› Por Jaime SorÍn *
Interpretaba Gérard Wajcman que los totalitarismos del siglo XX habían inventado la figura del crimen perfecto: la construcción de un “Olvido Absoluto” apoyada en la figura del “desaparecido”. Y se preguntaba junto a esto ¿qué es la ausencia? ¿Puede encarnarse la nada? Siendo hoy el predio de la ESMA un Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos, cabe trasladar estas preguntas a las maneras en las que una ciudad memoriza su historia, lucha contra el olvido (la nada) y hace visibles sus monumentos. Difícil tarea cuando nuestra época parecía estar universalmente lanzada a un conflicto entre “inquisición y memoria” (Leonardo Sciascia) empeñado en desacreditar la memoria y desde allí borrar las marcas urbanas, las huellas de los proyectos colectivos y de aquellas configuraciones que permitieran procesar socialmente las múltiples historias que (se) configuran (en) el espacio urbano.
Conflicto nada inocente, porque la memoria significa conservar el recuerdo de cuáles eran nuestros deseos personales y colectivos y la lista de los culpables de las frustraciones personales y colectivas. Las ciudades, más allá de sus trazas y planos, se constituyen por sus habitantes y los lugares memorables; nuestra ciudad, tal como lo expresara Manzi, se constituye por la evocación, por el recuerdo devenido en lugar. La memoria descongela toda forma y le da sentido reconstruyendo permanentemente los recorridos y rompiendo rigideces.
Los lugares, así concebidos, invierten el deseo del urbanista y los monumentos dejan de ser los depositarios singulares de la verdad histórica; el acto colectivo re-construye el lugar y el suceso, lo “visto y oído”, configura el sentido con que cada participante lee el “sitio”, lo determina. El lugar pasa así a ser habitado por nosotros pero a la vez nos habita; en la construcción de la memoria hace falta un lugar en el que depositar el acontecimiento y reapropiarlo, una ubicación en el tiempo y el espacio más allá de las autoevidencias y las naturalizaciones que los dispositivos institucionales les otorguen oficialmente.
En esta línea los monumentos dejan de ser los depositarios exclusivos de la memoria urbana y la ciudad necesita comprenderse de otra manera; hay permanencias pero también ausencias que deben ser explicadas.
Retornando a las preguntas del principio: ¿cómo recuperamos desde lo urbano la figura del “olvido”? ¿Qué oportunidad da el predio de la ESMA, escenario del horror, para encarnar esa nada a la que quisieron reducir nuestros recuerdos?
Es evidente hoy que nuestras sociedades buscaron a fines del siglo XX todos los medios para distraernos: cerrar los ojos y satisfacer el presente, ésta fue la invitación al individualismo y la exclusión. El Espacio para la Memoria se constituyó bajo otra mirada y es imprescindible que así sea: descongelar la memoria, pasar de la reducción monumental y del museo contemplativo a la memoria viva, de la observación a la acción, a la participación que ponga en acto las ausencias. Esto se aplica a todo lugar en los términos que venimos transitando: la ciudad acumula antiguas y nuevas pobrezas, no sólo económicas sino de terribles pobrezas morales, ideológicas y de proyecto.
Innumerables experiencias personales que hacen de cada esquina un lugar de la memoria, un soporte de múltiples sentidos en permanente construcción que adquiere valor en la medida en que se constituya en múltiples lugares que expresen no sólo la nada. Hay que enfrentarse a la realidad deshistorificada y es preciso devolverla a su curso histórico, aspirando a otra ciudad futura, que a la vez sea igualitaria, solidaria y libertaria.
* Presidente de la Comisión Nacional de Museos y de Monumentos y Lugares Históricos de la Nación.
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