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Sábado, 26 de marzo de 2016

La ciudad privatizada

Una reflexión sobre la ola de ventas de terrenos, sus consecuencias para los vecinos y la lógica del dinero que la impulsa.

 Por Sergio Kiernan

En este mundo hay pocas verdades evidentes, pero una es que las ciudades son nuestra mayor creación. Todo lo que viene a la mente cuando se hacen estas listas confesamente tontas se originó en las ciudades: la escritura y el arte, la política y los impuestos, el Estado y sus insatisfechos. Desde la contabilidad a la música de cámara, siempre se termina hablando de creaciones urbanas. Con lo que pensar las ciudades de modo mínimamente orgánico, que es la única manera práctica de hacerlo, termina en el humanismo. Trazar autopistas, zonificar barrios, discutir densidades, vender o comprar espacios verdes, todas son cuestiones prácticas que terminan medio perdidas si no se tratan pensando la ciudad como escena de nuestra cultura. Como escena de nuestra humanidad.

Por supuesto, los especuladores niegan estos de modo absoluto y ponen caras de adultos que saben de la realidad cuando se les señalan estas complejidades. En general, son gente de cabotaje que sólo sabe de dinero y que cree que los resultados de sus hazañas –apiñamiento, crimen urbano, suciedad, marginalidad– son problema del gobierno que no sabe lo que hace. Para peor, creen que lo único que se puede hacer con una ciudad es dinero, explotarla con el mismo business plan con el que se tala el Amazonas, en un capitalismo salvaje en el que el FOT ilimitado es libertad.

Pero así como el Amazonas se puede morir y asfixiarnos a todos con su muerte, las ciudades pueden morirse también. Con lo que hace falta un pensamiento más complejo para evitar estos males, pensamiento como el que está creciendo en Italia, tierra de ciudades bellísimas rodeadas de periferias horrendas y con especuladores que dieron lugar a una nueva etiqueta: berlusconismo inmobiliario. Entre las cabezas más lúcidas está Salvatore Settis, un arqueólogo e historiador del arte que dirigió el Getty Research Institute de Los Angeles y preside el consejo científico del museo del Louvre, entre otros cargos. Settis es un hombre complejo con una mirada compleja sobre las ciudades, los que las habitan y su rol en formarnos.

Su libro más reciente arranca con un título inquietante: Si muere Venecia. Pero el libro no es sólo sobre la hermosa Serenísima sino sobre el problema en general. La misma tapa del libro lo explica en un párrafo destacado que dice “Las ciudades históricas están siendo infiltradas por una falsa modernidad, la del robo, la del olvido de sí mismas. Venecia es el ejemplo supremo de esta amenaza y de las soluciones posibles. Debemos recuperarles el alma, reivindicar el derecho a la ciudad”. Y esto es un pensamiento urgente, porque Settis empieza su libro explicando cómo pueden morirse las ciudades.

Resulta que hay tres maneras. La primera es la más chapada a la antigua, la de Cartago, que es cuando un enemigo despiadado la invade y la destruye hasta borrarla. La segunda fue muy común y no es tan rara hoy en día, con un enemigo que ocupa la ciudad y desplaza su cultura, su lengua, sus dioses y costumbre para rehacerla a su medida. A Bagdad, la capital más antigua del planeta, le pasó varias veces y es postulable que le esté pasando ahora. La tercera manera es la más común, la que deja un tendal encontrable en todo el mundo y en particular en el Tercer Mundo. Es cuando la ciudad muere porque sus habitantes pierden la memoria y sin darse cuenta se transforman ellos mismos en extranjeros y en enemigos de su propia ciudad. De San Pablo a Ciudad México, de India a China, los ejemplos son legión. Y es lo que le está pasando a Buenos Aires ahora mismo.

Settis explica que este proceso de pérdida no es rápido, es un Alzheimer colectivo que se desarrolla lentamente y cuenta con nuestra distracción o indiferencia. La amnesia urbana se hace de pequeñas cosas, cada una sin mayor importancia en el enorme contexto de una ciudad, con lo que parece quejoso señalarlas individualmente. Pero igual que con las personas, las ciudades que pierden su memoria terminan perdiendo su dignidad, terminan necesitando ayuda para ir al baño, no se acuerdan ni del nombre de sus hijos, no son más ellas mismas.

En el caso de las ciudades, un motor del proceso es el interés económico de una minoría que cuenta con el apoyo del poder político, la complicidad de profesionales y medios, y un “sentido común” trucho. El proyecto es privatizar lo que tienen de bello, de habitable y de único las ciudades, su calidad, para romperlo y hacer plata. Es una privatización porque lo que tiene de bueno una ciudad, su belleza, fue algo construido colectivamente antes que nosotros, es algo que tiene que ser construido colectivamente por nosotros y deberá ser continuado colectivamente por los que nos sigan. Nada de esto figura en el business plan.

Construir una ciudad bella es una tarea material y concreta, no tiene nada de abstracto. Todo el que conoce su ciudad le conoce sus bellezas, que son combinaciones de construcciones y espacios, de parques y muros, de objetos y espacios. Estas combinaciones son realmente frágiles y la mezcla de forma urbana, estilos arquitectónicos, materiales y paisajes se desequilibra con facilidad: no es complicado arruinar una ciudad, pero sí hacerla hermosa y habitable. Lo que tiene de bueno Buenos Aires, eso en que acierta a ser hermosa, es una combinación de años de decisiones colectivas, públicas y privadas, y de accidentes. Por eso Buenos Aires, como toda ciudad interesante, es única, es amada por sus hijos de un modo particular y es la representación material de lo que la construimos y la habitamos.

