Sábado, 28 de noviembre de 2015 | Hoy
Por Jorge Tartarini
Entre 1830 y 1960 llegaron a la Argentina alrededor de 3.500.000 personas provenientes de casi todas las regiones de Italia. A su llegada a estas tierras, los italianos establecieron vínculos profundos y perdurables con nuestro país, hoy presentes en múltiples aspectos de nuestra vida cultural, social y económica. Esta peculiar relación tuvo en el terreno de la arquitectura un poderoso vehículo de expresión que permitió plasmar obras de excepcional calidad. Desde la tradición del albañil peninsular, que dejó el sello de la refinada calidad artesanal italiana en pueblos y ciudades, hasta creaciones impares de arquitectos formados en los principales centros y academias de Italia.
En los primeros años del siglo XX, los estilos antiacademicistas –en sus modalidades Art Nouveau, Liberty y Floreale– estuvieron representados por magníficos arquitectos y artesanos italianos, como Virginio Colombo y Francisco Gianotti, con sus trazados libres y estilizados, casi fluidos, sus motivos vegetales con variedad de hojas y flores, la predilección por suaves tonos verdes, amarillos, lilas en la decoración, y también su favoritismo por ciertos materiales como el hierro, el vidrio, las mayólicas, y juegos escultóricos sobre las fachadas. Próximo a las creaciones de este estilo, pero en combinaciones propias y de difícil filiación, se encuentra la obra de Mario Palanti. En la producción de éstos y otros arquitectos antiacadémicos se aprecia una condición común: el diseño total de la obra, desde sus menores detalles constructivos, decorativos y ornamentales, artefactos, equipamiento interior, etc.
Francisco Terencio Gianotti había nacido en Lanzo, un pueblo próximo a Turín y, tras residir entre 1899 y 1906 con su hermano Juan Bautista en Bruselas, pasa luego a Milán, graduándose en la Academia de Arquitectura y Bellas Artes de Turín. En 1910 colaboró en el montaje del Pabellón de Italia en la Exposición del Centenario. En 1912 proyectó la Galería Güemes o Pasaje Florida. En el subsuelo, tenía un teatro, un cabaret y un restaurante; pisos de vivienda que daban a Florida y pisos de oficina sobre San Martín; en la terraza del piso 14, otro restaurante, con mirador. Gran impacto causó la combinación de iluminación natural y artificial de la bóveda y la broncería del pasaje, también presente en los escaparates las puertas de los ascensores. En 1915 Gianotti sorprendería a la ciudad con otra gran realización, la Confitería del Molino, un catálogo de formas Art Nouveau, presentes en el diseño de los vitrales multicolores, los mosaicos opalinos, los bronces en los capiteles de las columnas, las cerámicas al oro en la mansarda, la herrería, los artefactos de iluminación y su cúpula de esquina con cuatro aspas giratorias, emblema del establecimiento.
La Confitería del Molino, que en estos días ha ganado los medios y la opinión pública por motivos conocidos, a la vez que testimonio histórico del Buenos Aires de 1915 y obra arquitectónica ejemplar, también es un merecido tributo a la acción desplegada por profesionales, técnicos y artesanos italianos en nuestro país durante más de tres siglos.
Un legado cultural enorme, que se extiende a infinidad de huellas, presentes en los hábitos, usos, costumbres y estilos de la sociedad argentina. Una presencia que, con el paso del tiempo, se ha hecho tan nuestra como italiana en su origen. Y que Fernando J. Devoto, un especialista del tema, resume sabiamente al afirmar que “nada es específicamente italiano en la Argentina, pero casi todo de algún modo lo es”.
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