El simposio anual de la Universidad de Massachusetts en Amherst fue un foro para ver realidades y modelos distintos de manejo del patrimonio y para envidiar a los que viven en lugares donde se respetan códigos y alturas máximas.
› Por Sergio Kiernan
La preservación del patrimonio edificado es un tema que no para de crecer, mutar y adoptar formas inesperadas que abarcan a públicos cada vez más amplios. Vecinos que cuidan su calidad de vida, poblaciones que perciben sus ecologías urbanas destruidas por especuladores inmobiliarios, especialistas que entienden las trampas de funcionarios y empresarios, y una creciente cantidad de ciudadanos que simplemente no quieren vivir en espacios alienados, impersonales, son colectivos superpuestos y coincidentes que siguen el tema. La reflexión sobre este patrimonio es cada vez más profunda y afilada simplemente porque vivimos en él.
La Universidad de Massachusetts tiene un campus enorme en la localidad de Amherst, muy histórica y bien preservada, y la cátedra de Arquitectura e Historia que encabeza Max Page es un polo de generación de este tipo de pensamiento. Page es un viejo amigo de Argentina, donde vivió e investigó sobre la preservación física de la memoria para su libro Memories of Buenos Aires: Signs of State Terrorism in Argentina. También organiza más o menos anualmente un Simposio de Preservación donde se originan debates muy interesantes. El de este año fue dedicado a Los futuros de la preservación histórica y reunió, a principios de mes, a la arquitecta italiana Cinzia Abbate, al profesor Daniel Bluestone, al especialista del National Trust for Historic Preservation Tom Mayes y al editor de este suplemento. El público que se reunió en el edificio Gordon fue a capacidad y, detalle relevante, abundaba en miembros de juntas cívicas de preservación, una instancia de gobierno muy común en Estados Unidos pero ine-xistente entre nosotros, en la que los vecinos autorizan o no obras que afecten el patrimonio.
El arranque de la jornada fue con Cinzia Abbate, una conocida arquitecta que trabaja en Roma, enseña en el programa romano de la Temple University, es la representante italiana ante la Agencia Internacional de Energía y una gran especialista en tecnologías solares. Abbate habló de un problema realmente diabólico, el de hacer coincidir la estricta legislación italiana sobre patrimonio –una de las pocas cosas que parecen tomarse realmente en serio en su país– con la necesidad de ser eficientes en materia energética y cumplir las nuevas leyes europeas en la materia. Italia tiene el 60 por ciento de todos los edificios patrimoniales de este planeta, pero para 2018 tiene que cumplir la ley europea que ordena que todo edificio sea autosuficiente.
Si se habla de construcción nueva, el nuevo paradigma no es particularmente problemático o costoso, pero el problema es la inmensa población que vive en edificios con décadas o siglos de edad. Como los europeos no consideran “antiguo” ni anticuado una casa o edificio con doscientos o más años, buena parte del tejido mismo de las ciudades italianas no cumple ni remotamente con las nuevas ideas sobre energía. Y los dueños de esas casas o departamentos no pueden pagar las reformas, que además son en muchos casos simplemente imposibles: ¿cómo se aísla térmicamente una sala cubierta de frescos renacentistas?
Abbate explicó que, mientras se espera una reforma de la ley que distinga entre edificios nuevos o recientes y patrimoniales, se está avanzando en técnicas “invisibles y reversibles”, que incluyen técnicas geotermales, discretas aislaciones de muros, techos verdes y tecnologías que aprovechan el solazo italiano para generar electricidad. Así, y muy italianamente, se vieron proyectos de elegantes toldos o sombrillas hechas con tejido activo, que produce electricidad como un panel solar, y prototipos de tejas tradicionales que esconden elementos activos, son baratos y fáciles de instalar.
El contraste con la situación porteña no podía ser mayor, porque se pasó de la camisa de fuerza del respeto riguroso de la ley al todo vale porteño (y en general argentino). Lo primero a explicar es que en una ciudad como Buenos Aires casi no queda cuadra conservada en conjunto, se vive en un paisaje de contradicciones brutales entre lo bien construido y en escala, y lo guarango pero grandote. Las fotos de cuadras típicas de esta ciudad crearon un silencio consternado hasta entre los neoyorquinos, acostumbrados a cierto nivel de barbarie.
