Sábado, 23 de julio de 2016 | Hoy
OPINIóN
Por Antolin Magallanes
Hace unos días hablábamos de estadios y clubes como espacios públicos, pero hay otras construcciones que a lo largo de su historia fueron trascendiendo hasta convertirse en hechos sociales que también hacen única a esta ciudad, desde las épocas de “La Ranchería”. Nos referimos al teatro, algo que importa a porteños y porteñas, algo que brilla también fuera de su faceta comercial. Basta recorrer las calles en estos días vacacionales para ver el interés que despierta en los locales, en los compatriotas de otras provincias y en los vecinos de nuestra América morena.
El teatro siempre fue pasión porteña, tiene una enorme tradición que fue conformado nuestra identidad, pasó por la colonia, por teatros circenses, contó penurias y hazañas de la pampa, trajo otras historias de allende los mares cuando la inmigración llegaba. Fue fuente de integración para esos enormes contingentes humanos, que acudían en masa a ver obras en sus idiomas, a llorar y reír juntos, a dejar huellas enormes en cada lugar donde se albergaran esos gringos que siempre ponían al teatro vocacional como un elemento de encuentro, de integración y de cultura, anticipando la síntesis que fue el sainete.
La Boca tuvo enormes tradiciones que perviven en el Teatro Verdi de la calle Almirante Brown, en el edificio donde aquellos italianos supieron albergar las obras de los grandes dramaturgos anarquistas, como Pietro Gori, junto a asambleas de los trabajadores. Y en los alrededores del Abasto, que supo ser un calidoscopio de colectividades donde se fue macerando el habla porteña, para ponérsela en la voz a Carlos Gardel. Fue allí donde se afincaron grandes compañías de teatro en idish, con las recurrentes visitas del gran actor Ben Amitraído especialmente para sus paisanos.
Entonces, y con licencia de simplificar, podríamos decir que siempre hubo un teatro comercial en la ciudad pero también estuvo ese otro vocacional, independiente, militante, que por lo general era levantado y sostenido por los propios miembros de las “compañías de barrio”. Cómo no recordar el Teatro Abierto y el incendio del Picadero, que intentó callarlo y solo logró multiplicarlo en los años del frío dictatorial.
Así, hechos no muy lejanos como el retorno de la democracia nos dieron lugares donde apreciar un arte que se quería desembarazar de la historia opresiva; así vimos cómo de la mano de la cultura y la tradición en muchos barrios ese teatro denominado comunitario, como el de Catalinas sur en La Boca o el Circuito teatral de Barracas, fue tejiendo una profunda trama que escenificaba realidades barriales, a la vez que recuperaba territorio. No es una metáfora, estos emprendimientos culturales siempre se supieron fuertes, urdidos en un barrio que era su objeto de intervención y de transformación, porque esto no solo ocurría entre los participantes, sino en las geografías del lugar, nutridas por nuevos espacios y una estética propia que ayudó a recuperar los barrios, a expandir esta hermosa idea de practicar artes a muchísimos de ellos.
Abasto, San Cristóbal y Almagro dieron cabida a otros teatros, como los llamados independientes, con una tradición tremenda en las zonas lindantes al Mercado, que termino hecho un cráter cuando se cerró y el barrio navegó al garete del mercado inmobiliario, generándose una de los más espantosos deterioros de la ciudad. Y cómo el teatro fue a su vez un punto de partida, cuando el tesón y el deseo de esos emprendedores generaron una veintena de teatros en la zona, que transformaron cada maduradero de bananas y frutas, cada depósito complementario al mercado, en un espacio cultural. Así empezó a abrirse paso entre la decadencia y construyó nuevas tramas y sentidos donde la desidia de la planificación urbana había liberado la piqueta. Hoy esa zona que podemos emparentar con la Comuna 3 cuenta con más de cincuenta espacios dedicados a las artes escénicas.
Algún día vamos a tener la verdadera dimensión de lo que aportan estos teatros en estudios, en nóveles dramaturgos, en la recuperación de autores, en gente que entiende de habilidades manuales y hace decorados, electricidad, decorados y, sobre todo, no espera la llegada del estado para iniciar sus actividades, sino que las resuelve. En ese resolver empieza la cadena virtuosa de levantar algún kiosco cercano, de generar un movimiento previsible y seguro en una calle, de que la fondita de la vuelta empiece a agregar mesas en la vereda, a crear el milagro de que otros porteños crucen la ciudad para entrar a un barrio que carece de buena prensa. Y ese hecho cultural genera la pequeña y noble prosperidad sobre la que se va recuperando el cara a cara y la vivencia compartida de la pertenencia al lugar de todos.
Sobre toda esta imparable actividad hoy pende la amenaza del tarifazo, una que pone en riesgo actividades valiosas y las tramas íntimas de los lugares que habitamos y queremos, zonas que nos dan sentido en nuestra dimensión humana, le dan sentido a nuestros barrios. Porque todos estos teatros son un patrimonio genuino y talvez de los más puros. Los que venían poniendo inteligencia y sentimientos en la próxima función están pensando cómo cubrir gastos y deberán tal vez pensar tristemente en trasladar el costo a las entradas, cortar la calefacción, hacer menos funciones, sabiendo que allí se inicia la cadena inversa, cuando alguien ponga entre sus “ajustes personales” la entrada que no va a sacar. La fonda, el kiosco y la bendita seguridad tendrán sus tristes correlatos.
Estos teatros merecen una atención distinta porque son uno de los más grandes patrimonios culturales de esta ciudad. Son los teatros del hacer, del emocionar, del recuperar, de la identidad, de la tragedia y la comedia eterna, la que se vive aquí, entre los que habitamos este lugar amenazado por un tarifazo carente de urbanidad.
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