Esculturas
Los arquitectos Leguizamón y Ezcurra son especialistas en restauración, con una particular inclinación a los ornamentos escultóricos. Un recorrido por algunos de sus trabajos y una charla sobre el diálogo entre técnica e intuición creativa.
› Por Sergio Kiernan
La piel de un edificio tradicional es una de sus señales más fuertes. Carácter, belleza, muchas veces movimiento complementan estructuras más íntimas, formas y proporciones que hacen una gran obra. Marcelo Leguizamón y Francisco Ezcurra, ambos arquitectos y el segundo también escultor, hace años que se dedican a restaurar, reconstruir y rescatar este aspecto de los edificios de cierta edad que nueve de cada diez veces está profundamente degradado. Medio arte, medio técnica, lo que hacen va de lo intuitivo e interpretativo al rigor profesional. Esto es, tiene sus cosas medievales.
Para hablar con estos profesionales se puede elegir la sombra de la casi terminada catedral de San Isidro, obra en la que participaron de punta a punta. Ellos son los responsables de un aspecto importante de la restauración: reparar los múltiples ornamentos y los vastos revestimientos externos y reconstruir literalmente de la nada los sistemas decorativos demolidos hace años. “No existía la menor documentación”, explican los arquitectos, que tuvieron que hacer un dedicado trabajo de estudiar fotos genéricas –procesiones, casamientos, fiestas patronales– donde se veía la iglesia. “Ni siquiera había primeros planos ni detalles,” cuentan ahora, “sólo fotos tomadas de lejos.”
Este tipo de material permitió ver lo que se había piqueteado, un verdadero bosque de pináculos y pantallas caladas, ménsulas y florones. Lo que no hubo modo fue de ver cómo estaban hechas las piezas, el estilo, la mano. Ezcurra y Leguizamón decidieron estudiar la manera de pensar y crear de los que ornamentaron la iglesia originalmente. Para eso, hicieron moldes de piezas intactas, que no necesitaban reconstruirse: “Fue para aprender el estilo, para apreciar el movimiento de líneas”. Descubrieron que el neogótico de la catedral tiene una clara impronta Art Noveau en su modelado, con un cierto movimiento en el trazo de sus decoraciones más libre que en estilos más historicistas. Un ejemplo, la apertura más lúdica de las hojas en los innumerables motivos florales y vegetales del edificio.
Con esta información y este entendimiento, los socios pasaron a la siguiente etapa. Armados con las medidas de los elementos desaparecidos —que se averiguan midiendo motivos que todavía están y proporcionando lo que se ve en las fotos– realizaron modelos en arcilla, a tamaño natural. Estos mulettos fueron debatidos con el comité de profesionales que dirige la obra, cambiados y aprobados. Luego se realizó un modelo final en yeso duro, que se usó para crear los moldes en los que se produjo en serie la cantidad necesaria de cada elemento perdido o deteriorado.
Las piezas resultantes son materialmente mejores que las originales, explican los arquitectos, por ciertos avances tecnológicos. El hormigón de hoy es mucho más duro y fuerte que el de época, y las fijaciones metálicas son inoxidables. Lo que sí es un problema –otra decisión a tomar– es el color de los elementos.
A primera vista, los edificios parecen ser de un solo color. Pero vistos de cerca, como los ven Ezcurra y Leguizamón por deber profesional, resulta que los tonos varían. Por un lado, hay cambios de acuerdo con las mezclas usadas –nuestros ancestros eran buenos constructores, pero no perfectos– y por el otro está el enorme impacto del clima sobre pigmentos e inertes. La fachada sur, por ejemplo, no va a envejecer del mismo color que la norte y una decisión a tomar es ir adaptando los colores de lo que se restaura o recoloca al área donde va. “Es un problema peludísimo”, dice, lacónico, Ezcurra. Por esta razón, muchos restauradores no utilizan los cementos prehechos, que son monocromos y no aceptan variaciones de tono. Ezcurra y Leguizamón cuentan que cuando trabajaron en la fachada del palacio Pereda, actual residencia del embajador de Brasil, encontraron nueve tonos diferentes en la fachada, por lo que crearon una base y comenzaron a hacer paleta.El primer trabajo conjunto de los socios fue la restauración del interior del Correo Central, un hall imperial que les dio más de un dolor de cabeza hasta que descubrieron que su peculiar color venía de la marmolina roja francesa. Luego siguieron obras como la del hall de Retiro –las enormes molduras de la bóveda principal, las coronas de laureles de mayólica en las bases de las columnas, reconstruidas con ingenio y plástico–, la bella residencia Hirsch en Belgrano R, la fachada de la Casa Rosada y, desde hace un mes, el palacio Duhau en la avenida Alvear.
En general, Leguizamón y Ezcurra trabajan en un aspecto específico del plan de obra, convocados por el o los profesionales a cargo del proyecto. En otros casos, como el del Barolo, trabajan codo a codo con los arquitectos y hasta con el comitente, en este caso el muy activo Roberto Campbell. Los dos socios saben que una cosa es concebir una obra de restauración y otra es la muy compleja trama técnica que orienta las decisiones. Por ejemplo, la galería del Barolo iba a ser despintada por completo, asumiendo que originalmente tenía su símil piedra al descubierto. Pero al limpiar se encontraron con una muy vieja capa de pintura calcárea, absolutamente soldada al sustrato. La única manera de retirarla era con abrasivos, con un arenado, propuesta agresiva y astronómicamente cara. La vieja pintura, lavada, está a la vista como elemento reversible a futuro. Lo mismo ocurrió con las esculturas de bronce, los famosos cóndores y dragones del Barolo. Pintados y repintados, fueron limpiados hasta llegar al metal. Luego vino la decisión: cómo dejarlos. Usando fotos de época, se decidió patinarlos a la veneciana, más oscuros y sin brillo.
Todo esto lo cuentan Leguizamón y Ezcurra como quien habla de cincelar, con un aire de aprecio a los trucos y soluciones a colegas largamente muertos. Son dos tipos que tendrían mucho de qué hablar con los alarifes que alzaron por media Europa sus catedrales, medio a ojo y medio a dibujo, en un balance de intuición y técnica que ellos entienden.
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