Un arte de años
En el taller de Abusson, los Kalpakián no sólo venden tesoros del diseño en la forma de tapices y alfombras. También mantienen vivas técnicas de restauración y una forma de hacer las cosas en otra escala de tiempo.
Por Sergio Kiernan
Paleontólogos, astrofísicos y otras gentes que investigan fenómenos remotísimos –formas de vida de hace decenas de millones de años, el nacimiento de las estrellas hace cientos de millones– suelen hablar de algo llamado “la flecha del tiempo”. Es un concepto variopinto y complejo, que se usa para poner en perspectiva cadenas de eventos monumentales, como las “súbitas” extinciones de especies, que serán rápidas pero se toman un par de millones de años. Esta flecha sirve para formatear jóvenes profesionales: les enseña dónde queda el horizonte.
La gente que vive en el mundo de las alfombras –los que las hacen, los que las venden y los que las restauran– tienen su propia flecha del tiempo. Es una de paciencias francamente orientales, de manía por el detalle, de profundo respeto por el trabajo ajeno. Hacer una buena alfombra o un tapiz toma literalmente una eternidad, por no hablar de habilidad, oficio, talento. Los que trasiegan con estas piezas cargadas de tiempo se terminan contagiando de un empaque y una gravedad peculiares.
Por ejemplo, el callado restaurador, que en este momento está reparando en el taller de Aubsson un espectacular tapiz francés del 1650, parte de una colección donada al Museo Nacional de Artes Decorativas. El hombre lleva semanas y le faltan meses de trabajo milimétrico con la aguja, reuniendo hebras rotas o estiradas, reemplazando las perdidas, recreando la base del tejido donde se haya perdido.
El taller es el secreto bien guardado de la empresa de Ohan Kalpakián y su hijo Alejandro, en apariencia una elegante tienda de alfombras y tapices en una planta baja de la calle Montevideo –con un jardín privado, un salón de paredes y puertas curvas, con increíbles broncerías francesas de 1915– y en realidad un nudo en esta flecha del tiempo. Los Kalpakián empezaron su trabajo en Budapest a comienzos del siglo y desde 1952 lo siguieron en su siguiente patria adoptiva. El taller es un mandato que recibió el muy joven Ohan de su padre: “Hay que hacer restauraciones para terceros y no sólo para nosotros, porque hay que ayudar a que no pierdan los tesoros que hay en la Argentina”. En eso andan todavía.
Así, llega el tapiz del Museo y lo primero que se hace es estudiar su origen, época y materiales. Luego se traza una suerte de mapa de sus roturas, pliegues desteñidos, agresiones sufridas y desmadres diversos. Por ejemplo, el pesadísimo lienzo estuvo colgado por muchos años como una cortina, con una banda llena de esos ganchitos de metal con forma de arroba. Para poner la banda, simplemente lo llevaron a una costurera que pasó el tapiz post-renacentistas por la Singer y le dejó, bien visible, un hilván...
Otro problema fue que la tela era demasiado alta y ancha para el lugar donde se la exhibía, por lo que le doblaron las guardas de los bordes. Décadas después, donde hubo un doblez hay un corte, con las hebras vencidas que se rompen inmediatamente al enderezar la tela.
Todo esto está siendo reparado por el hombre de la aguja, que arrancó viendo si estaba intacta la gruesa tela que sirve de base y sobre la que se colocan los hilos visibles, de seda. Donde esta base se rompió o perdió, lo primero es recomponerla.
Luego se preparan los materiales, lo que propone un primer número demencial: el tapiz tiene 40 mil colores individuales, combinados tan sutilmente como los de un pintor sutil. Los Kalpakián importan algunos y otros los tiñen ellos mismos sobre, en este caso, sedas crudas francesas. “Es que a veces hacen falta apenas veinte o treinta gramos, no vale la pena importarlo”, explica Ohan, como si no fuera nada.
