Dólares y pasividad
La indiferencia con que vemos desaparecer nuestro patrimonio y el entusiasmo de las colectas en EE.UU. marcan el contraste entre dos actitudes hacia la historia en países que comparten la falta de leyes patrimoniales.
Por Sergio Kiernan
En la contratapa de esta edición se cuenta un caso en que dos instituciones norteamericanas –una estatal, otra privada– lograron juntar millones para salvar una casa de Mies van der Rohe y transformarla en un museo visitable. Salvando la escala –millones y de dólares–, lo más llamativo del caso es que cientos y miles de personas pusieron su dinero para ese gesto de preservación de un objeto patrimonial, artístico. Los fondos no vinieron solamente de fundaciones, empresas o millonarios: el National Trust for Preservation registró miles de pequeñas donaciones.
Lo que resulta inimaginable en Argentina es eso: miles de personas interesándose por el patrimonio y haciendo algo al respecto, tal vez no poniendo dinero pero haciendo algo al respecto.
Los casos son raros: el Botánico fue salvado de la privatización farandulesca por los vecinos que le dieron un famoso abrazo; el Padelai no terminó demolido por las airadas protestas de ciertos profesionales y de un par de periodistas; muchas casas, departamentos y locales mantienen su valor patrimonial por decisión de sus dueños.
Pero lo que está completamente ausente es cualquier nivel de organización civil para ayudar a preservar nuestra historia edificada y difundir la idea de su disfrute y valor. Curiosamente, los turistas que visitan Buenos Aires parecen tener más conciencia de la originalidad de nuestra ciudad –por mencionar apenas esta ciudad en todo el país– y reciben información fuertemente significada en el formato de un tour. Tango, historia, patrimonio son un continuo para gente que viene a ver edificios viejos, anclados en una cultura y tradición.
Lo mismo ocurre con la viabilidad material del patrimonio. Los países que sí tienen ONG dedicadas al tema generan mensajes sumamente originales, que resultan inéditos entre nosotros. Por ejemplo: si en su barrio hay una panadería antigua, de aquellas llenas de maderas y vitrales; si el pan es bueno y los precios normales, haga sus compras ahí y no en la nueva. Es más, explíqueles a los dueños por qué hace sus compras ahí y no en otra parte; demuéstreles que el lado patrimonial de su panadería atrae clientes y dé argumentos para evitar que gasten buenos dineros en “modernizar” el negocio. Lo mismo corre para cines, bares y hasta barrios, y hay casos de viejas calles comerciales salvadas porque la gente se niega a ir únicamente al shopping, y de ciudades pequeñas que salvaron su viejo y bello cine por el voluntarismo de sus pobladores.
Este tipo de pequeñas iniciativas suele tener derivaciones imprevistas y mucho mayores de lo que se podría pensar. Los lugares que empiezan a tratar su patrimonio vivo de este modo suelen lograr un ambiente apto para pasar leyes que regulen y protejan el patrimonio. También es común que se cree un orgullo local, una conciencia y tránsito con la historia propia. No son pocos los que además logran una nueva vida económica gracias a sus edificios y lugares, un poco a la manera de San Antonio de Areco en la provincia de Buenos Aires, pueblo que reapareció en los mapas como destino turístico.
Hasta la vuelta de la democracia, Argentina era un país donde casi no había ONG y donde se esperaba que el Estado –esto es, los políticos– solucionaran todas las cosas. Hace años ya que el sector no gubernamental florece, porque ya sabemos que el Estado ni remotamente puede solucionar todo. Si esta tendencia crece, tal vez algún día se termine la curiosa pasividad con que vemos desaparecer nuestros viejos edificios, nuestros barrios y el carácter de nuestras ciudades. No será poniendo dólares que no tengamos, pero hay muchas otras maneras.