El juez Trionfetti ordena a la Ciudad reconstruir la Casa Carriego y expone la improvisación y altanería con que se trata el patrimonio. El envío de la causa al fuero Penal, la completa arbitrariedad de lo que hace el CAAP
› Por Sergio Kiernan
Este miércoles, el juez porteño Víctor Trionfetti emitió su fallo por la casa del poeta Evaristo Carriego, destruida por sus propios dueños municipales. El magistrado llegó a todos los diarios por su orden sin precedentes, madura y realmente sabia, de que reconstruyan la casa, abandonando el patético proyecto de la Ciudad y devolviéndole su aspecto anterior. Pero resulta que hay mucho más en las 65 páginas de su fallo, un documento fundante: Trionfetti hace un análisis despiadado de la manera en que los funcionarios planearon la destrucción de la casa y de la liviandad con que demolieron un predio histórico. De este seguimiento paso a paso surge la prueba de que todo se hace de un modo improvisado, altanero, que deja afuera toda idea de participación y rompe cosas que no tienen repuesto. El escrito es tan lapidario, que en su página final el juez lo gira a la Justicia en lo Penal, para que estudie el evidente incumplimiento de sus deberes de más de un funcionario.
Llegar a esta instancia es producto de un trabajo colectivo en el que se lucieron los vecinos y varios voluntarios idealistas en esto de defender nuestro patrimonio cultural. Estuvieron abogados como Pedro Kesselman y Astrid Lopolito, estuvo el Observatorio de Patrimonio y Políticas Urbanas que encabeza Mónica Capano, estuvo el Consejo Consultivo de la Comuna 14, que trabajó para visibilizar lo que iba a ser una trampita del gobierno porteño, y estuvieron los comuneros Marcelo Charlón y Gonzalo Toyos. De hecho, el amparo y la causa llevan la firma de Charlón y Capano junto a los vecinos María Cristina Souto y Ricardo Castañeda.
La causa arrancó con el pedido de que se detuviera de inmediato el muy dañino proyecto de la Ciudad hacia la biblioteca de la calle Honduras 3784, casa del poeta Evaristo Carriego que fuera declarada de interés público en 1975, fuera comprada a sus sobrinos en 1977 e inaugurada como biblioteca en 1981. El macrismo en funciones iba a tratar el lugar como un edificio cualquiera, de su propiedad y por tanto con carta blanca para hacer lo que quisieran. De hecho, iban a demoler prácticamente todo y agregarle un segundo piso entero, cubriendo el patio con un cerramiento de vidrios y dejando la fachada original reducida a maqueta.
Este “progreso” se iba a realizar en un edificio de fines del siglo 19, frágil y en un muy mal estado de mantenimiento. Así como las plazas se dejan caer hasta la destrucción, de modo de hacer una rentable “puesta en valor” en lugar del aburrido mantenimiento cotidiano, la Carriego estaba con goteras peligrosas, roturas de todo tipo e instalaciones obsoletas, sin que nadie se preocupara en particular.
La primera instancia rechazó el amparo, pero los patrimonialistas apelaron y lo lograron. El gobierno porteño respondió con un texto lapidario que, paradójicamente, terminó de enterrarlos y bien puede ser el primer paso del fallo final. Según los abogados de la Ciudad –que no son el equipo profesional más impresionante jamás visto–, el amparo no procedía porque la casa no tenía catalogación, ni estaba en un Area de Protección Histórica y apenas estaba bajo la Ley 3056 que, en una extraña interpretación, la entrega a la autoridad exclusiva de la Dirección General de Intraestructura y Mantenimiento Edilicio. Los abogados hasta se permitieron decir que demoler casi toda la casa y luego duplicar su superficie y volumen con obra nueva significaba “la restauración del inmueble” para “preservar el espacio histórico y actualizarlo a las nuevas necesidades”.
También es llamativo, y al final fue contraproducente, el argumento con que contestaron el reclamo de los amparistas de que no se había consultado ni a los vecinos ni a la Comuna 14 (Palermo). Los brillantes representantes legales avisaron que para la Ciudad nada “impide la intervención” de la Comuna, pero que la obra no es de su alzada.
El juez Trionfetti arranca su escrito, como es natural, citando legislación y las partes relevantes de la Constitución porteña. Pero luego sorprende haciendo algo que hasta ahora ningún juez había hecho: citar las convenciones internacionales sobre patrimonio firmadas por nuestro país y por tanto de altísimo rango. Así aparecen, en buen orden y bien resumidas, la Carta de Atenas, la Carta de Venecia, la creación del Icomos, las Normas de Quito, la Carta de Burra, el documento de Nara y la Carta de Zimbabwe. Esto es, algo más de medio siglo de creación del mismo concepto de patrimonio cultural y de evolución de las reglas de intervención. El magistrado destaca, en negrita, una frase de Venecia que dice que “debe pararse (toda intervención) en el punto donde comienzan las conjeturas”.
