Sábado, 14 de noviembre de 2015 | Hoy
Esta semana, la Biblioteca Nacional recuperó un sector de su sede simbólica en la calle México y presentó un proyecto de restauración del maltratado y hermoso edificio.
Por Sergio Kiernan
La ministra de Cultura Teresa Parodi dejó en marcha este jueves un proceso que es de justicia y de sentido común. Por su orden, la biblioteca que dirige Horacio González abrió su Anexo Sur Borges-Groussac en el primer piso del edificio de la calle México, el que tuvo por casi un siglo y que para tantos sigue siendo su verdadera cara. El proyecto es modesto e involucra las cinco habitaciones que dan al frente, un par interiores y el pasillo de circulación al que se accede por la bella escalinata principal. Cuando se termine la restauración, los visitantes se encontrarán con dos ambientes con exhibiciones dedicadas a Paul Groussac y a Jorge Luis Borges, una sala de lectura y una de referencia sobre la obra de Borges. Y también podrán asomarse al glorioso salón de lectura, el de la cúpula y los ornamentos simbólicos, que todavía exhibe vacíos cientos de metros de estanterías.
El edificio de la calle México es el tercero en la saga de la biblioteca y se llenó de libros por la testa dura del francés Groussac. En 1810, la pequeña colección original de libros se alojaba en un ambiente del Cabildo y sólo ya crecidita se mudó a la Manzana de las Luces, a un edificio en el que realmente no cabía. La cosa podría haber seguido así, con una de las instituciones más viejas de la República mal alojada, sino fuera por Groussac, su director, que tenía un carácter fuerte. El francés rogó, amenazó, lobeó y consiguió soplarle a la Lotería Nacional su lujosa sede de la calle México, en la que la gran cúpula cubría oficinas administrativas y el salón de atrás, con tribunas, servía para hacer en público los sorteos. La Lotería se terminó mudando a un no menos lujoso edificio en la calle Santiago del Estero (también muy necesitado de una restauración) y el palacio en San Telmo fue adaptado para la biblioteca.
El edificio es de un neoclacisismo impecable, con lo que no sorprende que su autor haya sido el ingeniero militar Carlos Morra, marqués de Monterocheta, un fan y un conocedor de ese lenguaje. Morra llegó a estas costas en 1881, a los 27 años, dio su examen de equivalencias y comenzó a enseñar artillería, balística y fortificaciones en la Escuela Militar y luego en la Naval. A la vez, fue designado arquitecto del Consejo Nacional de Educación y en apenas dos años firmó 23 escuelas, entre ellas la Roca de Tucumán y Libertad, un templo griego del saber. El señor marqués era un hiperactivo que escribió libros sobre construcción militar, diseñó muchas residencias particulares, cuarteles y polvorines, y hasta creó un sistema de tipologías para edificios educativos con distintos tamaños y recursos según la ubicación y la escala.
Con lo que la biblioteca ganó en la mudanza un piné, un lujo e imagen que antes no tenía, pero no solucionó el problema del espacio. Toda biblioteca tiene siempre ese problema, inherente a una colección dinámica y múltiple, pero las que asumen el rol de colecciones nacionales lo tienen multiplicado por ser repositorios. El palacio de la calle México transmite magníficamente la importancia de una biblioteca, pero ni desde el primer día tenía la enormidad necesaria. La decisión de 1960 de crear un nuevo edificio, cosa que ocurrió apenas en 1997, le proveyó a la colección su primera sede con al escala adecuada, al costo del horror metafísico del diseño brutalista.
Lo que nunca se terminó de entender fue por qué se cerró la sede de México y se la usó para emparchar la falta de edificios propios de otras instituciones culturales. Es curioso que en una ciudad tan enorme como Buenos Aires, la Nacional no tenga varias sedes, algunas especializadas y otras simplemente más cercanas a sus lectores. Pero más allá de estas ideas de fondo, la realidad fue que la mudanza aceleró el deterioro del edificio, que llegó a un punto crítico.
Con lo que alegra el comienzo de una restauración que selló techumbres y se está concentrando en la vieja sala de reuniones del primer piso, la de la boisserie de lujo, la chimenea, el cuadro del holandés lector y el empapelado con palmeras, que no es el original –reemplaza al marouflage de Groussac– pero ya es parte de su imagen. El ambiente es muy especial, con un cielorraso de encofrados a la italiana polícromos que sufrió humedades graves, y se destaca entre la sencillez de los otros cuatro que ya recuperó la bliblioteca. Cuando se termine esta primera restauración se podrá entrar al gran hall repintado en 1997 –bien repintado, pero no restaurado– y subir por la escalinata, que enamora con sus juegos de espacios y su espectacular baranda con globos de bronce. Los restauradores ya recuperaron las luminarias originales y despejaron los sucios vitrales de las complejas lucarnas, joyitas del diseño inspiradas en piezas mayores italianas que vale la pena mirar con detenimiento. Una gran puerta de doble hoja permitirá asomarse desde el primer piso al salón de lectura, una visión imperdible. Y por supuesto, se podrá leer a y sobre Borges, el director de la Biblioteca más famoso.
¿Y el resto del edificio? La prudencia y la buena leche indican que no se va a echar a nadie pero la idea es recuperarlo gradualmente, ayudando a los vecinos recientes a mudarse a sedes propias. Con lo que se puede soñar con hacer algo que hace muchos años que nadie puede hacer: entrar a la sala bajo la cúpula, la de los magníficos ventanales dioclecianos, alzar la mirada y ver las estanterías llenas de libros, y leer. Que de eso se trata.
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