Sábado, 7 de mayo de 2016 | Hoy
Dublín mantiene su identidad y su patrimonio con un sistema de planeamiento urbano honesto que consulta a sus comunas y no permite que se hagan torres por todos lados.
Por Sergio Kiernan
Un costo de esto de defender el patrimonio edificado es que cada vez que se habla de cómo se lo cuida en otros pagos, siempre pero siempre hay alguno que dice “qué querés, es Europa”. La pajaronada viene tanto de especuladores, de sus justificadores intelectuales y de pajarones vulgares y silvestres, de los que creen que los europeos son “cultos” y nosotros no. Es por eso que conviene citar los tantos ejemplos peruanos, brasileños y sudafricanos en materia de buena práctica, y conviene también sacarlos de su registro mental de París y Roma, rumbeando para ciudades menos asociadas a la conservación. Después de todo, para algo tenemos a Budapest o San Petersburgo. O, por caso, a Dublín, la capital irlandesa que mantiene su carácter pese a tantos “emprendedores” y donde hay una fuerte discusión sobre zonificaciones y alturas máximas que, a la porteña, enfrentan a vecinos y diversos cuerpos municipales y regionales. Ver cómo se hacen estas cosas por allá puede ser interesante para los que vivimos en estas pampas.
Dublín es, a escala porteña, una ciudad pequeña, pero sería sin problemas una capital sudamericana o regional con su millón de habitantes, sus puertos –local y de aguas profundas– y sus interminables suburbios residenciales. La ciudad vieja se estira a lo largo del río Liffey hasta su desembocadura y está perfectamente demarcada por un gran óvalo creado a fines del siglo XVIII por el Canal Real, al norte, y por el Gran Canal, al sur, dos vías artificiales para conectar la ciudad con el interior y con el cercano río Shannon. Los canales, con sus filas de árboles plantadas hace dos siglos largos y sus caminos de sirga, funcionan como verdaderos parques lineales y el del sur, en el lado más residencial y elegante de Dublín, es una belleza de verde, agua, puentes y esclusas victorianas que abunda en flamantes bares y restaurantes.
Quien se mueva dentro de este óvalo estará rodeado mayoritariamente de dos arquitecturas, la georgiana del siglo XVIII y la victoriana del 19, con bastante transición de la Regencia y alguna que otra pieza anterior, del 17, que hay que buscar con buen ojo bajo las remodelaciones victorianas. Es un paisaje urbano de ladrillo visto y de piedra, con poco símil piedra –Irlanda abunda en buenas canteras– y una infinitud de herrerías de dar envidia. Sólo el trazado de las calles más viejas, en la zona de Temple Bar, indican que Dublín es vieja de mil años, y sólo algún resto arqueológico y partes del Castillo de Dublín exhiben la Edad Media irlandesa.
Con lo que el trazado urbano local obedece al primer urbanismo de la Ilustración con su manía de las calles rectas y su negocio de lotear granjas suburbanas creando una plaza, trazando sus calles y vendiendo parcelas regulares. En varios casos, los especuladores de la época hasta creaban reglamentos estéticos, obligando a construir a la misma altura y con los mismos materiales para lograr un efecto de unidad formal. En casos como el de Upper Mount Street, hasta se creaba una isla para un edificio público que funcionara como punto de fuga y ancla del conjunto. Como se ve en la foto de la tapa, en la Upper Mount se construyó ese deleite de iglesia universalmente conocida como el Pimentero.
Esto del georgiano irlandés arrancó con la calle Henrietta, en el lado norte, que con su visible pendiente ayuda al sentido de elevación y con un magnífico palacio público en piedra tiene un remate glorioso. La Henrietta no es tan pareja como el entorno de la calle Parnell, diseñada con una regularidad perfecta, porque su arranque comercial fue más accidentado y lento, ya que la idea de una calle desarrollada de la nada era una novedad. Con el cambio de eje social del norte al sur, la calle se transformó en una sórdida colección de conventillos con uno de los mayores índices de hacinamiento jamás vistos. Uno de los símbolos de Irlanda como país más próspero y socialmente responsable fue sacar a esas familias de la Henrietta y darles una vivienda digna. La calle es hoy una mezcla de edificios a medio restaurar y restaurados, y cáscaras medio ruinosas en venta para futuros arreglos.
