› Por Jorge Tartarini
A fines de la década de 1930 y con más énfasis principiando los ’40, nacieron en varios países latinoamericanos los actuales organismos preocupados por la conservación del patrimonio cultural. Dentro de ellos, un papel pionero tuvo entonces el Servicio de Patrimonio Histórico Artístico Nacional (Sphan) brasileño (1937), seguido de cerca por nuestra Comisión Nacional de Museos, Monumentos y Lugares Históricos, y más tarde por sus equivalentes de Chile, Uruguay, Perú, Colombia y otros. En aquellos años, la creación de estos entes nacionales denotaba el inicio de un proceso de búsqueda y definición de una identidad cultural que buscaba signos propios que la fortalecieran, aunque sin emanciparse de la noción decimonónica de monumento. Una noción que entronizaba el conocimiento histórico como forma de conocimiento científico, y donde la historia pasaba a ser una ilación y relación de datos, centrada en torno de los grandes acontecimientos políticos, las batallas, las dinastías, etc.
Dentro de esta lectura evolutiva del devenir, el centro de atención lo ocupaba el monumento histórico como hecho singular y excepcional. El concepto de monumento implicaba un juicio de valor amparado en criterios estéticos o históricos que reconocían el altísimo valor testimonial de obras impares, derivadas en su mayoría del campo del arte tradicional, y en un grado mucho menor los testimonios de tipo utilitario, y otros bienes culturales considerados subalternos. También sesgada era la selección de períodos históricos representativos, los que apenas se limitaban al período colonial y los años de la independencia, llegando excepcionalmente a fines del siglo XIX. Había una abrumadora mayoría de edificios religiosos, y dentro de las corrientes estilísticas muy poco del eclecticismo historicista, nada de los estilos antiacadémicos, el Art Déco y menos del movimiento moderno, eterno ausente. Tampoco se consideraban conjuntos, complejos y entornos monumentales, el monumento aislado reinaba en soledad y cuando se declaraban pueblos históricos, el reconocimiento se parecía más a una vaga señalización histórica convencional que a un real afán de proteger. Estas valoraciones, a la vez que favorecieron la protección de monumentos puntuales, propiciaron la destrucción y modificación de otros no menos valiosos para nuestra cultura material. Con los años, lentamente estas limitaciones conceptuales se fueron superando, en la medida que se ampliaba la noción antropológica de cultura, y que nuestros organismos se iban adaptando a los signos de los tiempos. Pero, a pesar de la abnegada lucha de los pioneros de la conservación y de quienes procuraron mantener vivo su legado, mientras que en el terreno de las ideas los avances en estos organismos eran palpables, no podía decirse lo mismo del virus de origen, el que más tarde definió lo sucedáneo de su rol. Nos referimos a su condición de instituciones sin fondos propios para la conservación, y dependientes en sus decisiones y prioridades de organismos ajenos a la cultura y al quehacer de la conservación. Paradójicamente, estos últimos se ocupan de la obra pública en todo el país, pero sin que de ella se desprenda un porcentaje para la recuperación patrimonial, como hoy se practica en no pocos países.
A menudo con satisfacción señalamos que el patrimonio se ha ganado un merecido espacio en la agenda de políticos y gobernantes. Pero frente a esta flaqueza estructural, es lógico preguntarnos si esa presencia no tiene un carácter casi exclusivamente epitelial. ¿Es sólo una cuestión de recursos? Sabemos que no, y sobre ello hemos venido insistiendo en este suplemento. Pero centrándonos ahora en ellos, está claro que tan importante como su existencia es saber administrarlos, aplicarlos con sensatez, desestimando la grandilocuencia, la concentración, y velando por un verdadero sentido federal del patrimonio. No podemos olvidar que muchos de nuestros monumentos se perdieron por falta de recursos para la conservación, pero también otros por su errónea aplicación. Cierto es que nuestra visión del patrimonio hoy excede lo estrictamente arquitectónico, artístico o arqueológico para asumir también la importancia de otras expresiones culturales que contribuyen al fortalecimiento de las culturas locales y regionales y consolidan la identidad cultural. Y bienvenido sea. Pero esto no es ni por poco suficiente. Tan solo compararnos con otros países hermanos con organismos sólidos y capaces de impulsar efectivas políticas protección y recuperación, nos hace ver hasta qué punto nos limita la crónica ausencia de presupuesto propio y la condición honorífica fundacional. Recientemente, procurando superar esta limitación, la Comisión Nacional de Monumentos introdujo necesarias modificaciones en la Ley 12.665, abonando de esta manera el camino para ulteriores transformaciones y cambios en profundidad. Frente a la dinámica del deterioro patrimonial y en honor de aquel espíritu pionero rector, los tiempos que corren demandan –cada vez con mayor premura– dejar atrás una condición que se ha convertido en remedio anacrónico y respuesta endeble frente a las exigencias actuales de la conservación monumental.
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