Sábado, 17 de agosto de 2013 | Hoy
Varias cuadras del borde de la vía del Sarmiento fueron transformadas en plazoletas lineales, primero por los
vecinos y luego por la Ciudad. Pero rondan “ingenieros” que quieren construir una feria de kioscos y locales.
Por Sergio Kiernan
Es sabido que la red ferroviaria argentina es un gran abanico que toca las fronteras pero tiene su centro en esta Buenos Aires. Hoy es el día en que no hay líneas “horizontales” en el mapa, cosa de poder ir del NEA a Cuyo, por ejemplo, sin pasar por la capital. Lo que es menos sabido –o percibido– es que a la misma ciudad le pasa lo mismo: su red ferroviaria es un abanico con centro en Retiro, mientras que Constitución es cabecera de una línea más bonaerense que porteña y en Lacroze arranca una línea que complementa y no contradice el abanico. Ni siquiera las calles solucionan el problema, como lo hacen las rutas a nivel país, porque sigue siendo muy difícil cruzar Buenos Aires de Norte a Sur. Esta red fue construida básicamente por ingleses y, como en el campo, la inversión venía condicionada por la donación de tierras. Cada estación fue realizada sobre tierra gratuita cedida por el Estado o por dueños contentos por la valorización de sus loteos. Hasta las vías fueron tendidas sin costo inmobiliario, con
bordes de tierra libre a cada lado. Los bordes mayores hace años que fueron construidos o vendidos, pero los más chicos crearon un paisaje urbano de una franjita de verde, arbolada, que se recuesta sobre un alambrado o una barda. Floresta, barrio nacido del ferrocarril, cuenta con muchos kilómetros de veredita verde, pero un nuevo curro las amenaa. En julio, el gobierno porteño tuvo que rechazar el pedido de permiso para construir cinco cuadras lineales de localitos, o mejor dicho puestos, en plena zona de outlets. Era un proyecto para construir una Saladita en plena ciudad, comiéndose un espacio verde indispensable.
Como se sabe, en nuestra ciudad no sobran exactamente con las plazas, y la zona ahora en litigio cuenta exactamente con una en una distancia de más de un kilómetro. Con lo que no extraña que los vecinos aprecien estas veredas a veces lo suficientemente amplias para ser llamadas plazoletas, con árboles ya añosos y grandotes, y setos. Casi todo este verde nació porque las semillas vuelan o porque lo plantaron los frentistas, que cortaban el pasto y hacían jardinería, como puede verse en tantos barrios porteños. Después de años de reclamos, recién en el gobierno de Jorge Telerman se hizo una obrita en parte de este entorno, las cuadras entre Nazca y Cuenca de la calle Venancio Flores, que de un lado tiene casas y del otro ferrocarril.
Lo que se hizo en esas cuadras no fue extraordinario, apenas una vereda de material, algún mobiliario urbano, unas luces, algún arenero y una cancha de bochas. Los vecinos hasta lograron que el increíble Diego Santilli, el inexperto ministro de Espacio Público, les continuara la obra hasta la calle San Nicolás, lo que incluyó un espacio para actos frente a Automotores Orletti, la siniestra cárcel clandestina. Esta franja verde tiene mucho uso y es constante la presencia de chicos.
Pero las cosas raras empezaron justamente cuando se inauguraba la obra autorizada por Santilli, en junio de 2011. Muy temprano por la mañana, aparecieron en la zona entre Cuenca y Joaquín V. González unos obreros con postes, rollos de alambre y otros elementos para cercar unas cuadras, que incluían la flamante obra que se inauguraba más tarde ese mismo día. Los vecinos atajaron a los obreros y les preguntaron qué iban a hacer. “Estacionamientos y locales” fue lo que alcanzaron a contestar antes de ser sumariamente expulsados del lugar. Dos meses después, en agosto, reaparecieron los emprendedores, esta vez como “ingenieros” haciendo un estudio de suelos. Ni llegaron a terminar sus pozos que nuevamente fueron echados de mala manera. Para noviembre, los vecinos, ahora organizados como Vecinos X Sendas Verdes, se volvieron a encontrar con los ingenieros, que les mostraron planos y proyectos autorizados para un centro comercial. La discusión fue formidable, porque hay una batería de normas que datan de 1970 que preservan estas franjas urbanas como espacio abierto.
Los vecinos no aflojaron su vigilancia y reclamaron a quien los quisiera escuchar –y a unos cuantos que no querían– para enterarse qué se tramaba y cómo frenar el uso de su espacio público. La tensión fundamental es entre el mandato de vender las propiedades ferroviarias en desuso y el hecho de que algunas de esas propiedades son de hecho y de derecho espacios públicos, asimilables a las plazas. El boletín oficial porteño de principios de julio trajo la disposición 995 de la Dirección General de Interpretación Urbanística y Registro, la notoria entidad pública que preside el arquitecto Antonio Ledesma, el hombre que le firma a su ministro cosas que no debería firmarle a nadie. Ledesma prohíbe y descarta la idea, pero su resolución abunda en matices y contradicciones.
Por ejemplo, no queda en claro si la potencial Saladita tiene cinco uocho cuadras de largo, ambigüedad que tiene una explicación muy simple: en la calle Cuenca se acaba la tranquila Flores y arranca la combativa Floresta, barrio al que Ledesma aprendió a atender. Ledesma habla de las arboledas pero, siguiendo el texto, parece que no supiera de las obras que hicieron Telerman y Santilli y hablara de un baldío. También es raro cómo elogia por un lado el Area de Protección Histórica de Floresta y avisa de la degradación que sufre por el asalto de tanto negocio y obra clandestina, que en la práctica hace tan poco por frenar. Y no menciona que a dos cuadras de Cuenca, a la altura de Argerich, su mismo gobierno planea otro de esos absurdos puentes en zigzag que va a destruir dos cuadras de plazoleta lineal. Los de Floresta se alegraron pero mantienen la pólvora seca, porque conocen con quién están tratando. Y también saben que el problema de fondo, el del uso, venta y zonificación de sus plazoletas, no está resuelto.
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