Sábado, 3 de mayo de 2014 | Hoy
Por Jorge Tartarini
Como ejemplo privilegiado de la urbanística de comienzos del siglo XIX en Latinoamérica, la ciudad cubana de Cienfuegos fue declarada por la Unesco en 2005 Patrimonio de la Humanidad. Una ciudad joven para una isla donde abundan centros históricos bastante más antiguos, nacidos durante los años del imperio español. Fundada en abril de 1819 por un grupo de colonos franceses, la “Perla del Sur” dista unos 245 kilómetros de La Habana, sobre la bahía de Jagua, y es cabecera de la provincia homónima, con un poco más de 400.000 habitantes. Su trazado en cuadrícula guarda preciosos tesoros arquitectónicos, particularmente presentes en su tejido residencial.
Caminar por sus veredas, bajo pórticos con columnas en los más diversos órdenes, constituye una experiencia placentera que nos transporta al mundo de las ideas, los gustos y las formas de vivir y entender la ciudad, doscientos años atrás. Y si a ello sumamos la suave brisa que llega desde el mar atravesando su angosta península, por momentos el paseo recuerda pasajes de La ciudad de las columnas (1964), aquella desesperada declaración de amor de Alejo Carpentier por La Habana, con sus casas cerradas sobre sus propias penumbras, en las que todavía asoman tímidamente lunetos de vidrios coloreados. Muy probablemente, la ponderación de estos y otros atributos no menos importantes, tangibles e intangibles, haya allanado el camino que llevó al éxito de su nominación.
Es que la presentación a la lista de Patrimonio Mundial de Cienfuegos tuvo excelente acogida desde su punto inicial. Especialmente por la seriedad, continuidad y coherencia del trabajo desarrollado desde la Oficina del Conservador de la Ciudad y del Centro Provincial de Patrimonio desde muchos años atrás. Un ejemplo de eficiente gestión del patrimonio urbano arquitectónico y de aceitada interacción con la población. Inventarios, catálogos y planes de conservación no resultaron artilugios vanos de ciencia ficción, sino materia prima fundamental para cimentar las normativas y acciones que permitieron plasmar su actual protección. Consensos, acuerdos y empatías facilitaron el trabajo conjunto de especialistas, funcionarios y una población poco afecta a aceptar imposiciones ajenas a su propia idea de identidad.
Verdadero adalid de este rescate patrimonial, y en importante medida artífice del reconocimiento internacional alcanzado, es el arquitecto Irán Millán Cuétara, director de la Oficina del Conservador. El mismo es quien nos habla con cariño y respeto de esa suerte de chovinismo local: “Se dice que si ser cubanos es un orgullo, cienfuegueros es un privilegio”. Así de profundo es un sentimiento que, canalizado a favor del patrimonio, ha sido uno de los instrumentos más poderosos para concientizar sobre los valores excepcionales de la ciudad. Millán Cuétara, especializado en restauración en centros europeos y con una vasta experiencia profesional, ha venido desempeñando durante más de treinta años diversos cargos y funciones en ámbitos e instituciones vinculadas a la preservación y salvaguarda patrimonial. En esta labor, ha otorgado esencial valor al conocimiento profundo de la realidad que procura conservar y también renovar.
Un delicado equilibrio en el que, a su juicio, la teoría de la conservación deja de ser un instrumento aséptico para convertirse en sustrato conceptual indispensable de criterios de intervención apropiados a su tiempo y su lugar. Conformada por un equipo de especialistas, su Oficina ha logrado consolidarse y captar el reconocimiento de la población, desarrollando un vasto programa de reanimación urbana que, pese a los limitados recursos, ya lleva rehabilitadas más de 65 manzanas, con un total de 13.300 metros lineales de fachadas que abarcan aproximadamente 1400 viviendas. Este trabajo logró el mejoramiento ambiental de zonas constructivamente devaluadas, que hoy son orgullo de los pobladores y también visita obligada de cuanto turista recorra la ciudad.
Acciones en las que participaron organismos nacionales, provinciales y locales, junto a varias empresas, y que contaron con el necesario protagonismo de los propios vecinos. La creación de una Escuela de Oficios, la recuperación de la calle Santa Isabel –camino a convertirse en el principal corredor cultural de la ciudad–, la restauración de grandes monumentos como la Catedral de la Purísima Concepción y el magnífico cementerio de Reina son sólo algunas de las intervenciones que evidencian el encomiable esfuerzo desplegado por una Oficina, integrada en su trabajo a una Red de Oficinas del Historiador y el Conservador en todo el país.
Las comparaciones suelen ser odiosas y a menudo estériles cuando se realizan a la ligera y sin el rigor necesario. No obstante, no deja de llamar la atención la distancia entre los resultados del esfuerzo cienfueguero y las circunstancias en que se debate la protección del patrimonio por aquí, en más de una cabecera provincial. Especialmente la relación entre logros y recursos. Podrá pensarse que el bajo nivel de renovación puede contribuir a una conservación menos compleja de esta ciudad. No obstante, tengo para mí que ello es sólo una parte de la cuestión y que las causas deberían buscarse más en el prodigio de continuidad de gestión y en la conjunción de saber, compromiso y razonabilidad que tuvieron en el arquitecto Millán Cuétara y su gente un instrumento de acción y reflexión verdaderamente ejemplar. Y de ello hablan las incalculables volutas, las prodigiosas rejas y las infinitas columnas que pueblan las calles de Cienfuegos y le otorgan su atmósfera particular. Una fiesta nostálgica para los ojos y para quienes nos gusta celebrar la preservación.
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