Pero lo llamativo del asunto para un porteño es ver la ciudad básicamente como era. Es fácil entender que hay áreas que fueron pobres y hacinadas, aunque ahora luzcan prósperas y bien cuidadas, porque los lotes son muy pequeños y las casas mínimas. También no hay problema en leer barrios victorianos de “villas”, casas con jardines y arboledas abundantes, que fueron y son de clase media alta. Y por supuesto resulta familiar la colección de grandes palacios que terminaron en edificios públicos, como la imponente Leinster House, residencia del Duque de Leinster que aloja al gobierno nacional, o la literalmente bien llamada Mansion House, que pasó de ser una de los primeras grandes residencias urbanas a ser la sede de la municipalidad, ya en el siglo XVIII. Ni hablar de palacios diseñados para uso público, como la Aduana, los Four Courts o el Cuartel Collins. Lo que realmente le llama la atención al sufrido visitante es no ver todo esto puntuado por las medianeras de edificios fuera de escala, no ver casas abandonadas esperando demolerlas para hacer torres, no ver carteles corporativos anunciando nuevas formas de vida.
La clave del misterio es múltiple y recorre varias cuestiones. Una, muy importante, es que a los irlandeses no les parece natural vivir en departamentos, formato que asocian más bien con el monoblock de vivienda social. Venderle a alguien en este país eso del piso con ammenities, cochera y bar en la terraza no es fácil, y convencer a alguien que eso es winner y deseable talvez sea imposible. Sólo en las Docklands, el pequeño Puerto Madero de Dublín, tan soso en materia de arquitectura como el nuestro, puede ser posible ese milagro de marketing, pero la mayoría de este país sigue soñando con una casa y un pedacito de jardín. Esto explica que se puedan encontrar añejas ciudades–jardín hacia el norte, de las primerísimas del mundo, y también la interminable cintura de suburbios bobos y mal construidos en todos los rumbos.
Con lo que las alturas constructivas quedan limitadas casi exclusivamente al universo corporativo y de negocios. Lo que lleva a la segunda cuestión, que es la más vale draconiana zonificación que impera en Dublín. Esta ciudad es una alegría de cielos, con una altura promedio de tres a cuatro pisos a la antigua y una gran cantidad de calles muy anchas, una tradición dublinesa que data de 1760, cuando la municipalidad creó una Comisión de Calles Anchas que obligó a abrir avenidas de 46 metros. Con lo que el carácter urbano es luminoso, pese al gris de la llovizna perpetua, y los edificios más altos de la ciudad tienen quince pisos y se concentran en las Docklands y en un par de clusters a un costado del centro.
Todo esto es un dolor en las partes para los especuladores, que detestan que el Concejo Urbano de Dublín haya definido oficialmente a la ciudad como “caracterizada tradicionalmente por sus bajas alturas”. Dublín no tiene un Plan Maestro sino que cada cinco años promulga un Plan de Desarrollo que dura un quinquenio. El último es de 2011 y vence en diciembre, con lo que la cuestión está en pleno debate. Como Irlanda recién está saliendo de una seria depresión económica que arrancó con la crisis financiera de 2008, no hubo proyectos importantes, pero la presión que está recibiendo el Concejo indica que esto está cambiando.
De hecho, la Autoridad Nacional del Transporte, la autoridad sanitaria y otras entidades públicas se presentaron junto a las cámaras privadas a pedir más alturas en más zonas. La zonificación actual sólo permite 16 pisos residenciales y hasta 12 de oficinas en las limitadas zonas modernas, con permisos de hasta siete pisos en algunas otras zonas y de apenas cuatro en los suburbios, sea el uso que sea, con alguna excepción para llegar a los seis pisos en el entorno de las estaciones de bus o trenes. Lo que se pide es permitir hasta 50 metros en nueve áreas más, aunque manteniendo el prurito de que cada concejo barrial –el equivalente a nuestras comunas– debe aprobar cada obra en particular, como para cuidar el contexto local.