El punto central fue no sólo la necesidad de hacer respetar las leyes sino la de centrar la preservación en la zonificación. Los casos de moda entre nosotros, con una torrezota construida por encima de una pieza catalogada a nivel fachada, explicaron de un vistazo la idea, además de causar risas preocupadas. Entre norteamericanos puede resultar complicado o peor preservar un edificio, pero si se lo cataloga no es para baratearlo con una torre adentro... Y también quedó flotando el punto de la constante remodelación de piezas históricas, un fenómeno sin control que arranca ventanas, cambia puertas y agrega pisos hasta en edificios catalogados.
Tom Mayes representa la mayor ONG americana del tema, una institución formidable que salvó miles de edificios y educó a generaciones enteras sobre el valor de su cultura. Famoso por nunca alzar la voz –y por su firmeza cuando hace falta–, Mayes explicó un concepto que el Trust está impulsando, el de pensar “para qué sirven los edificios viejos”. Los puntos son familiares: belleza, historia particular del lugar, memoria. Pero a esto Mayes le agregó la idea de continuidad personal, eso de poder volver a lugares donde vivió o vivieron sus antepasados, y como conclusión el de la identidad individual de cada uno.
La bomba vino al criticar el mito de la sustentabilidad de los nuevos edificios como excusa para demoler. Resulta que un edificio “verde” paga el costo energético de ser construido en nada menos que 42 años. El cálculo no viene de esos brochures tan lindos que reparten las empresas hablando de cuánta agua se conservará y cuánto se ahorrará en calefacción y electricidad. Lo que estos folletos no cuentan es el costo energético de los materiales, factor que agregado permite llegar a la cifra de 42 años de uso para compensar. Y, destacó Mayes, es muy dudoso que los edificios que se construyen hoy en día lleguen a cumplir cuatro décadas...
Con lo que el Trust está proponiendo un cambio de legislación que frene la misma idea de demolición como algo natural y lo reemplace por la idea de reutilización de lo existente y de estabilidad. No se demuele apenas porque se puede, porque el edificio a destruir no tenga valores arquitectónicos o culturales, o porque alguien vaya a ganar dinero. Se demuele sólo si se considera el real costo energético de la obra nueva y las cuentas cierran, si se reutilizan los materiales de la demolición y no hay manera de reutilizar el edificio existente.
Daniel Bluestone es un especialista en arquitectura norteamericana del siglo 19 y autor de libros sobre historia del urbanismo y la arquitectura de ese período premiados. Profesor universitario, tiene un cierto gusto por la polémica y arrancó contrariando a todo el mundo al proponer que en materia de preservación de arquitectura se saque del centro el mismo concepto de preservación. Bluestone propuso preservar lo que es culturalmente importante, no concentrarse sólo en “el gran estilo y la obra maestra” y tener más flexibilidad a la hora de permitir cambios. El profesor, con gran ironía, terminó criticando la “preservación de las ventanas” y reinvindicando la “libertad” de cambiar edificios.
Con lo que, después del café, hubo un debate abierto y preguntas. La conclusión del público y de los polemistas fue que, para variar, la cosa pasa por el contexto. En una ciudad como Nueva York, donde se puede caminar kilómetros y kilómetros viendo conjuntos de fines del siglo 19 y 20 en mayor o menor grado de conservación pero sin disrupciones, cambios de alturas ni picardías con el código, resulta entendible el llamado a la flexibilidad. Pero en una Buenos Aires laxa, amiga de la piqueta y locamente despareja, el rigor es una necesidad. El público participaba de la polémica o preguntaba de acuerdo con la situación de su rincón en el mundo, con algunos confesando estar acosados por los desarrolladores y otros tranquilos, pensando en permitir más cosas.
Pero hubo un argentino que se fue pensando en qué agradable debe ser tener el problema de que se respeta la ley y por lo tanto hace falta debatir tener que cambiar la ley. Debe ser lindo vivir así.
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