Sábado, 4 de julio de 2015 | Hoy
Por Horacio Feinstein
Las ciudades contemporáneas se caracterizan por un ritmo de vida acelerado. Buenos Aires no es excepción a ello como tampoco lo es en materia de renovación edilicia: nuevos edificios, nuevos pobladores, nuevos artefactos. Las veredas se pueblan de calefones, computadoras, cocinas, colchones, bañaderas y sillas usadas que fueron cambiadas por nuevas. ¿A dónde van a parar estos artefactos y muebles? Algunos se los llevan los cartoneros, limitados por el peso, que cargan a pulso. Pero a los más grandes y pesados es difícil encontrarles destino, a no ser... el “botellero”. Es un personaje de otras épocas pero del cual todavía queda algún ejemplar, que suele transportarse en camioneta, con un parlante en el techo con el que ofrece comprar y llevarse todo tipo de artefacto.
El botellero no sólo presta una función social intermediando entre grupos sociales diversos, sino que tiene un estimable valor ambiental ya que posibilita que la vida útil de los artefactos y otros residuos voluminosos se prolongue y no vaya a parar, por lo menos en lo inmediato, al “relleno sanitario”. Hace unos cuantos años, los botelleros fueron expulsados de Buenos Aires por la ordenanza que prohibió el transporte de carga a tracción animal en la ciudad. Hoy día pareciera más que sensato estimular su presencia y actividad (sin animales de carga) por el “servicio ambiental” que prestan al conjunto de la sociedad. Quién dice que en un futuro no demasiado lejano los botelleros no sean pagados por el presupuesto de gobiernos que, interpretando bien la Ley Basura Cero, en lugar de contribuir a las arcas de grandes empresas de higiene urbana que no se interesan en ese servicio de acarreo porque es de reducida utilidad, lento y trabajoso.
¿Paradoja del siglo XXI? No, apenas un poco de sentido común para resolver una necesidad urbana actual.
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