Este tipo de noción se olvida rapidito y con más facilidad entre más grande sea la ciudad. Las grandes entidades urbanas, explica Settis, hacen simplemente imposible conocer a la comunidad, como sí es posible en una ciudad chica o en un pueblo. La gran ciudad es escenario del trabajo, del anonimato, de la diversidad, de la movilidad social, del experimento y la reinvención personal, pero también de la soledad, la impunidad, la indiferencia. El sentido comunitario de la gran ciudad es fragmentario y se define por grupos y lugares específicos en los que uno siente que pertenece en el trabajo, en el barrio en que vive y en lugares que suele frecuentar. Es muy difícil preocuparse realmente del conjunto, de lo que pasa en otros barrios, y entender que también lo afecta a uno. Para peor, en las ciudades grandes hay inmensas áreas indiferenciadas, suburbanas, sin carácter y más definidas por infraestructuras como la autopista que por otra cosa.

A Buenos Aires le pasa exactamente esto, con el agregado de que toda la ciudad vieja, la que fue creada con otras reglas que la mera rentabilidad, está siendo devorada por los edificios en altura. Es un proceso avanzadísimo y la cara porteña ya es más de estos departamentos mediocres, carentes de toda intención de arquitectura, que de las casas que le dieron su alma. Lo mismo ocurre con el espacio público, donde las catenarias ornamentales fueron largamente reemplazadas por cajitas prácticas, los bancos de plaza por artefactos torturantes de hormigón, y el sendero blando por un pavimento de hormigón. El mal gusto privado es reflejado por el público, y además validado.

Todo esto es, para Settis, una imitación vanidosa, una idea de modernidad prestada de otros países y mal copiada. La torre, el parque modernoso, la estación de subte cementuda prometen un “parecerse a”, un “vivir como”, internacional pero más tomado de las películas que de cualquier idea coherente. Por así decirlo, no se imita Miami sino el folleto turístico de Miami, con lo que se llega tarde y se llega mal a algo que hicieron otros. Eso sí: la imitación es muy rentable. Esta idea de progreso, de “la ciudad que debe cambiar”, esconde el móvil económico, especulativo. Es una forma arquitectónica creada desde la ganancia y para la ganancia, y es una forma facilonga que resulta ideal para la pereza de los arquitectos actuales. Estos edificios ofrecen pocas variaciones, se insertan de cualquier manera en cualquier lugar, y relevan al profesional de mirar siquiera el entorno.

El berlusconismo inmobiliario tiene reglas bastante claras:

- Se oculta la lógica económica.

- Se habla como si la altura fuera una regla natural, algo indiscutible.

- Se esconde la pregunta más fundamental: ¿se vive mejor en una ciudad vertical o en una horizontal?

- Se usan frases huecas sobre modernidad, competitividad y hasta ecología, citando vagamente el progreso tecnológico en la construcción.

El fenómeno es notable porque consiste en millones de metros cuadrados de ciudad desangelada, materialmente berreta, sobrevaluada y conceptualmente de segunda mano, que se venden como buen vivir, como una nueva forma de vida, como algo mejor que lo existente. Esta mentalidad de bolichero, en parte, convence porque la vivienda propia es el gran capital y el único capital que tiene una mayoría de las personas. El capital es tímido, odia el riesgo, y se concentra en lo que el discurso social le dice que es seguro: “a estrenar”, “gran categoría”, “buena ubicación”. Este miedo comprensible de los que compran justifica donde importa, en la facturación, las ideas flojas de los especuladores. Esto es la base del dogma de que toda construcción que no sea en altura bloque un lote que no se “realiza”, está subutilizado, es un desperdicio de dinero.

En el fondo, este es el motor de la masiva venta de terrenos que planea el gobierno porteño, un gobierno de, por y para los especuladores inmobiliarios. Los terrenos abiertos de cualquier tipo son, para el macrismo y para el larretismo, negocios que no se hacen, desperdicios urbanos, quietismo que contradice la regla de que las ciudades que no se mueven se mueren. Por supuesto, una ciudad no es un tiburón, que se hunde si no nada, pero sí son organismos que exigen movimiento y cambio. La cosa es que el cambio debe respetar el ADN de la ciudad particular y no puede ser un acto de violencia con lo que ya es. Con tanta demolición de patrimonio se sabe qué se pierde, el patrimonio, pero no queda en claro qué se gana, aparte de dinero para el especulador. Y con la venta y construcción de estos terrenos, se sabe que perdemos pulmones urbanos y la chance de hacer parques, pero no sabemos qué ganamos como porteños. Como privatizar estos espacios limita su acceso a los que pagan, sea una entrada, sea un consumo o sea una propiedad, uno sospecha que de ciudadano se termina en cliente.

Settis tituló su libro con Venecia por dos razones. Una es que toma a la Serenísima como ejemplo de ciudad entre ciudades, como algo realmente único. Y otra porque ya van años que tratan de rodearla de supertorres como las de Puerto Madero, del lado de tierra firme y del lado del mar, sobre la península que crea la laguna. El contraste entre lo que es y lo que se quiere hacer, entre el ADN veneciano y la modernidad importada, es tan brutal que sirve de ejemplo universal. Entre nosotros es más sutil, pero es igualmente berlusconismo inmobiliario.

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Imagen: AFP
 
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