Preparando el cumpleaños
› Por Sergio Kiernan
Subirse a los techos del Colón es una experiencia doble. Están las vistas inesperadas de la ciudad, sobre todo hacia la plaza Libertad, apreciable como el conjunto de edificios clásicos que quiso ser y casi fue. Y está la presencia física de la cobertura de zinc, con sus 95 años sin mantenimientos mayores, con sus parches y levantamientos, pero básicamente intacta. Si se pudiera sostener una copa llena en semejante cumbrera, habría que levantarla a la memoria de los que construyeron el teatro. Chapeau y ¡otra!
Dentro de cinco años, el teatro –o el teatro– de la Argentina va a cumplir su primer siglo. Estaba llegando cachuzón, alicaído, con mugres y cascaduras, obsoleto en tecnologías, toda una pena para una obra que en 1908 brillaba en todos los sentidos. La ciudad, que es dueña del Colón, empezó un largo y paciente plan para devolverle su esplendor, con 20 millones de dólares obtenidos del BID en 1999. Hay que ponerse la camiseta: al recibir un patrimonio construido en mejores tiempos, se recibe el deber de mantenerlo, aunque cueste en la decadencia. Y cuesta pensar en una pieza más patrimonial que el Colón.
En las etapas sucesivas de la obra volvieron a la vida partes y más partes del teatro. Lo notable fue el master plan de obras, que arrancó con un relevamiento y documentación digital de lo que tenía el Colón, tanto en el sentido de sus dolencias como de sus capitales. Mucho de la obra es por definición invisible al público, como las renovaciones del control climático, cables infinitos y maquinarias escénicas –puentes de luces del escenario, sistemas contra incendios, controles modernos, maquinarias del telón de seguridad.
Pero recientemente se dio por inaugurada una etapa de la restauración literalmente luminosa: parte de la vitralería del gran juego de halls de la entrada, que fue desarmada, limpiada, restaurada y remontada con mejores condiciones de seguridad y en toda su gloria. Son dos vitrales planos –forma especialmente mañera– que campean sobre los pasillos laterales que van del hall de los bustos, en el primer piso, al Salón Dorado, y vuelcan sus luces sobre el hall de la escalinata, entrando por Libertad.
Restaurados por el estudio Subirat, los vitrales fueron desmontados, desarmados y tratados pieza por pieza. El vitral de la derecha –visto como quien sube la escalinata– tenía faltantes: el putto que danza en su centro andaba sin su hombro, su pie izquierdo y su chiripá amarillo. Los restauradores se comunicaron con el taller Gaudín, en Francia, que todavía existe y guardaba en su archivo los grabados originales que sirvieron para trazar los vitrales del Colón. Armados con el grabado, que en su momento fue transferido al vidrio con grisalla, los expertos pudieron rehacer los faltantes. Cada pieza nueva exhibe en el borde de plomo una diminuta chapita que lee R2003, para que se sepa que no es original. Como debería ser siempre, el trabajo fue minuciosamente documentado para futuros colegas.
Arreglar un vitral semejante es una tarea francamente... china. Primero, porque se trata de obras muy grandes, que deben dibujarse numerando cada pieza de vidrio. Segundo, porque el vitral se desarma pieza por pieza, numerando cada cosa. Luego hay que hacer el intrincado sistema de plomos, restaurar o copiar cada vidrio, y volver a montar todo. Para mejor, los vitrales recibieron un refuerzo horizontal, una herrería fuerte que les da integridad estructural pero no se ve, porque sus piezas siguen curvas y líneas de la emplomadura.
La cosa no termina ahí. En el famoso techo resplandecen nuevas claraboyas de protección, blancas y nuevas, con vidrios reforzados y redes de protección y, adentro, una ingeniosa pasarela retráctil de acceso, para limpiar, y las conexiones para un futuro sistema de iluminación nocturna, cosa de apreciar los vitrales cuando el teatro está en funciones y no,como ahora, sólo en las excursiones de la tarde. Que vale la pena hacer sólo para ver la luz maravillada que baja de estas troneras de arte.
Y esta semana se licitó el vitral principal, la cúpula endiablada que hoy se adivina bajo el polvo y que, cuando sea reparada, va a aumentar justamente esa luz sobre la escalinata mayor.
Ya que se habla de los techos, está por comenzar el recambio de la cubierta de zinc, tan gaucha ella que todavía cumple mal que mal su trabajo. Tiene sus parches, tiene sus reparaciones mal hechas con chapa galvanizada, hoy totalmente oxidada, tiene sus remaches levantados por la inclemencia eléctrica de unir hierros con zinc, pero necesita sus arreglos. En un país donde nada se repara hasta que sea demasiado tarde, es de aire fresco que el zinc sea reemplazado –por zinc y no por chapas– antes de que la humedad devore el teatro.
Por otro lado, el Colón expande espacios. En el subsuelo se reparó y preparó el CETC, espacio vanguardista donde se toca a cinco pianos y se hace teatro a escenario redondo. Y ya está lista la cafetería del pasaje de carruajes, acceso diurno al lugar –es de donde salen las visitas guiadas y se compran entradas– y futuro locus de la plaza sobre Viamonte. Esta plaza-escenario al aire libre-paseo público no está, pese a los rumores, suspendido: el proyecto del arquitecto Matías Gigli, colaborador de m2, tiene como etapa previa los extensos arreglos del Colón subterráneo, lo que incluye estructuras de hormigón muy deterioradas y pavimentos nuevos.