Sábado, 29 de junio de 2013 | Hoy
Por Jorge Tartarini
En enero de 1928, apenas dos meses después de su lanzamiento en Estados Unidos, se presentaba el nuevo Ford A en Buenos Aires. Una ciudad con casi dos millones de habitantes que vivía los primeros congestionamientos de tránsito y asistía al nacimiento del colectivo. Todo lo relacionado con el automóvil era sinónimo de novedad y atracción, y se contaban por millares los visitantes a las grandes exposiciones anuales de coches importados en el Pabellón de las Rosas en Palermo, lamentablemente demolido. La moda de los rascacielos yankees invadía la arquitectura y las estrellas de Hollywood cautivaban desde la pantalla a los argentinos. Eran las mismas figuras que aparecían en las revistas de actualidad promocionando productos de belleza, pastas dentales, disfrutando de paseos en los automóviles más modernos y dictando los nuevos rumbos de la moda.
En esta ciudad con el mayor parque automotor de Latinoamérica y también con una de las industrias más importantes, se presentaba entonces el automóvil ideal para los nuevos tiempos, a decir de su fabricante, Henry Ford. Y el lugar elegido fue el Palais de Glace. Una decisión a tono con el papel que otorgaba a la publicidad esta firma, es decir, no una simple herramienta comercial, sino un instrumento esencial de comunicación. Porque el Palais en los ‘20 era “el” lugar donde la juventud porteña bailaba el tango al compás de orquestas como la de Julio De Caro. Inaugurado en 1910, albergaba en su origen una pista de patinaje sobre hielo, pero algunos años más tarde, cuando el patín perdió interés, se convirtió en una elegante sala de baile con piso de roble, concurrida por las mejores orquestas. La exposición del Ford A duró mucho más de lo previsto, debido al gran número de visitantes que llegaban en las seis líneas de tranvías que pasaban por las avenidas Alem y Alvear.
Una idea de la popularidad alcanzada por algunos modelos la brinda el tango creado por Pascual Contursi para su predecesor, el Ford T, al que llamó “La mina del Ford”. En 1931, el Municipio cedió el Palais al Ministerio de Educación y Justicia para albergar la Dirección Nacional de Bellas Artes. Fue remodelado por Alejandro Bustillo y en 1932 se inauguró por primera vez en sus dependencias el XXII Salón Nacional de Bellas Artes, funcionando como sala de exposiciones hasta 1954. Con la reforma se fueron sus aires franceses y su distribución original, y con refacciones posteriores y la introducción de entrepisos casi el resto, llegando a la conformación actual de sus Salas Nacionales de Exposiciones.
A corta distancia, se encuentra un pariente lejano, un edificio de origen industrial y presente cultural, el Museo Nacional de Bellas Artes. Funcionó como Casa de Máquinas de la Planta Potabilizadora de Agua durante más de medio siglo, hasta que también Bustillo lo reformó para su uso actual, que entonces se pensaba temporario. Comparar aquellos volúmenes con chimeneas y una envolvente clasicista rica en almohadillados, pilastras y equilibrado desarrollo ornamental con el resultado actual, no deja bien parado a don Alejandro, pero mejor sigamos adelante.
En la calle Alsina 1169 se encuentra la Dirección de Artes Visuales, un edificio que deslumbra por su fachada ricamente decorada por uno de nuestros mayores eclécticos, el arquitecto Alejandro Christophersen. Fue proyectada para sede de la Compañía Primitiva de Gas, una poderosa firma inglesa que fue monopolizando el servicio de gas en la ciudad, antes de su nacionalización, durante el primer gobierno de Perón. Allí no sólo estaban las oficinas de la empresa, sino locales de venta de sus cocinas, calefones, heladeras y demás productos, y el salón donde desde fines de los años ‘20 daban clases de cocina sus ecónomas, especialmente contratadas para promover el uso de la cocina a gas entre las amas de casa. Entre ellas, como señalamos en otra oportunidad, descolló un ícono de nuestra cocina, Doña Petrona.
La mención de edificios donde hoy funcionan usos distintos a los de origen sería interminable. Pero la pregunta recurrente es ¿por qué no existe en ellos una referencia de lo que fueron? En otros tiempos, se creía que las placas de bronce dirimían la cuestión. Por fortuna, aquello va quedando atrás, aunque no tanto como uno quisiera. La memoria de esos lugares la encontramos a menudo en la web, no tanto en la folletería y casi nunca en el relato de sus actuales moradores. Esta suerte de anemia, de coma inducido de la memoria edilicia, no es patrimonio exclusivo de las maltratadas construcciones industriales. Es una ruptura que, a modo de radiografía implacable, nos habla de un cuerpo enfermo empeñado en mutilar sus raíces. Y del peor modo, abonándolas con mortíferas dosis de olvido. Museos de sitio, salas de interpretación, lugares de referencia, espacios de la memoria, o como los prefieran llamar. Por el bien de todos... ¡a escena!
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