Es refrescante el evidente entusiasmo del juez por la claridad de estas normas y pautas, de las que destaca ideas como que toda intervención “debe estar precedida por estudios multidisciplinarios” que definan con claridad y asertivamente qué se va a hacer. También subraya una conclusión del encuentro en Zimbabwe en 2003, cuando se determinó que “el valor del patrimonio arquitectónico no reside únicamente en su aspecto externo, sino también en la integridad de todos sus componentes como producto genuino de la tecnología constructiva propia de su época”.
De hecho, como para que se entienda bien a dónde va, el juez presenta un léxico tomado de la Carta de Burra (el nombre, poco feliz, es de una localidad en Australia) y así define una restauración como “devolver a la fábrica existente (la misma materialidad del sitio) un estado anterior conocido, removiendo agregados o reagrupando los componentes existentes sin introducir nuevos materiales”. Y reconstrucción es definido también como “devolver a un sitio a un estado anterior conocido”, pero con la diferencia de que se introducen nuevos materiales a la fábrica.
Todo esto ya basta para inquietar al actual gobierno porteño, que ignora o es indiferente a estas convenciones. Pero a partir de la página 26, el juez comienza a estudiar cómo se decidió la obra, en un capítulo (el 3.3.2) titulado “El Código de Planeamiento Urbano y sus callejones”. Lo primero que señala Trionfetti es que quien manda en estas cosas es la Secretaría de Planeamiento Urbano que dirige el notable Héctor Lostri, mientras que el Ministerio de Cultura es su subordinado explícito hasta en áreas de su alzada específica. De hecho, señala el juez, el mismo Código de Planeamiento Urbano dice que Planeamiento Urbano es el órgano de aplicación de la protección patrimonial y reemplaza a cualquier entidad que le responda al ministro de Cultura Hernán Lombardi.
Trionfetti descubre que el “procedimiento de protección de los bienes culturales y específicamente de los inmuebles históricos es alambicado y con algunos puntos ciegos”. De hecho, ni siquiera hay “un punto nodal que permita realizar una secuencia racional” de cómo se llega a las decisiones. La confusión se agrava porque un ministerio que no se dedica a la cultura decide sobre la cultura y porque ni siquiera queda en claro si las opiniones del Consejo Asesor en Asuntos Patrimoniales, el nefasto CAAP, son vinculantes o no. Hasta la terminología que se usa al tratar el destino de los edificios es incorrecta y no responde al uso del arte a nivel internacional, donde no hay “listados”, ni “reconsideraciones”, ni “recatalogación” y mucho menos “desestimaciones”, todos inventos chinos del macrismo desde 2007.
El magistrado explora los mecanismos reales y sus leyes y concluye en que el CAAP cumple una “función definitivamente desmesurada, incontrolada y poco republicana” por su manera liviana y secreta de tomar decisiones, y porque tiene un mandato enorme sin representatividad. De hecho, Trionfetti describe con exactitud que el Consejo toma decisiones no vinculantes cuando recomienda proteger –siempre pueden “reconsiderarse” y en todo caso la decisión es de la Legislatura–, pero que si “desestima” lo libera de “toda restricción”. Y esto, entiende el juez enseguida, significa “arrojar el inmueble al mercado inmobiliario”.
Trionfetti es lapidario al resumir esto: “Todo el sistema importó la violación del artículo 84 de la Constitución de la Ciudad, porque las mencionadas leyes (las que justifican la actuación del CAAP) delegaron el deber de los representantes del pueblo de declarar monumentos, áreas y sitios históricos, y por lo tanto de preservarlos y protegerlos en una comisión integrada, entre otros, por quienes podrían tener intereses inmobiliarios incompatibles con los valores culturales e históricos en juego”.
Clarísimo, aunque lo nieguen entidades del lobby como el CPAU...
El juez continúa explicando que entender la normativa de patrimonio es casi imposible, que requiere “un esfuerzo hermenéutico sustantivo”, lo que lo hace poco republicana. “Esas normas exhiben importantes grietas por donde la protección del patrimonio se precipita en beneficio de intereses económicos ajenos a cualquier proyecto colectivo urbano sustentable”, escribe Trionfetti, definiendo con economía justamente el mecanismo que salva las economías de tantos, públicos y privados.