Los argumentos de los especuladores son los mismos que por aquí: que la ciudad puede perder competitividad o que no se puede “realizar el potencial” de los lotes vacíos. Uno, sin embargo, es creativo: que no se puede garantizar la salud pública porque no se permiten hospitales-torres, cosa que le pasó a Salud Pública en 2012 cuando le bocharon un proyecto de 74 metros de altura porque iba a alterar el perfil del horizonte urbano. La gran diferencia es que los miembros del Concejo no se dejan impresionar, presionar o comprar, y ya avisaron que van a proceder “con cautela” y viendo “cada propuesta en su contexto”.
Con lo que Dublín parece estar a salvo por un buen tiempo, gracias a la vocación general, a la transparencia en esto de planificar y a cierto gusto por lo que está y siempre estuvo. Como se ve, la base de la preservación es la legislación por la calidad urbana y no la catalogación de piezas o conjuntos, que también existe y es muy estricta.
No siempre fue así, como lo demuestran ciertos bodrios penosos que arruinan joyas como la calle South William –hormigones de la peor calaña– o ese ejemplar del brutalismo de los años sesenta que es la central de ómnibus de Dublín, justo atrás de la majestuosa Aduana de James Gandon sobre el río. El momento en que se hicieron estos desmanes, hoy imposibles, fue muy peculiar: Irlanda estaba empezando a salir de su pobreza histórica en la posguerra, quería mostrarse moderna y buscaba un estilo diferente a las ciudades tradicionales, construidas en variantes de la manera británica. Lo que tardó un poco fue eso de darse cuenta que dejar de imitar a los ingleses para imitar a los norteamericanos no es una idea muy rica en posibilidades...
Al mismo tiempo en que tantos se encandilaban con el estilo internacional, otros decidían salvar el patrimonio. Entre los tantos grupos que surgieron en la segunda mitad del siglo veinte hay uno que hizo escuela, la Irish Georgian Society, que desde 1958 prácticamente inventó el preservacionismo en el país. La actual sede de la sociedad es en la City Assembly House, en pleno centro histórico y en un edificio creado en 1761 como sede de la asociación nacional de artistas, ebanistas, yeseros y arquitectos, que luego alojó al Concejo Deliberante. La casona es una joya, está abierta al público, contiene los archivos de la sociedad y tiene una librería especializada que no para de crecer. Al lado hay un palacio otrora privado, la Powerscourt Townhouse, que hoy es uno de los shopping centers más elegantes del sistema solar: vale la pena entrar sólo para ver las columnas internas.
No es el único lugar que merece andar espiándose. El estilo georgiano era castellanamente púdico en sus exteriores, con muros lisos de ladrillo a la vista y apenas un ornamento en la puerta de entrada. Pero los interiores podían llegar a la belleza con estucos ornamentales de primerísima agua –Irlanda importó legiones de maestros italianos y formó escuelas propias– cielorrasos con frescos y vitralerías increíbles. Lugares como el Museo del Escritor, en la Parnell Square, valen por sus exhibiciones y por la chance de ver lo que fuera hogar de los Jameson, ricos fabricantes de whiskey que crean unos salones de ensueño ornados con musas y artistas. Lo mismo corre para el Museo de la Casa Georgiana, en el 29 de Lower Fitzwilliam St, que reconstruye al detalle, con mobiliarios y objetos cotidianos, la vida de una señora en particular, la primera dueña de esa casa hace 240 años. Este museo, de paso, está en el medio de uno de los mayores desarrollos inmobiliarios de su época, cuadras y cuadras de coherencia bien preservadas en el entorno de la plaza Merrion.
Muchos de estos interiores están catalogados y protegidos por ley, pero muchísimos más son cuidados por vocación, por aprecio y porque valorizan la propiedad. Una sorpresa enorme para el porteño de visita es ver los carteles de inmobiliarias ofreciendo en venta o alquiler edificios antiguos y destacando que son georgianos, que están restaurados y que contienen detalle de época. De paso, esta vocación por la belleza mantiene oficios ya muertos entre nosotros.
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