Sábado, 13 de abril de 2013 | Hoy
Por Gerardo Gómez Coronado *
En la nota central de m2 del sábado pasado se abordó ampliamente y con profusión de datos la cobertura de las inundaciones en Buenos Aires y La Plata, ahondando con acierto sobre varias de sus causas y consecuencias, como así también sobre las responsabilidades de los funcionarios.
Sobre las responsabilidades en el caso platense cabría agregar las que en su momento tuvieron el Consejo Deliberante y la intendencia al aprobar y promulgar un Código de Ordenamiento Urbano al que el editor de este suplemento calificó de “carta blanca a la piqueta y a las grandes constructoras”, marcando a su vez la acción tardía de instituciones que debían proteger el patrimonio, como la Comisión Nacional de Museos y Monumentos y la lamentable promulgación de este código por el gobernador. De la misma forma que resulta temerario apuntar a esta normativa urbanística como factótum de la tragedia –aunque sí existen responsabilidades del Ejecutivo por las obras en el arroyo El Gato– a esta altura no caben dudas de que un código que permite la invasión de los centros de manzana para permitir la construcción de “segundos cuerpos” trae aparejada una disminución del FOS, o dicho en criollo: menor cantidad de suelo absorbente.
El jueves, las noticias sobre precipitaciones ¿extraordinarias? de casi 170 milímetros en un par de horas nos llegan desde la ciudad de Santa Fe, con la secuela de calles y casas
inundadas en varios barrios del casco urbano. Al analizar estos eventos naturales, cuyas consecuencias se potencian por efecto antropógeno, encontramos no solamente la reiteración de un fenómeno climático que se caracteriza por el incremento en la intensidad de las precipitaciones para zonas focalizadas de la llanura pampeana –no hay opiniones unánimes sobre si estos cambios son efectivamente estructurales promediados anualmente–, sino que también vemos cómo en cada uno de estos distritos se abordó la problemática utilizando herramientas teórico-técnicas similares, pero con implementaciones y gestiones variadas.
Cuando hablamos de una matriz teórica similar nos referimos al análisis comparativo del Plan Maestro Integral de la Cuenca del Salado (PMI), concluido en 1999 por la provincia de Buenos Aires, el Plan Hidráulico de la Ciudad de Buenos Aires elaborado en 1998 y el Plan de Monitoreo de la cuenca baja del Río Salado en Santa Fe, confeccionado por el Instituto Nacional del Agua, el Conae y la intervención de la Universidad del Litoral entre 1998 y el 2003.
Si observamos los momentos de elaboración de cada uno de estos planes, descubrimos situaciones motivadoras que fundamentaron sus propuestas: las grandes inundaciones de los ’80 y ’90 en la región noroeste y la Laguna de Las Encadenadas en Buenos Aires, el carácter eminentemente prospectivo que la Constitución de la Ciudad les dio a los temas urbanos –Plan Urbano Ambiental, Plan Estratégico, Consejo Económico y Social– del cual el gobierno radical de ese entonces se hizo eco con entusiasmo –Plan Hidráulico, Plan de Expansión de la Red de Subterráneos, etc.– y en el caso santafesino, basta recordar las bochornosas inundaciones del río Salado, que afectaron un tercio de la capital de dicha provincia, dañando seriamente las aspiraciones políticas de Reutemann.
Quien esto escribe dista muchísimo de ser un especialista en hidráulica como para poder realizar una apreciación técnica valorativa de estos planes, pero sí considero oportuno resaltar algunos rasgos positivos: el abordaje integral de las cuencas y principalmente la necesidad de realizar obras que brinden soluciones estructurales minimizando las externalidades negativas. Es así que en la cuenca del río Salado, luego de la experiencia fatídica de planes anteriores por haber derivado los excedentes líquidos hacia zonas que no estaban en condiciones de contener mayores volúmenes de agua –que se llevaron puesta la villa turística termal de Epuyén, cercana a Carhué– se plantearon distintas medidas estructurales, entre las que sobresalía la excavación de nuevos canales de drenaje y la ampliación de los existentes fundamentalmente en la desembocadura sobre la Bahía de Samborombón y la zona baja de la cuenca, de forma tal de que no se produjera un “efecto tapón” para las aguas que bajaran de la zona oeste, evitando de esta manera el “efecto sábana corta” que habían tenido las intervenciones hidráulicas anteriores.
En Santa Fe tomaron debida nota de que las inundaciones no provenían sola y principalmente desde el Paraná y la laguna Setúbal, sino que debían cuidar su “retaguardia” y prevenirse de las aguas del Salado.
En nuestra Ciudad de Buenos Aires, el Plan Hidráulico previó un conjunto de acciones, que en cierta medida se han convertido en políticas de Estado –por lo menos en los discursos y plataformas de los partidos políticos porteños– como ser la construcción de canales aliviadores de los arroyos Maldonado, Cildáñez, Vega y Medrano, ya que el entubamiento practicado en la primera mitad del siglo XX impedirían soluciones más económicas y sustentables, como la ampliación de la canalización y dragado, y a su vez (contemplando el caso bonaerense) mejorando la capacidad de drenaje y descarga en el Río de la Plata (todavía se discute si confiar en los sistemas de compuertas o si deben crearse lagos reguladores para evitar los efectos de las sudestadas).
Lamentablemente, de la misma manera que en nuestra ciudad se previó un plan de obras integrales recabando experiencias propias y ajenas, no se hizo lo mismo al momento de ejecutarlas: justamente porque es un “sistema”, el flujo hídrico ni se evapora ni desaparece. Los porteños, en los últimos años, también estamos pagando el precio de la imprevisión y de los efectos “sábana corta”. Particularmente en el caso del arroyo Vega (el desborde del arroyo Medrano y fundamentalmente la tragedia de La Plata disimularon su protagonismo durante la última tormenta), donde los trabajos (útiles y necesarios) en la zona alta de la cuenca –Villa Devoto, Villa Pueyrredón– solucionaron los anegamientos en esas barriadas, pero trajeron aparejados un mayor caudal de agua que “baja” hacia Belgrano, con los consabidos estragos en la zona de Blanco Encalada, ya que el aliviador hacia la desembocadura en el Río de la Plata no da abasto. Indudablemente, las obras en la desembocadura del Vega debían hacerse o bien antes o al menos simultáneamente al mejoramiento de la capacidad de drenaje y escurrimiento de la zona alta de la cuenca.
La realización de obras parciales desconectadas de un plan integral terminan provocando tragedias. Situaciones menos trágicas, pero similares encontramos en el arroyo Maldonado, donde mientras el gobierno no termina de “festejar” los efectos de la obra en la zona de Palermo, se inunda la zona de Villa Mitre y Santa Rita.
Por último, las declaraciones del jefe de Gobierno sobre que “las zonas aledañas a los arroyos Vega y Medrano se seguirán inundando hasta que no se realicen las obras estructurales”, se tornan cínicas e irresponsables en la medida que el mismo Gobierno de la Ciudad sigue autorizando la construcción de edificios multifamiliares a la vera de esos cauces.
* Defensor Adjunto del Pueblo de la CABA.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.