Entrando en detalle, el juez afirma que “resulta imposible saber qué razones arquitectónicas, históricas y urbanísticas” llevaron al CAAP en 2010 a no recomendar la catalogación de la casa Carriego, limitándose a un “sitio histórico” más flojito. De hecho, Trionfetti empieza a mostrar su fastidio cuando cuenta que el CAAP cita un “estudio más profundo”, pero que cuando lo pidió para adjuntarlo al legajo fue imposible encontrarlo. “Lo cierto es que el CAAP difirió la protección del inmueble bajo la excusa de la Ley 1227, sin aconsejar adoptar un procedimiento de mayor tuición”, escribe el juez. El resultado es descripto con real sensibilidad y buena prosa: “El inmueble, como un pasajero en tránsito, quedó varado en un limbo de desprotección porque se lo excluyó del listado de la Ley 2548 (catalogaciones) y su protección se difirió para un procedimiento, el de la Ley 1227, mientras tanto literalmente quedó a la intemperie en un ‘no lugar’. Entre la memoria y los escombros sólo existió una ambigua e incontrolable línea de burocracia”.
Otra contradicción es que apenas dos años después, el 15 de febrero de 2012, el mismo Poder Ejecutivo porteño envía un proyecto de ley para declarar parte del catálogo del patrimonio cultural de la Ciudad a la casa Carriego. Apenas ocho meses después, sin embargo, se publica la licitación para estas obras tan violentas, que es adjudicada a Graft Estudio SRL en abril de 2013. “Provoca muchos interrogantes la circunstancia de que en un lapso de ocho meses se pase de solicitar la catalogación de un inmueble a llamar a una licitación para demoler y construir otra planta en el mismo inmueble”, afirma el juez. Buena observación.
A continuación, el tema es el de la “fábrica”, es decir, de los objetos materiales que hacen al edificio en sí. El juez destaca que la orden de trabajo recibida por el contratista ordena retirar equipamiento y tener cuidado con la manera en que se preservan. Esto incluye los equipos de aire acondicionado, las estructuras de metal de los aleros vidriados del patio, un toldo, las barandas de la escalera y el primer pisito, la lámpara de bronce colgante del salón de adelante, el viejo inodoro de sello inglés, el calefón a alcohol, la bañera y el lavatorio. Según la propia empresa, por nota, recién el primer día de agosto de 2013 pudieron empezar la demolición, porque se habían retirado los muebles y los libros de la casa.
El juez Trionfetti hizo una inspección de la casa, ya semidemolida, el 9 de septiembre del año pasado, a un mes de arrancados los trabajos. Quienes lo vieron en el lugar recuerdan su insistencia en saber dónde estaban las cosas de la biblioteca, que lo llevaron a pedirle a la directora general del Libro y Promoción de la Lectura Alejandra Ramírez que le enviara un catálogo de los libros. Costó sacarle el dato a la directora, que remoloneó para mandar un catálogo que era de diciembre de 2010, lo que demuestra que ni siquiera se tuvo la cautela de catalogar todo antes de la mudanza. La Carriego era una biblioteca pequeña, de apenas cinco mil tomos.
Tras varias comunicaciones, ideas y venidas, el juez logra que los funcionarios involucrados declaren dónde estaban los objetos, pero se alarma por la declaración del ingeniero Miguel Angel Cervini, director general de Infraestructura y Mantenimiento Edilicio. Cervini, que evidentemente no tiene la costumbre de mentirle a la Justicia, dice que “las decisiones se tomaban durante la ejecución de la obra y sobre el momento se decidía si se donaban o se tiraban los objetos. Eso deja en evidencia la improvisación en el manejo de las bienes culturales”.
Los siguientes testigos fueron gradualmente dejando en claro el mismo nivel de improvisación. La bibliotecaria Ramírez volvió a aburrir –ya había gritado lo mismo el día de la inspección– con que ella “ama” la casa de Carriego. La subsecretaria de Patrimonio Cultural, dependiente del Ministerio de Cultura, mostró que no tenía idea de qué es un tratamiento interdisciplinar y llegó a decirle al juez que no había nada que proteger en la Carriego porque ésta no estaba catalogada. El juez, terso, le contestó que la Constitución porteña protege el patrimonio, que vendría a ser justamente su tarea profesional. Liliana Barela, directora general del Instituto de Patrimonio Histórico, parece haber estirado la paciencia del juez hasta un punto difícil. Esto explica que Trionfetti califique su declaración como llevando el asunto “a un territorio poblado de vaguedades”, lugar que, se sabe, es natural a la funcionaria. Pero Barela le aclaró algo material e importante: que el gobierno porteño no consulta nunca a las Comunas en este tipo de proyecto y prefiere hablar con las Juntas Históricas. Cuando el juez le preguntó sobre el destino de los objetos de la casa, Barela tuvo una de sus frases inolvidables, que Trionfetti rescata para la posteridad: “No creo que la gente vaya a buscar el inodoro de Carriego”. Para el magistrado, la anécdota muestra que Barela no consulta qué quiere la gente porque “asume que ya lo sabe”.
