Un año de patrimonio
Algunas buenas, otras no tanto. El 2004 mostró el crecimiento de ciertas nociones de preservación y algunas buenas iniciativas públicas y privadas. Y dejó todavía más claro que, sin un marco legal claro y riguroso, Buenos Aires será un desierto.
Por Sergio Kiernan
Hablar de patrimonio porteño es hablar concretamente de dos cosas: de lo que salvó o destruyó la iniciativa privada y de lo que hace o deja de hacer el gobierno porteño. La realidad indica que el equilibrio no es perfecto, porque el gobierno tiene el poder de regular lo que hacen los privados. Por eso este balance del patrimonio porteño en 2004 arranca por el aspecto público del tema y arranca con una mala noticia: el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires sigue negándose a encarar la tarea más importante que tiene, la de crear un marco legal estricto que conserve el patrimonio edificado de su cada vez más rápida destrucción. Las muchas acciones culturales y preservacionistas que el propio gobierno porteño realiza son baldecitos de agua en un mar que crece cada vez más por la falta de una ley.
El verano pasado destruyeron una casa en la vereda de Lima al 300, a metros de la avenida Belgrano. Era una casa de planta baja con locales, primer piso con grandes balcones y una hermosa bohardilla de teja negra. Era una de las últimas, si no la última, en estilo renacentista francés, con un aire de familia con el viejo Ministerio de Agricultura de Paseo Colón. Quienes quisieron parar la demolición se enteraron que, si bien la propiedad estaba en el Casco Histórico, no tenía la menor protección. La ley porteña continúa el ridículo y anacrónico sistema de protección sólo por declaración individual: cada propiedad debe ser protegida individualmente, una por una. Claro que cada tanto se protegen de a seis o siete, pero cada una es nombrada una por una en el farragoso proceso de protección.
Como indica la experiencia del café La Subasta, en la primera cuadra de Membrillar, en Flores, la protección no significa nada: la casa fue semidemolida entre gallos y medianoches. La Ciudad paró la obra y todo fue a juicio. La novedad es que los vándalos quieren ahora que se autorice terminar de demoler con el pretexto de que la casa ya está destruida. Ellos lo saben porque fueron los que la destruyeron.
Los parches legales con que vivimos hacen temer que La Subasta se una a la larguísima lista de edificios perdidos, sin consecuencia alguna para los que hacen el negocio excepto una demora de algunos meses de juicio. No sólo nuestra ley no pune a los que demuelan lo protegido, sino que es inimaginable obligarlos a reconstruir.
Para peor, ni la Legislatura ni el gobierno porteños pueden imaginar algo así. Por filosofía o pecunio, todo el mundo sigue embarcado en “mantener con vida” la industria de la construcción. El código autoriza la construcción de decenas de miles de torres, con lo que la visión a futuro es la de una saturación sin límites de la ciudad porteña (los edificios crecen exponencialmente más rápido que los medios de transporte y los servicios... México DF, aquí vamos). El argumento de conservar barrios bajos y casas tradicionales es recibido como “museístico” o como vagamente romántico. Esto es falaz: Buenos Aires no es una isla rodeada de un océano infinito y si se baja el ritmo de la construcción en su ejido la acción se traslada a los suburbios bonaerenses. Francamente, lo que ocurre aquí es que nadie se atreve o quiere meterse con el negocio de la construcción, formidable máquina de hacer fortunas.
¿Qué se planea a diez años? En resumen, nada en cuanto al patrimonio. La corriente nos lleva hacia una ciudad de torres con islotes protegidos más o menos hasta que se instale el fastidio y eso se demuela también. Nadie piensa que la lección más clara de San Telmo es la extraordinaria capacidad de reanimar económicamente una zona patrimonial y abandonada que tiene la protección legal y la acción pública. Curiosamente, es la propia Ciudad la que provee los números que prueban esto más allá de cualquier duda. Pero no se da el saltito conceptual de impulsar un nuevo tipo de negocio que no implique la piqueta, la abrasión de nuestra ciudad.
Experiencias concretas
La principal polémica del año se dio alrededor de la Casa del Naranjo, la tapera de arruinados adobes vecina al Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. El Mamba recibió de regalo un muy cuestionable proyecto de Emilio Ambasz, arquitecto al que algunos canonizan como un “maestro” sólo para intentar que su proyecto de reforma del museo sea sacro e intocable. El actual secretario porteño de Cultura, Gustavo López, decidió que la Casa -edificada en 1730 y literalmente la más vieja de la ciudad– no debía ser simplemente demolida y arrojada al relleno del río. Un equipo de arqueólogos ya había explorado el lugar y había retirado, por orden superior, todo lo valioso que quedara en las cansadas paredes.
En noviembre, se hizo público que la Casa sería desarmada y llevada a otro lugar, posiblemente al terreno de al lado, que sería comprado por la Ciudad. Es una decisión curiosa: un museo de arte moderno puede tener una ruina bien preservada en su interior, como una suerte de instalación permanente y artefacto de alto valor intrínseco. Pero parece que dejar un sector para esto molesta enormemente a las autoridades del museo y de la Dirección de Museos, dueñas de conceptos extraños cuando se trata de patrimonio (ver recuadro) y probablemente obligue a alterar el proyecto de Ambasz, pecado inimaginable.
El tema sigue abierto, como la posibilidad de descartar simplemente el proyecto regalado, realizar uno propio y dar el ejemplo de rigor de mostrar que la Ciudad se porta con su propiedad como les exige a los dueños de edificios en Avenida de Mayo que se porten con la suya.
