El nuevo presidente de la Comisión Nacional de Monumentos va a ocupar el asiento que tiene en el CAAP, con lo que al fin puede haber un poco de cordura. Mientras, el PRO busca cómo levantar adoquines y quiere vender los vagones de la Línea A.
› Por Sergio Kiernan
Después de seis años de macrismo en funciones, no hace falta destacar la falta de imaginación de un equipo político que llega al gobierno de esta Reina del Plata y la trata como un recurso a explotar. La pobreza conceptual permite rescatar apenas una medida de gobierno que mejora realmente la ciudad, que es pintar de gris oscuro los semáforos, bajando esa nota chillona, amarilla, en el paisaje urbano. Es poco, apenas una gota de cordura en una laguna de mal gusto, negociados y negocios.
El centro de la gestión macrista es doble: que Mauricio Macri se “luzca” para ser presidente y que la industria que conoce, la construcción especulativa, gane buen dinero. No es complicado y funciona haciendo obras para las fotos, creando necesidades lucrativas y adaptando los mecanismos de gobierno a esta lógica. Se hace el metrobús en la Nueve de Julio para la foto –sobre todo para que salga en los diarios del interior– y para pasarles millones a las constructoras.
Esto de la obra pública se recalentó desde que el gobierno nacional limitó la circulación de dólares en el mercado inmobiliario. Como se sospechaba, buena parte de lo que se construye no es vivienda sino estacionamiento de dólares, con lo que al pedir que las operaciones se hagan en blanco el mercado se contrajo súbitamente. De hecho, era asombroso que se compraran departamentos como se compra cocaína, con valijas de efectivo, algo inimaginable en casi cualquier otro país. La cosa es que había que darles trabajo a los amigos afectados por esta “recesión” y se empezaron a asfaltar calles adoquinadas, a metrobusear avenidas y hasta a cambiar cordones de granito por hormigón.
Mientras, continuaban funcionando mecanismos más de base, como el de permitir que se demuela prácticamente todo el patrimonio construido de la ciudad con el simple expediente de vaciar el ente regulador. Como se sabe, la destrucción del patrimonio material porteño se frenó gracias a Teresa de Anchorena, creadora de la Comisión de Patrimonio de la Legislatura y de la ley que protege todo lo edificado antes de 1941. La “crisis” que le disparó el movimiento patrimonialista al macrismo recién asumido, en 2007, y el histórico amparo de Basta de Demoler, que cerró la trampa de demoler rapidito antes de que se pudiera catalogar un edificio, hicieron que se votara el mecanismo.
Pero el macrismo siempre lo odió y hasta lo dejó sin base legal al no renovar lo que era al fin un régimen especial. Con lo que se tomó la decisión de imponer la obediencia debida en un oscuro órgano llamado Consejo Asesor en Asuntos Patrimoniales, que recibió de golpe el poder de preservar o permitir la destrucción de edificios. Este CAAP, que era un grupo asesor del Ministerio de Desarrollo Urbano, nunca tuvo mucho que decir porque se activaba sólo si se le daba la gana al ministro de turno. Pero a partir de la nueva ley era de paso obligatorio para poder demoler.
Quien lo preside, técnicamente, es el ingeniero Antonio Ledesma, el subsecretario al que el actual ministro le gusta hacerle firmar medidas y más medidas que, algún día, le traerán problemas de hacienda y libertad al firmador. Ledesma jamás aparece por el CAAP y se lo delega a Susana Mesquida, una funcionaria con décadas de lealtad probada a quien sea que gobierne la ciudad. Entre Mesquida, delegados al Consejo centrales a los intereses del sector como cualquiera que vaya por el Consejo Profesional de Arquitectos y Urbanistas, la presión constante por firmar demoliciones y la ideología de que todo lo nuevo es mejor, el CAAP se destacó por preservar una parte muy, pero muy pequeña de lo nuestro.
Cuando Mónica Capano ocupó su asiento en la entidad, demostró por el absurdo la blandura del sistema. Pese a que representaba un consejo mixto de la Legislatura y el Ejecutivo, Capano hizo mucho lío señalando la complicidad del CAAP –o mejor dicho, de quienes mandan en el CAAP– con la industria. Por ejemplo, reuniendo ejemplos y más ejemplos de edificios condenados porque les habían cambiado una ventana o pintado el frente, como si nada en este mundo pudiera arreglarse.
Con una suerte de golpecito institucional, el PRO hizo saltar a Capano. Pero ahora viene una novedad que no les va a ser tan fácil de neutralizar: la Comisión Nacional de Museos y de Monumentos y Lugares Históricos acaba de mandarle a Ledesma una tersa nota comunicándole que va a ocupar su asiento en el CAAP, después de años de indiferencia. El nuevo presidente, Jaime Sorín, va a ocupar ese asiento en persona y no lo va a hacer para ver pasar demoliciones. Crucialmente, Sorín ocupa un cargo invulnerable a las maniobras legislativas del PRO –Cristian Ritondo no podrá gritarle a nadie para juntar votos y echarlo–, con lo que las cosas se pondrán interesantes en las reuniones.
