Lo que queda de la casa del poeta se está degradando porque el gobierno porteño no cumple con el fallo de reconstruir lo que demolió.
› Por Sergio Kiernan
Los vecinos de la Comuna 14 encontraron una frase perfecta para definir la situación de la tapera que fue hasta hace poco la casa del poeta Evaristo Carriego: “Mientras los abogados del Gobierno de la Ciudad malgastan nuestros recursos utilizando cuanto vericueto legal encuentran para retrasar el cumplimiento del fallo que les ordena reconstruir la casa, la maleza avanza sobre las baldosas”. Como se ve en la foto, tomada desde un balcón vecino, los yuyos tapan los pisos de la casa. No es el patio, sino los interiores a los que les demolieron los techos y ahora vuelven a su estado natural, de pampa.
La destrucción de la casa de Carriego, en Honduras a metros de Coronel Díaz, arranca en septiembre de 2012, cuando el ministerio de Cultura porteño anunció una “restauración” del pequeño edificio, sede de una biblioteca especializada en poesía. La casa es vieja, de más de un siglo, y es de ese estilo criollo italianizante que alguna vez fue el mismo tejido de esta Buenos Aires y ahora es una rareza de especialistas. Es una casita modesta, de zaguán y patio, ambiente al frente, un par de piezas para atrás, baño y cocina, una escalera y un cuarto de altos. Materialmente, es todavía más modesta, con barro y cal como cementos, viguerías de madera y techos de ladrillo apoyado, cubiertos con chapas. Apenas el ambiente del frente mostraba el lujo de un cielorraso de yeso, con alguna moldura.
Los que vieron arrancar la obra y se enteraron de que no era una restauración fueron los vecinos de esa zona de Palermo. Rápidamente quedó en claro que la iban a demoler casi completamente y le iban a agregar un piso completo, asomado groseramente sobre la calle, cosa de que todos se enteraran. Los vecinos realizaron un abrazo, luego otro, y finalmente presentaron un amparo, que fue rechazado. Ahí la cosa se puso complicada, porque apelar un amparo no es fácil ni rápido, con lo que tomó un año que la Justicia volviera a decidir. En ese año había desaparecido ya casi toda la casa y lo que quedaba era un obrador, lleno de bolsas de cemento y materiales.
Fue entonces que tomó el caso el juez Víctor Trionfeti, que hizo algo muy duro para los dependientes de Hernán Lombardi, el empresario turístico que hace las veces de ministro de Cultura de Mauricio Macri. Lo que hizo el juez fue pedir explicaciones, visitar en septiembre de 2013 el lugar, escuchar a los vecinos y comparar la licitación de obras con la catalogación de la casa. Lo que escuchó el juez de los funcionarios –inolvidable, la directora de Bibliotecas municipales– fue una serie de argumentos atendibles para hacer obras nuevas, pero no para intervenir en cosas patrimoniales. Los vecinos le señalaron una y otra vez que eran perfectamente felices con la biblioteca como estaba, y que la obra planeada era una demolición casi total bajo otro nombre.
Trionfeti no sólo hizo lugar al amparo, sino que ordenó la reconstrucción de la casa a su forma anterior, con el detalle de ordenar el uso de materiales originales o compatibles. Esto de prohibirles el hormigón a los municipales les dolió, en parte porque ya no saben construir con otra cosa y tendrían que buscar mano de obra “especializada”. El juez, sin embargo, estuvo a la vanguardia en las ideas de administración del patrimonio: su fallo es exactamente lo que diría, código en mano, un colega inglés. La Ley de Patrimonio británica, las europeas en general, ordenan absolutamente reconstruir lo que uno rompe con los materiales originales.
Por supuesto, el macrismo ofendido no hizo nada de esto y da largas. Como explicaron los del Consejo Consultivo de la Comuna 14, invierten en abogados para apelar, mientras la casa se va cayendo. El frente está como precintado por una enorme chapa de acero, ya cubierta de grafitis, y los interiores van camino al yuyal. Es un truco muy común de los especuladores, y una vergüenza en el caso del Gobierno de la Ciudad.
Para tratar de mover la situación, el Consejo Consultivo convoca para un festival mañana a las 16.30 en la puerta de la casa, Honduras 3784. Ya queda en claro que sólo los vecinos pueden salvar, como en tantos otros casos, este patrimonio.
Para que no se diga que todas son malas y el color de los lentes con que se mira todo es sistemáticamente negro, hay que comentar positivamente dos obras del Ministerio de Espacio Público. Ambas son pequeñas, pero demuestran que cada tanto hay un destello de sentido común, un poquito de cordura en las obras de este gobierno porteño. El primer caso es en la desangelada plaza Mujica Lainez, un lote de esquina en Vicente López y Junín que se enfrenta al feo shopping de Recoleta y está en diagonal con la única esquina que tiene el cementerio. La Lainez es un hueco producto de una demolición y, curiosamente, es una plaza elevada como un terraplén. El diseño original, pre-Macri, era un verdadero catálogo de tonterías: acceso elevado por la esquina, una pirámide penosa forrada con cuadraditos de piedra negra, escaleras por todos lados, un ambiente hostil y una verdadera colección de ángulos ciegos.
Por supuesto, la plaza era un peligro y un aguantadero, un lugar que nadie en el barrio frecuentaba y que las rejas de seguridad terminaron de transformar en una especie de patio de comisaría. La obra actual optó por abrir la vista, creando un panóptico al reemplazar el acceso con una rampa que lleva la vista hacia arriba y permite ver el espacio entero de una vez. Voló la pirámide berreta, se rehízo el patio de juegos y hasta se mantuvieron las farolas de hierro tradicionales, que no fueron reemplazadas por las chinas que ahora ponen por todos lados. En suma, una intervención profesional, mínima y atinada, como cada vez se ve menos.
Algo así ocurrió en el Jardín Botánico, donde se restauraron algunas de las fuentes del bello diseño de Thays. Este parque es muy chico para su función de coleccionismo y enseñanza –los botánicos suelen tener muchas hectáreas y los más hermosos, como el de Ciudad del Cabo, son verdaderos campos– con lo que resulta un bosque urbano, denso y cargado. Todo lo que contiene es casi perfecto, desde su edificio principal hasta sus invernaderos de hierro, pasando por sus esculturas y sus bancos a la sombra. Ahora que Buenos Aires es una ciudad turística, el Botánico está en todos los recorridos y se escuchan idiomas y acentos de todo tipo.
La perfección estética de esta creación de Thays frenó las fantasías del macrismo, que no se animó a cementar senderos y cambiar farolas, como les hace a todas las plazas. Con lo que se puede todavía caminar por senderos de polvo de ladrillo y se restauraron algunos rincones muy abandonados. Muy bien todo, excepto que la campaña de prensa oficial hizo pensar que habían restaurado el jardín entero –“el Botánico como hace años que no se veía” fue una de las consignas– y no apenas algunos rincones maltratados.
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