Sáb 29.11.2003
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La casa de la isla

La residencia de la embajada británica en la calla Gelly y Obes acaba de ser reinaugurada después de una profunda puesta en valor. El resultado es ejemplar en muchos sentidos y una lección de cómo actualizar usos e instalaciones preservando el patrimonio con rigor.

Por Sergio Kiernan

En tiempos idos, Buenos Aires tuvo un estupendo catálogo de grandes residencias. La mayoría son apenas memorias, fantasmas que yacen bajo abominables torres de departamentos que, por alguna razón, tienen una mediocridad intensamente proporcional a la belleza del original destruido. Hay que agradecer a un puñado de museos y al cuerpo diplomático haber salvado algunas de las mejores: Artes Decorativas, Francia, Estados Unidos e Italia son dueños de un puñado de palacios. Menos festejada tal vez, la residencia de la embajada británica se asienta en otra de las grandes casas porteñas, uno de los relativamente escasos ejemplos de influencia inglesa en nuestra arquitectura.
La casa –o quinta, según algunas fuentes– de Carlos María Madero fue construida en 1917 en la calle Gelly y Obes, al tope de la Isla, ese barrio abarrancado y exclusivo que se abre detrás de la plaza Mitre, entre Libertador, Las Heras y, digamos, Austria. Los planos originales son de Basset Smith & Colcutt y la casa muestra la mano segura del estilo eduardiano, con cierta influencia neogeorgiana en su limpieza de líneas y un empaque muy victoriano.
En 1947, la embajada británica compró el caserón y también la vecina quinta Hale. La casa Madero no tenía más que un retacito de jardín delantero: su larga fachada de 51 metros contenía 45 metros de fondo que terminaban en una medianera con un patio central, mucha luz y nada de espacio propio. La Hale desapareció y se transformó en jardines de añosa arboleda y un prado de dar envidia. En ese entonces, la ahora residencia oficial fue cuerdamente remodelada para aprovechar el jardín. En lo que era la medianera se abrieron ventanas y balconcitos redondos –no muy felices en su diseño–, se construyó una espléndida terraza techada y una escalinata curva doble hacia el césped.
En 2001, el gobierno británico decidió un proyecto de conservación y puesta en valor del lugar, que mostraba su edad y necesitaba una actualización tecnológica. La Comisión Nacional de Museos, Monumentos y Lugares Históricos y la Legislatura porteña protegieron el edificio, en parte preocupados por versiones de su venta. No hacía falta preocuparse: la obra fue realizada con cariño y respeto por un equipo formado por profesionales del Foreign Office y por los arquitectos del estudio de Marina Mercer y Walter Seward.
La residencia se organiza en dos subsuelos y cuatro pisos de casi 3000 metros cuadrados, con unos 6500 de jardines. Los sótanos son depósitos y una bodega que dicen notable, la planta baja y el primer piso son áreas de recepción, el segundo es la residencia propiamente dicha, los apartamentos privados del embajador y su familia, y el cuarto, la mansarda, los flamantes departamentos para visitantes y área de servicios. La obra, como se ve, no fue menor.
El jardín recibió básicamente una limpieza y un sistema de iluminación que destaca esculturas y árboles por un lado, y permite circular por los senderos por el otro. Bajo una inmemorial hiedra apareció un muro de la quinta de Hale, todavía con los goznes del portón en su lugar, que fue recuperado e iluminado especialmente. En un rincón, bajo un discreto pabellón de curiosa forma curva, se alojan ahora las maquinarias y calderas necesarias para el funcionamiento de la residencia.
El alma de la obra realizada en la casa es en rigor invisible. Se retiraron absolutamente todos los caños, instalaciones, bombas y calderas, y se reemplazaron por elementos de última generación y de la mejor calidad. La residencia tiene ahora cableados para la era informática, luces con dimmers, sistema antiincendio y una red de seguridad inteligente. En los elegantes salones, todos estos elementos ni se ven: se levantaron los pisos de madera y en el escaso espacio disponible se crearon ductos para cableados, dejando varios vacíos para futuras necesidades. Estos sistemas –que incluyen hasta tomacorrientes argentinos e ingleses pareados– aparecen sólo cuando se usan y luego quedan ocultosbajo discretas tapas. De paso, las maderas retiradas fueron restauradas y tratadas, y luego reinstaladas exactamente como estaban.
En algunos casos, hubo que aguzar el ingenio. La residencia no tenía aire acondicionado ni calefacción central, y resultó imposible instalar un sistema convencional por el escasísimo vacío sobre los cielos rasos. Para no alterar las alturas de los ambientes, se instaló un complejo sistema multisplit, felizmente disimulado.
Como en todos estos casos, buena parte de la tarea fue una limpieza a fondo. Se retiraron muchas capas de pintura de molduras y carpinterías que se repintaron. Se limpiaron todos los frentes de chimenea de piedra y el relieve en piedra de San Jorge y el Dragón. Los pisos de mármol en damero blanco y negro de la planta baja fueron restaurados, recalzados y nivelados, luego de que se enterraran instalaciones. Muchas maderas vieron la luz después de décadas, como la escalera de roble que une el primer y el tercer piso, o la boiserie de cedro del hall central del segundo piso. Un elemento de particular belleza son las pilastras que ornan el comedor principal, cuyo roble de Eslavonia reluce ahora al natural después de una vida pintadas.
Por medio de cateos y de catálogos, varios ambientes recuperaron empapelados y entelados al estilo original, y se trajo de Londres pintura que replica los tonos de época. Es particularmente notable el empapelado del estudio del embajador, impreso a mano con una técnica de bloques. La paleta elegida es sutil: respeta el estilo de la casa, pero elige invariablemente la opción más clara y alegre. Así, una mansión que resultaba un tanto severa es ahora un lugar amable y luminoso.
Hay relativamente poca obra nueva en esta puesta en valor. La cocina del primer piso ahora daría envidia a más de un restaurante, y hay baños para visitantes en la planta baja. El vestíbulo privado del segundo piso se abre ahora con tres arcos, que replican exactamente ventanales del primero, hacia una terraza vidriada y cerrada. A los lados y sobre el jardín, se abren ventanales para los nuevos departamentos de huéspedes, que significaron una remodelación total de la desaprovechada mansarda.
La residencia contiene un pequeño tesoro de mobiliario, arte y antigüedades. Sus murales y pinturas propias fueron restaurados localmente, así como herrerías y carpinterías. Algunas piezas selectas, como un impactante juego de arañas de madera doradas a la hoja, fueron enviadas a Gran Bretaña para su restauración. La oficina de arte del Foreign Office retiró algunas esculturas y pinturas de su propiedad y trajo otras. Y ciertos muebles necesarios, como bibliotecas para el estudio del embajador, fueron realizados en estricta combinación con otras piezas existentes.
En cada ambiente se encuentran detalles que entibian el alma de los que respetan el patrimonio. Un ejemplo: la escalinata de recepción va del hall de planta baja a un amplio vestíbulo en el primer piso. El vestíbulo se une naturalmente a través de una arcada a un salón, al que ahora se decidió hacer más privado. La solución fue una puerta de vidrio autoportante cortada en su contorno para seguir cada moldura de la carpintería existente. Para revertir esta intervención, basta remover unos tornillos y la obra original está intocada.
La casona tiene, como explica Marina Mercer, treinta o cuarenta años de vida útil por delante, sin necesidad de intervenciones. Tendrá nuevos usos como centro de convenciones, negocios y presentaciones tanto culturales como comerciales. Buena noticia, porque eso hará más fácil ver una pieza patrimonial de alto valor, restaurada y actualizada con criterio y respeto.

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