Sábado, 8 de agosto de 2015 | Hoy
Por Jorge Tartarini
Tiritando al sol, así había quedado un amigo luego de conocer aquel hospicio. Una experiencia riesgosa, reservada a unos pocos. Su director había sido CEO de un importante grupo inversor que operaba en todo el globo, tristemente célebre por su celeridad a la hora de demoler, sobornar y hacer caja renovando áreas, barrios, conjuntos, pueblos y ciudades históricas. El fulano gozaba con el manejo despótico que hacía del lugar, y no mostraba atisbo alguno de humanidad con sus internados. Recordaba a Jessica Lange en el loquero de American Horror, y también al sádico cirujano que la secundaba, un personaje con tics del abominable Mengele. Todo era así en aquella isla, desde los gélidos y oscuros ambientes, hasta el personal de enfermería, casi robotizado. Una especie de Alcatraz pero no para delincuentes sino para personas que, al final de sus días, habían ido a parar allí por defender el patrimonio. Era la venganza de tanto negocio perdido, de tanta dialéctica vana gastada para convencer a esas personas que se aferraban a sus ideas, antes que a sus intereses. Había que hacerles pagar de alguna manera y de allí la idea de raptarlos y confinarlos hasta su partida de este mundo en una especie de Guantánamo para patrimonialistas. Es curioso, pero la tortura de estar allí no se manifestaba en falta de medicamentos, comida y albergue. Eso hubiera sido muy pueril para los cerebros que habían diseñado la reclusión. Ellos se reunían trimestralmente en un piso de las torres Torres Petronas, para ver los videos de los tratamientos, en medio de abundante comida, variedad de bebidas y música salida de la Naranja Mecánica. En su mayoría eran inversores llegados de los 5 continentes.
Las reglas de convivencia –o, mejor dicho, de supervivencia– establecidas en el hospicio eran claras. En primer lugar, ningún internado podía hablar del pasado, del suyo y en general. No se aceptaban nostalgias de ningún tipo, aún las leves y moderadas. Nada de encariñarse con objetos personales y prohibición total de mascotas. Las actividades lúdicas permitidas sólo eran juegos de mesa y de vez en cuando algo de playstation, con temas como: “Demuele tu propia ciudad”, “Mandamientos del inversor exitoso”, “Mis ladrillos, reloaded”, etc. En la biblioteca los internados o preservacionistas (“preservativos”, como socarronamente les decían los guardas) podían consultar las “Obras completas de Donald Trump”, “Aprendiendo de Dubai”, “Yo tengo un sueño. Autopistas de Buenos Aires”, “Grafitis en edificios históricos. 100 Nuevas ideas”, así como antologías de rimas y aforismos sobre patrimonio de destacados artistas, modelos y deportistas.
En el gimnasio las cosas no iban mejor. Las bici y cintas aeróbicas se ubicaban frente a enormes gigantografías con imágenes de ciudades históricas bombardeadas y un catálogo de contrastes de cosas que fueron y ya no son, de todo calibre. En tanto que los cielorrasos se encontraban primorosamente decorados con rostros de gente desfigurados por el dolor, frente a la destrucción de sus hogares y lugares más queridos. Una especie de Guernica del patrimonio.
Dicen que hubo más de un intento de fuga. Pero, al igual que los suicidios, estaban perfectamente controlados. La idea era prolongar el sufrimiento lo máximo posible. Algo que se iniciaba desde el primer día del interno, cuando le daban un mameluco amarillo con el logo de una conocida empresa cons/destructora a su espalda, como única indumentaria.
También hubo incursiones, intentos de quienes desearon impedir semejante martirio. Pero, lanchas torpederas, submarinos de bolsillo y helicópteros artillados dejaron más ahogados que los tsunamis asiáticos.
Debieron pasar muchos años para que la pesadilla comenzara a desvanecerse. El primer paso fue un atentado aéreo contra el piso de Las Petronas que destruyó totalmente la sede del mal. El siguiente fueron las bombas alquitranadas sobre los hoteles con canales venecianos y poblados españoles en Las Vegas y, casi a la vez, en cada uno de los parques temáticos desparramados en todos los continentes por grupo inversores afines. No fue menor la tarea de un hacker que difundió el listado de todos los políticos, funcionarios y pseudopreservacionistas, que por acción u omisión habían contribuido a la inexplicable demolición de áreas históricas y a la existencia de aquel centro de reclusión en la isla.
Un día, casi como por milagro, comenzaron a aparecer los internados, de a uno y solos, en medio de las grandes ciudades. Y decidieron seguir con lo suyo, que era aquello de cuidar el patrimonio. Ahora, a los malos de siempre se sumaba un fundamentalismo que destruía culturas milenarias. Sabedores que por sobre las piedras antiguas estaba la vida de las personas, comenzaron a hacer lo posible por salvar lo que quedaba, siempre pensando que algún día la guerra terminaría y que esa gente, sin los vestigios de su pasado, quedarían doblemente traumatizadas.
Mientras que con Unesco encaraban esta dura tarea, el ex CEO y director de la isla, se reconvertía en gerente de un resort 5 estrellas levantado sobre las ruinas del viejo hospicio antipatrimonial.
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