El ingeniero Cervini termina de comprobar la chapucería de la intervención al revelarle al juez que la licitación se hizo sin estudios previos de la casa. De hecho, el director general le cuenta que se enteraron de que la casa de Carriego no estaba hecha con cemento sino con barro cuando empezaron a darle mazazos. Cuando Trionfetti avanza en ver quién recomendaba qué a quién, se encuentra con un funcionario que le hablaba al otro, nunca a nadie externo, a un experto o a un vecino. Esto lo lleva a llamar todo el proceso “burocráticamente endogámico”, frase que públicamente prometemos robar para uso futuro, y carente de “un equipo interdisciplinario” que tome decisiones claras y cuerdas.
Un subordinado de Cervini, el gerente Operativo de Obras Raimundo D’Elía, amplió más el análisis de la liviandad de toda esta historia. D’Elía le contó al juez que la licitación ni siquiera mencionaba el tema de la preservación de objetos y que él fue rescatando cosas sobre la marcha. D’Elía también le aclaró al juez que no lo hizo por alguna sensibilidad histórica, porque para él “cualquier edificio que tenga más de cien años es para demoler”. Es aterrador que alguien que piensa así sea el encargado concreto de una obra en un edificio histórico.
Otro testimonio a destacar es el del ingeniero perito David Dolinko, que terminó de sembrar el terror al explicarle al juez que, ya que no se sabía que los muros estaban pegados con barro, no se había previsto una estructura nueva para sostener el primer piso a construir. La única previsión era montarlo sobre las paredes existentes y usar encadenados de hormigón. Dolinko también explicó que es verdad que la fachada de la casa tiene una ligera inclinación en su centro, con microfisuras. Pero esto tampoco estaba en la licitación, pese a que es de fácil solución usando llaves metálicas. El ingeniero, en resumen, dejó en claro que la licitación era un desastre.
Lo que lleva al durísimo final del escrito del juez porteño Víctor Trionfetti, que vale la pena citar en extenso:
“En el caso de la Casa de Evaristo Carriego, todas las instancias institucionales fracasaron en la descripción (de la cultura) y su prescripción. Fracasaron en decir qué es y qué debe ser. Fracasaron por omisión y por comisión. El sitio no tuvo ni tiene protección legal adecuada, los proyectos legislativos destinados a protegerlos o caducaron o todavía están en un trámite incipiente. Las actuaciones de los funcionarios directamente involucrados con el bien colectivo fueron ineficientes en su protección. Los procedimientos burocráticos, cuando los hubo, fracasaron. Fueron procedimientos sesgados, despreocupados y faltos de diligencia. La obra proyectada fracasó técnicamente: tiene deficiencias constructivas importantes; además fracasó pues desde el punto de vista del patrimonio cultural es invasiva, destructiva y traumática para el sitio y lo que representa para la memoria e identidad colectiva”.
“Fracasó la democracia participativa porque todo el asunto ha sido resuelto por funcionarios y comisiones constituida en forma incompleta, sin mayores explicaciones y sin tomar en cuenta los mínimos abordajes y cuidados exigidos por las normas internacionales”.
“El procedimiento ha sido arbitrario para abordar el sitio y para demolerlo; arbitrario el tratamiento del bien en el CAAP, arbitraria la manipulación de objetos”.
“Si existieron responsables, son funcionarios que omitieron consultas con la Comuna y dar a publicidad y difundir la intención de modificar sustantivamente el sitio”.
“El riesgo (para el edificio) sobrevino sólo con el proyecto de obra”.
“No puede haber identidad sin memoria”.
“Vistos los daños sobre la casa de Carriego como bien cultural, no sé qué ha sido peor, si el resultado o el procedimiento para que esto ocurriera”.
“La obra proyectada es una obra inauténtica”.
Y la estocada final:
“Lo relatado hasta aquí me convence de la necesidad de disponer la reconstrucción del sitio, esto es, volver las cosas al estado anterior al inicio de la obra, incorporando los materiales nuevos que sean indispensables. Para ello se le otorgará un uso compatible que respete la significación cultural del sitio como biblioteca pública y como memoria de época.”
“Se reintegrarán los objetos retirados y resguardados; los arrojados a la basura se reemplazarán por similares. Se realizarán las tareas de reparación necesarias en inmuebles y muebles”.
“Se otorga un plazo de quince días para presentar un plan detallado de las distintas etapas que involucre la obra y se manifieste el tiempo de finalización”.
Y la frase final, terrible, justo antes del típico “regístrese, notifíquese, etc”:
“Remitir copias de la presente a la justicia en lo Penal”.
Esto sólo puede querer decir que un juez denuncia formalmente, y ofrece la documentación, un caso grave de incumplimiento de los deberes de funcionario público.
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