y otro es la publicación de un libro con un título sombrío, Mientras dormíamos, que reúne ensayos críticos de un quién es quién de la vida intelectual neoyorquina, lo que no es poco.

Y, por supuesto, está la cuestión legal. En Nueva York no está tan desarrollada la doctrina del amparo como entre nosotros, con lo que lograr detener una obra de este calibre implica usar una figura legal que sirve para cuando el Estado toma medidas arbitrarias sin medir realmente las consecuencias. Difícil pero posible y en eso están los abogados que se acercaron al movimiento.

Mientras tanto, la prestigiosa universidad de Nueva York está quedando al nivel de un chanta operando en Buenos Aires por lo flojo de sus argumentos. Uno es que necesita espacio para aulas, pero el proyecto a construir es 82 por ciento comercial, incluyendo largas hileras de locales y oficinas. También se sabe que en los dos megaedificios existentes ya hay 100 departamentos vacíos, sin uso inmediato. Y también quedó en claro que NYU no tiene muchas ganas de dar explicaciones, dejando hectáreas enteras de metros a construir bajo la etiqueta de “uso a definir”.

Para peor, las obras no serán simultáneas, sino que durarán veinte años. Veinte años de camiones, ruidos y polvaredas.

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