Patrimonio for export
Una polémica sobre los conceptos de qué es patrimonio y, por lo tanto, sobre qué hacer para preservarlo.
Por Jorge Tartarini
Días atrás, en un encuentro sobre nuestros monumentos nacionales, un colega y amigo reflexionaba sobre el hábito de quienes efectúan elaboraciones teóricas en torno al patrimonio que, cuando éstas no condicen con la realidad, procuran hacerlas encajar con fórceps en ella.
Esta disociación se expresa, en el terreno de los bienes culturales y la protección del patrimonio, de distintas formas. Una de ellas es la realización de inventarios donde aparecen, en lugar de la imagen actual del bien relevado, fotos históricas que muestran cómo era éste en su origen. Contradicción importante, si de inventariar el hoy para conocerlo, valorarlo y protegerlo se trata. Seducidos por el antiguo esplendor y eludiendo la realidad edilicia del hoy –donde aparecen deterioros, modificaciones, etc.–, quienes así piensan emprenden una “huida al pasado”, refugiándose en una actitud necrológica que niega la esencia del trabajo: conocer para valorar.
Otra expresión de estos desajustes es la costumbre de construir analogías y calificaciones estilísticas de todo tipo y calibre, con la intención de exaltar presuntos valores universales de nuestro patrimonio. Argumentos que parecen más preparados para reconocimientos “for export” de organismos internacionales que para una equilibrada toma de conciencia sobre su real valía y necesidad de conservación. Algunas descripciones -plagadas de adjetivaciones imposibles– se parecen más a sofisticadas degustaciones de un enólogo al describir un malbec argentino, que a la simple evaluación de cualidades y trascendencia de sus atributos patrimoniales.
Todos estamos de acuerdo en que en nuestro patrimonio existen obras singulares y excepcionales. Nadie discute estos valores. Por el contrario, una forma real de asumirlos sería reconocer su situación actual, sus falencias y necesidades en el contexto cultural, socio-económico y legal, del hoy y aquí. Pero pareciera ser que, dentro de esta visión, todo lo que equivale a trabajar desde dentro de este contexto para corregir estas situaciones no está a la altura del debate.
Y aquí nos adentramos en otra variante de este divorcio: los ataques furibundos contra todo lo que niegue su propia visión del patrimonio, con ánimo destructivo y no aportando elementos que permitan construir desde el disenso. Sencillamente, el que opina distinto pasa a ser un enemigo, confundiendo juicio de valor con crítica personal y opinión con agravio. La diversidad y pluralidad de visiones nos enriquece, y sobre un mismo tema pueden existir interpretaciones diversas. Opiniones que podrían ser de suma utilidad si colaboraran más modestamente en modificar los males que condenan.
La realidad actual de nuestro patrimonio demanda replantear actitudes históricas que durante años han venido predominando en su consideración. Construir una visión propia demanda abandonar falaces formas de ignorar, sobrevalorar y subvalorar lo local. Demanda, además, una necesaria y metódica tarea de valorización interna, desde abajo hacia arriba (desde el kinder hasta nuestros centros de grado y posgrado) y desde dentro hacia fuera (desde lo local, lo provincial, lo regional, lo nacional). Una tarea sin tantas estridencias, pero que, en el mediano y largo plazo, rendirá frutos verdaderos, no mediáticos.
No se trata de construir falsas antinomias. Que los reconocimientos externos son una herramienta poderosa, se sabe. Que a partir de ellos pueden operarse fenómenos de revalorización de los bienes, también es cierto. Pero, de puertas hacia adentro, sumar voluntades en torno a la preservación del patrimonio es de importancia capital. Sumar a partir de diferencias y posturas encontradas, desechando los límites del individualismo a ultranza que nos caracteriza. Para colocar en su justa dimensión estas aspiraciones, convendría recordar que la responsabilidad del cuidado y protección del patrimonio cultural pertenece, en primer lugar, a la comunidad cultural que lo ha generado. No sólo a sus instituciones y a sus profesionales. Existiendo una armadura social fuerte que reconozca, valore y proteja sus bienes culturales, su permanencia y transmisión al futuro está asegurada.