Sáb 18.07.2015
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Nimiedades

› Por Jorge Tartarini

nCreo que era el dueño del bar de la esquina de Callao y Lavalle. El lugar ya cerró, pero cada vez que paso por allí lo recuerdo. Delgado y ya entrado en años, salía a la vereda e iba hasta la columna de alumbrado con una espátula metálica en la mano. Su rutina era tan simple como efectiva, sacar la pegatina sin fin de avisos que la iban cubriendo día a día.

En algunas ramblas de La Plata, las de las diagonales que atraviesan el centro y sus barrios, junto a la cada vez más pobre forestación fundacional y especies sucedáneas de dudoso parentesco, en ocasiones se ven pequeños grupos de flores y plantas de jardín. Y no se trata de elaborados espacios con cañas de bambú, piedras, papiros, sino más bien malvones y pensamientos, con gomeros, filodendros y gorras de vasco, con algún enano de jardín. Se nota que algunos vecinos optan por prolongar el jardín de la casa en lo público, quizás con intenciones de embellecerla, o simplemente apropiarse de un trozo de verde que no pueden gozar dentro de su parcela. Una especie de extensión del yo en la vía pública. Dos actitudes, dos formas de entender lo del otro, lo de todos.

En sus charlas, un profesor de esos que entusiasmaba con sus alegatos a favor del patrimonio, no dejaba de alertarnos sobre las destrucciones que había esparcido por las ciudades la afirmación de un yo, egoísta, desmedido, divorciado del bien común. Y siempre nos citaba el caso de aquel hombre de una pequeña localidad uruguaya que, al decidirse pintar la fachada de su casa, primero se cruzó hasta la casa del de enfrente para preguntar a su vecino si le gustaba el color que había elegido. Una consulta casi natural, si se piensa que este señor debería convivir con ese color cada día que saliera de su hogar por el resto de sus días.

Se cuenta que en una aldea de Oriente, ante la irremediable destrucción del hogar donde una familia había vivido por generaciones, el padre reunió a sus hijos para que realizaran esta tarea con sumo cuidado, desmontando pieza por pieza, para de esta manera comprender mejor el esfuerzo y el sentir que había guiado a los ancestros al levantar aquella construcción.

Entender, valorar y respetar el espacio de todos nos cuesta horrores. Frente a él, durante mucho tiempo nos hemos comportado como extraños, como pasajeros de un hotel con servicio de habitación a cargo de todos nuestros dislates. Poco hemos aprendido de las sabias lecciones de quienes con gestos simples estaban dejando un legado que, lejos de principio inmutable en el tiempo, sólo requería su transmisión y reelaboración a nuestros tiempos. Una de las claves de la permanencia de las tradiciones del ayer en el hoy, desde una mirada que las ponga frente a la realidad latinoamericana actual.

Volvemos, con estos temas, a la relación entre cultura, identidad cultural, patrimonio y de-

sarrollo comunitario, a la que nos referirnos al adentrarnos en el mundo de los poblados históricos. Una vinculación que desde luego no se aplica solo a ellos. La cultura como eje de referencia de una persona, que vertebra, da unidad y dinamismo al resto de sus dimensiones, constituye uno de sus derechos fundamentales, de sus tradiciones, sistemas de valores y creencias. A tono con las pinceladas de este relato, debería agregar que, por fortuna, la cultura y el patrimonio así entendidos tienen de nimio * poco y nada.

* Se dice de la cosa inmaterial que tiene muy poca o ninguna importancia.

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