Los tonos se encuentran comparando cada hebra con una completísima cartilla de colores. Hay que entrenar el ojo, ya que toma tiempo ver que lo que en el tapiz parece un bordó casi vino tino, en realidad es una compleja trama de hilos de 15 tonos diferentes. Tal complejidad de color es lo que permite que las imágenes de un tapiz den la sensación de volumen y profundidad de sus figuras. Cada paso es fotografiado y se hace una completa ficha de los materiales usados. Las piezas terminadas salen del taller con una pequeña chapita adosada a algún discreto borde posterior, fechando y asumiendo la restauración realizada.
Colgado en un muro del taller espera su turno otro tapiz, también francés y también del siglo XVII, que pertenece a un coleccionista mendocino. La tela muestra a Abraham a punto de sacrificar a su hijo, y al ángel tomando su espada para detenerlo. Al fondo de las figuras principales hay un impactante paisaje de montaña, con casas absolutamente del 1600. A los lados, dos escenas menores del Jardín del Edén. El tapiz tiene sus faltantes y desgarros, pero lo que más llama la atención es que está sucio y tiene una banda en su parte superior completamente desteñida.
Los tapices, y las alfombras valiosas, no se lavan nunca, jamás de los jamases. La manera canónica de limpiarlas es con un preparado a base de celulosa –básicamente, aserrín– que en sucesivas y largas aplicaciones va limpiando el tejido en seco. Respecto de la banda desteñida, Ohan explica con un suspiro resignado que es una reconstrucción de partes perdidas, mal realizada hace un siglo con materiales equivocados. “¿Ve? En esto hay mucha chanchada, porque se restaura algo y se nota que estuvo mal hecho sólo con los años, ¿a quién le vas a reclamar?”, dice.
¿Quién puede hacer semejantes trabajos? “Nadie que encuentres en un aviso clasificado”, se ríe Ohan. Los que trabajan en el taller aprenden a la manera medieval, con la aguja en la mano, guiados por una mano experimentada hasta que se gradúan y pueden seguir solos. En una mesa, un muy jovencito aprendiz ya muestra su seguridad haciendo renacer una vieja, muy vieja alfombra del Cáucaso a la que le repone el mismo tipo de lanas rústicas y ásperas que tenía el original.
En el salón de ventas, que lleva un año abierto, Alejandro puede mostrar alfombras y tapices antiguos y modernos de raro valor. Algo notable es que hace falta un experto como él para saber qué es viejísimo y qué flamante. El que mira una flamante alfombra de oración de tonos brillantes queda pagando cuando se entera de que es de 1820 –aproximadamente– y se trata de un milagro de buena conservación. Otra pieza, que parece antigua, es una alfombra flamante, de cuatro o cinco años apenas, pero realizada con todo el rigor tradicional: tiene 1.100.000 nudos por metro cuadrado y tomó por lo menos nueve años para que la realice un maestro caucásico con un ayudante. El trabajo es tan estupendo, que Alejandro comenta con fervor que la diferencia de ancho de la alfombra –esto es, la distancia entre el dibujo central y cada borde– es de apenas un par de milímetros en cosa de dos metros. Y la alfombra fue realizada en algún galponcito entre el Aral y el Cáucaso, en un armazón de madera...
Finalmente están los chinos. Los Kalpakián deben ser de las pocas personas que no piensan en berreta, mal hecho, imitado, cuando hablan de un Made in China. Su centro es la industria textil, que por allá tiene sus 4 mil años y que hoy fabrica alfombras estupendas sobre diseños tradicionales franceses, que Alejandro califica de “estupendas”. En confianza, muestra un tesoro: su alfombra de hilos metálicos con figuras aplicadas en seda, que proviene de una de las casas de huéspedes de la Ciudad Prohibida y encontró un hogar en Buenos Aires vaya a saberse por qué camino de revoluciones y exilios.
Alfombras y tapices, entonces, como elementos de diseño y decoración. Y también como cápsulas del tiempo.