Sábado, 23 de abril de 2005 | Hoy
En estos días bajarán los andamios de la fachada de la iglesia de Santa Catalina, en el convento de Viamonte y San Martín, con lo que se cumple otra etapa en la restauración de un conjunto que nos legó el jesuita Bianchi en 1745.
Por Sergio Kiernan
En pleno microcentro, entre bancos y horrores arquitectónicos, sobrevive alguno que otro pedacito de una Buenos Aires que hoy parece un sueño. Esta ciudad europea que se norteamericaniza rápidamente fue una vez un fin del mundo español, un pueblo grandote de adobes y ladrillos planos que, si se portaba bien, iba a ser Lima. Uno de esos islotes está en la esquina de San Martín y Viamonte, viviendo un raro, sano, apreciable proceso de restauración. Es el convento de Santa Catalina, que en estos días va a mostrar con orgullo la fachada de su iglesia remozada a nuevo. Una iglesia que, de paso, es obra nada menos que del jesuita Bianchi y cuyo frente fue “modernizado” por Juan Buschiazzo hace un siglo.
Santa Catalina de Siena fue el primer convento de mujeres de Buenos Aires y fue inaugurado en solemne procesión –campanas al viento y “luminarias” encendidas por orden del Cabildo– el 21 de diciembre de 1745. La obra había empezado en 1727, bajo diseño del hermano Andrés Bianchi, el arquitecto jesuita italiano que nos bendijo con su trabajo entre 1717 y 1740 y que con su colega –en ambas vocaciones– Bautista Prímoli nos legó edificios como el Pilar, la Merced, San Francisco y su capilla de San Roque, y nada menos que la catedral de Córdoba.
Pese a sus monjas catalinas, o sea dominicanas, y sus arquitectos jesuitas, el convento es más vale franciscano, especialmente comparado con las otras obras de sus autores. Totalmente realizado en ladrillo y cal, tiene dos plantas y rodea un gran patio central al que hasta 1905 se accedía por la calle San Martín. Ya en esos años de primeros autos ese acceso resultó demasiado ruidoso para las hermanas y del cierre a cal y canto queda el ornado marco ciego que tanto intriga al que pasa por ahí. Hasta que se mudaron a San Justo en 1974, las hermanas se dedicaron allí a una vida de silencio, oración y laboriosidad que incluía la encuadernación de libros y la restauración de obras de arte. En 1941 y en 1975 –ya propiedad del arzobispado porteño– el lugar fue declarado Monumento Histórico Nacional.
La iglesia consagrada a la santa tutelar tiene la escala relativamente modesta de un templo de monasterio. Tiene una planta salón, de una nave y con tres capillas laterales de cada lado, nártex y un crucero poco profundo y sin ábside. La nave tiene una bóveda de cañón corrido y una cúpula con linterna que cubre el crucero. A la izquierda, como quien entra, se ve el sistema de aperturas que permitía que las hermanas participaran de la misa sin ser vistas. Hay óculos dispuestos y, cerca del presbiterio, una gran apertura de medio punto enrejada comunica con el coro.
El frente de la capilla que vemos hoy no es el que creó Bianchi. En el original se ven toques familiares a los que conocen sus obras, como la división en dos niveles, el orden monumental, un basamento ancho, los vanos superpuestos enmarcados por pilastras, todo coronado con un pedimento quebrado. Santa Catalina fue reformada en la ola de remodelaciones de fines del siglo XIX y principios del XX que dejó con su aire hispánico apenas a la iglesia del Pilar, en Recoleta, y que “europeizó” casi todos los templos del Centro. Hubo varias manos en este cambio, más externo que interno, entre las que se destaca la de Juan Buschiazzo. Visto de cerca, el trabajo indica que su presupuesto original no debió ser muy generoso: la reforma fue grande en la fachada, pero desaparece por atrás. Por ejemplo, la cúpula del crucero está intacta, con sus simples pero elocuentes molduras originales. Los materiales utilizados no fueron de los mejores; el símil piedra no impresiona demasiado y el revestimiento de piedra real del basamento está curiosamente erosionado, y al ser removido mostró roturas de instalación que fueron disimuladas...
Santa Catalina fue recientemente hogar de una Casa FOA que puso al convento en el mapa y le dejó un agradable restaurante. La primera fase de obras despejó intervenciones anteriores, que curiosamente lo quisieron hacer más “colonial” e incluyeron revocar muros que nunca se habían cubierto (ese revoque se está cayendo de a poco y no será reemplazado). Gracias a fondos de la Fundación American Express, le tocó ahora el turno a la fachada del templo, que en cosa de días podrá verse sin andamios ni telas después del trabajo coordinado por el especialista en restauración Marcelo Magadán y supervisado por los arquitectos Susana Malnis de Bestani y Eduardo Ellis, del Centro de Atención Espiritual Santa Catalina de Siena, y por la Comisión Nacional de Monumentos Históricos.
Como suele ocurrir en estos casos, lo primero que se hizo fue un cuidadoso relevamiento y documentación del edificio. Así se encontró que, básicamente, había bastantes partes flojas a consolidar, motivos faltantes, inadecuados parches sesentistas a retirar y una verdadera flora y fauna de costras negras, hongos, verdines y plantas. Los coronamientos de las cornisas mostraban fisuras y los premoldeados, cuando no, tenían sus hierros podridos y estaban en muchos casos en estado crítico. En algún momento de los sesenta, el templo fue intervenido de mal modo y, para peor, pintado al látex en lugar de la cal que la experiencia aconseja y siempre se había usado. Por eso hubo que volver a pintar la fachada que, se sabe, debería mostrarse en el símil piedra de hace un siglo. Pero retirar las manchas de látex que no se degradaron causaría mucho daño.
Terminado el relevamiento, se atacaron las plantas con herbicidas y se las retiró ya muertas. Luego hubo un dedicado trabajo de retirar partes flojas, consolidar superficies, copiar faltantes, reemplazar parches de cemento por revoques a la cal y limpiar, limpiar y limpiar. También se repararon elementos como las celosías de la torre, la enorme cruz –que no se cayó porque se apoyó en su oxidación en los restos de un pararrayos– y la estatua de la santa que ilustra la tapa de este suplemento. Todos los metales fueron tratados contra la corrosión, todos los revoques pintados a la cal y protegidos con hidrofugantes de siliconas.
Hubo también una linda intervención en el interior. Pablo Subirat desarmó completamente el vitral del coro, limpió las piezas, reemplazó las agregadas en restauraciones originales que no tuvieran valor intrínseco, reparó las originales rotas y cambió la tracería. Y hubo trabajos más invisibles, como el de los desagües sobre Viamonte y el de los de parte del tejado, que ocasionaban daños y auguraban desastres futuros.
En resumen, la iglesia de Santa Catalina de Siena pronto se mostrará con una luz y en un estado que hace muchas décadas no exhibía. Es un templo en uso, no un museo, y parte de un conjunto monumental y literalmente invaluable al que se está tratando con cuidado.
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