Por otro lado, la Ciudad se asoció con la Corporación Buenos Aires Sur, la Subsecretaría Nacional de Obras Públicas, el Mercado de Hacienda y su propia Dirección de Infraestructura y Planeamiento en el programa Aquí Patrimonio, que está empezando a dar buenos resultados. Lo que el programa tiene de atractivo es la cordura de sus propuestas: obras chicas, a veces parciales, en lugares clave de los barrios y con acomodo para el abandonado sur. Hay entornos de calesitas, edificios de vivienda, mercados y asociaciones vecinales. En octubre, M2 mostró cómo está renaciendo esa maravilla inmigratoria de la Logia Hijos del Trabajo en Barracas y que la Corporación se embaló en terminar, ganándose el derecho a una medalla.
Aquí Patrimonio es, a su manera, hija de experiencias como la de la calle Magallanes, donde en conjunto con los vecinos se reanimó una cuadra simbólica de La Boca y se dejó como nunca a un conventillo de esos que sólo hay en Buenos Aires. También hay que destacar la continuidad de las publicaciones porteñas sobre patrimonio –edificado e intangible– y de trabajos como la restauración del Colón, que parece que va a ver nomás su primer centenario brillando por los cuatro costados.
En manos privadas
Una alegría de este año es que la restauración de edificios residenciales parece haberle ganado la partida del sentido común a la pintura y las novedades. Hubo infinitas, anónimas y más o menos bien hechas, pero con el resultado de que Buenos Aires está un poco menos gris de smog y luciendo algunos símil piedra ya olvidados bajo la mugre. Un ejemplo señero es la parsimoniosa limpieza del Kavanagh, edificio-símbolo de la modernidad temprana, cada vez más estudiado y fetichizado. La torre principal ya luce limpia, revelando un olvidado dégradé de tonos que lo hace más claro a medida que se sube en altura. Aunque no hubo modo de convencer a algunos residentes de que sacaran sus aparatos de aire acondicionado, el edificio luce muy mejorado. Lo mismo puede decirse del Alvear, que invierte en ser el hotel más espléndido de la ciudad, con una restauración de sus fachadas que alegra la vista.
Fuera de la ciudad, hubo un par de obras más que destacables. Una, Villa Julia, es otra muestra de inversión rentable en el patrimonio. El viejo caserón de veraneo del Ingeniero Maschwitz en el Tigre es ahora un hotel boutique de la cadena New Age, con una integridad estructural notable y sin esas ínfulas de saber más que el arquitecto original que hace quetantos “reciclen” tirando paredes abajo y dejando sólo la cáscara del edificio original.
Lo mismo ocurre con esa tarea de amor colectiva que es la restauración de la catedral de San Isidro, una víctima de la fobia argentina al mantenimiento y de la iconoclastia de los años sesenta. La catedral recibe el 2005 con sus fachadas restauradas, sus sistemas de ornamentación repuestos con arte y aplomo, y documentada hasta el último milímetro. El conjunto de profesionales, parroquianos y empresas que trabajaron estos años en el templo ahora quiere encarar el interior de esa joya decimonónica.
¡Qué diferencia con los que ahora manejan los destinos del palacio Duhau! Mientras que la Catedral fue estudiada hasta quemarse las pestañas y recibió de vuelta sus pináculos y pantallas perdidas, el Duhau juega a las escondidas con los vecinos y las autoridades para ver hasta dónde pueden alterarlo. Parece que cada vez que alguien se da vuelta aparece alguna infracción, un volumen para ascensores o alguna otra barbaridad que a sus nuevos dueños, evidentemente, le parece correcta. Seguramente los vecinos del Duhau temen irse de vacaciones.
En el papel
No sólo se puede hablar de ladrillos en temas de patrimonio. El año también vio dos muestras que lo tocan de lleno. Una fue la del Cedodal dedicada a los arquitectos italianos que actuaron en el país, la otra fue la FOA de la tribuna en el hipódromo de Palermo.
La exhibición del Centro que dirige Ramón Gutiérrez demostró una vez más el rigor con que trabaja el Cedodal. Dibujos y planos nunca vistos se lucieron en las paredes del centro cultural y museo del Banco de la Provincia de Buenos Aires. Para mejor, el libro que acompaña cada muestra es un tesoro de iconografía que pone en contexto la influencia de estos italianos, además de un espléndido diccionario biográfico. La novedad no es el rigor académico del Cedodal, sino que la exhibición de este año no fuera sobre un autor solitario sino sobre una corriente.
Casa FOA, en cambio, no tuvo su mejor año. Más allá del diseño y decoración exhibidos –cautos hasta el tedio–, el edificio francés de la tribuna fue pintado a las apuradas, para no tomarse el tiempo de arreglar sus frentes imponentes. Parece que FOA no tiene la paciencia o el tino que tiene, por ejemplo, el consorcio del Kavanagh.
Y una palabra final: se completó la primera etapa del más riguroso trabajo de restauración que se lleve a cabo en Argentina, el de las ruinas jesuíticas de San Ignacio Miní. Un equipo argentino está realizando este trabajo peliagudo y paciente, con apoyo del World Monuments Fund, el Robert Wilson Challenge to Conserve Our Heritage, la Fundación American Express, la provincia de Misiones, la fundación Antorchas y Bunge y Born. Ayuda a respirar saber que todavía es posible trabajar así en el país.