Por ejemplo, cuando la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la UBA entregue su “relevamiento” de patrimonio porteño. Sorín es perro viejo en la política universitaria y no hay nadie que no conozca, con lo que será difícil que el relevamiento pase sin ser observado con lupa. A la vez, cosas que se ven en el CAAP también pasan por la órbita nacional, con lo que hay doble lupa. Y Sorín, siendo arquitecto, sabe que si una fachada histórica y patrimonial tiene una ventana cambiada, el error puede revertirse... lo que en el contexto del CAAP lo deja en un lugar casi de genialidad.
El barrio tan afectado por la especulación de bajo vuelo, de brand points y segundas selecciones que se comen sus edificios, paró recientemente el cambio de veredas tradicionales por otras de cemento peinado. Pues esta semana hubo otra alegría por allí, cuando se supo que el cine Gran Rivadavia va a ganar nueva vida. Y no es la clásica y difícil de sostener idea del “centro cultural” sino un proyecto comercial, de espectáculos. Resulta que el lindo cine-teatro de Rivadavia 8636 fue comprado por Aquiles Sojo, dueño de la productora de espectáculos Ake Producciones, al parecer como sala propia. Pese a que el edificio sigue tapiado, se puede ver una limpieza en progreso con paquetes de basura y de revestimientos caídos saliendo del lugar.
En el contexto de obras inútiles, excepto para los contratistas, se destacan las de retirada de adoquines para asfaltar calles. El PRO tiene el problema de los amparos, que dificulta a sus socios comerciales cobrar, con lo que quiere legalizar la destrucción de esta infraestructura. Es un tema delicado por lo guarango, tanto que ni pueden justificarlo: una gestión capaz de defender con algún argumento hasta que sus policías baleen manifestantes, es incapaz de encontrar una sola razón para explicar por qué sería bueno sacar los adoquines. Este suplemento le preguntó a media Legislatura si alguna vez habían escuchado a un macrista dar alguna razón, en público o en privado, y nadie pudo recordar siquiera una.
Lo que explica por qué el PRO demoró su siniestro proyecto de levantar todos los adoquines, preservando un máximo de 1800 cuadras, una fracción de las existentes. Es que el proyecto implica reformar la Ley 1227, de patrimonio, además de cancelar la 65, que custodia los adoquines. El macrismo ya descartó el proyecto del diputado Tito Nenna, que les exigía un rigor técnico en la preservación insoportable para gente tan improvisada. Con lo que parece crecer como alternativa el del radical Rubén Campos, que no impone un techo para la preservación y ordena un relevamiento de lo existente a cargo de las Juntas Comunales.
Lo más raro del proyecto es, sin embargo, qué se haría con ese relevamiento, ya que las Juntas Comunales tendrían que mandárselo a la Comisión para la Preservación del Patrimonio Histórico Cultural de la Ciudad, el ente mixto Legislatura-Ejecutivo que, desde que se libraron de Mónica Capano, volvió a su dulce estado de sello de goma. Este Consejo no tiene ni el personal ni los fondos ni la capacidad técnica de emitir un dictamen al respecto.
Los adoquines, entonces, podrán salvarse por omisión, al menos mientras se espera que aparezca el dictamen. O podrían seguir las obras, a ver si zafan de los vecinos y sus amparos. El proyecto Campos tiene consenso y se iba a tratar este jueves, pero a último momento desapareció del temario.
El destino de los vagones de madera belgas de la Línea A, que languidecen en las poco interesadas manos de la empresa de subtes porteña, sigue siendo materia de debate. Esta semana se reunió la Comisión de Cultura con la de Obras Públicas para tratar nada menos que cuatro proyectos sobre estos trenes, de los diputados Aníbal Ibarra, María José Lubertino, Rafael Gentilli/María Rachid y Julio Raffo. Las ideas van de preservar los vagones y volver a usarlos, a guardar algunos de muestra y vender los demás. Peligrosamente, circula un proyecto “de consenso” que incluye esta posibilidad.
El menjunje arranca bien, ordenando conservar los vagones y ratificando que son parte del patrimonio cultural de la Ciudad en la categoría de “colecciones y objetos”, según la Ley 1227. Sigue bien, ordenando que se siga usando “la mayor cantidad posible” de los coches, aunque “fuera del horario comercial”, adaptados y puestos en valor. Hasta se ordena que se regale uno al gobierno de Bélgica y otro a la CGT belga con sendas placas de agradecimiento de los porteños a la calidad del producto.
Luego viene una excesiva generosidad con lo nuestro. Es que el proyecto permite donar vagones en comodato a museos, organizaciones sin fines de lucro y organismos porteños, siempre y cuando prometan mantenerlos y dar acceso al público. Pero también se permiten las “cesiones onerosas”, que es la frase en burocratés para decir “venta” de los vagones, a museos privados del país y del extranjero. ¿Y quién está cargo de todo esto? Sbase, la misma empresa porteña que armó todo este lío.
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