NOTA DE TAPA
La papelería Wussmann abrió un notable local en Venezuela y Perú rescatando de la ruina una casona histórica. Fue una obra de amor que demuestra cómo juega el buen gusto en esto del patrimonio.
› Por Sergio Kiernan
Cosa rara el espacio. Un campo abierto resulta ni chico ni grande hasta que se planta algo en algún lado –un monte, una hilera– como para marcar un aquí y un allá. Sólo entonces se percibe el aquí de cien metros, el allá de una hectárea, y se tiene una noción de tamaños, de escalas. Esta curiosidad del ojo humano permite la fascinación de crear espacios, manipularlos y llenarlos de reverberos visuales, ecos que no se escuchan pero se sienten por otra parte. Es lo que hace que un galpón pueda ser glorioso en su pobreza funcional, un palacio un laberinto desenergizante y una quinta de pueblo un clásico.
Estas cosas se piensan de atropello al entrar al muy curioso espacio de la papelería Wussmann en la calle Venezuela, a metros de Perú. De fuera, se ve una casona antigua con su frente reparado y blanqueado, una doble puerta de maderas muy dignas y una gran apertura vidriada. Linda, rescatada, pero nada notable. Hay que pasar la puerta de vidrio hacia el local para encontrarse realmente con lo que se creó allí: un espacio deschalecado, de una desmesura armónica, una inmensidad perfectamente manejable con una textura que jamás se lograría de cero. Caminar este espacio para llegar a la papelería, que está insólitamente al fondo de todo, hace obligatorio mirar hacia arriba, al completo sistema que forma el cielo raso. Así se entiende por qué el lugar funciona: porque es un cachivache encantador de siglos superpuestos, de reformas incesantes, de maderas, ladrillos, hierros y hormigones recombinados como ADN.
Para quien conozca la Wussmann en su primera encarnación, la de la calle Rodríguez Peña, no es una sorpresa la belleza del nuevo local. La papelería es capaz de crear cuadernitos con tapas de cuero impecablemente decimonónicos, imprimir en plomos de Minerva y hacer aparecer los portaminas más rotundos que se hayan visto. Esta vez, César Menegazzo Cané, su dueño, se creó un espacio pensado como uno de los anotadores italianos pintados al agua que suele vender.
La casona nació hacia 1780 y tiene el añejo nombre catastral de Cabral Villafañe. Era de las que compartían fondos con sus vecinas en un revoltijo de caballos y aljibes sin paredes, una suerte de commons a la criolla donde corrían las gallinas. Su historia muestra remodelaciones en 1825 y una completa demolición y reconstrucción hacia 1870, donde gana básicamente su aspecto actual y su planta baja queda como local, que aparece en el censo de 1875 como almacén de tabaco con vivienda encima. La fachada actual, por sus herrerías y el estilo de sus molduras, muestra esta época.
En 1911 le pasó algo raro a la casona. Fue entonces que se remodeló completamente el local, para crear un inmenso espacio, con el muy complejo expediente de demoler las paredes interiores autoportantes reemplazándolas con una estructura de hierro. Esto implicó instalar los hierros para luego demoler y todavía puede verse –en la casona y en la foto de estas páginas– cómo se dejaron partes de la pared encajadas sobre las vigas, con parches y rellenos. Por encima de esa novedosa tecnología seguían las maderas viejas de las bovedillas planas.
Pasaron los años y los destinos. El local fue sede de la ferretería industrial Feriol, que acabó enfrente hasta hace poco, y de una fábrica de harina de hueso. Luego fue una inversión de una norteamericana que al final no hizo nada más que jugar al básquet con los amigos en la planta baja, y terminó en tapera ocupada. Fue un rasgo de mala suerte, porque los ocupantes o eran piromaníacos o le tenían tirria a la casa y la fueron quemando de a partes.Así llegó Cané al lugar, en 1999, casi al mismo tiempo en que abría su primera Wussmann. Lo que se encontró fue una ruina que al parecer sólo merecía la piqueta: sin techos, quebrada, quemada, con el frente descalzado en su coronamiento nada menos que quince centímetros, con maderos podridos, piezas perdidas y una inseguridad general que hizo estudiarla estructuralmente, por las dudas.
La primera etapa de la obra, a cargo del arquitecto Samuel Szusterman, fue un despeje general y un saneamiento estructural que incluyó demoler el coronamiento descalzado, para volver a construirlo idéntico. La planta baja fue fuertemente intervenida sólo en su parte posterior, donde ahora hay una vivienda para un cuidador, un patio, servicios y una pequeña imprenta. El enorme salón fue despejado de basuras infinitas, ganó unas troneras laterales que dejan pasar la luz donde había unos estrechos patiecitos, un piso alisado y una división entre el local de atrás –la papelería– y el mucho mayor de adelante –la galería de arte– de vidrios sin estructura, invisibles a lo lejos.
Este conjunto seco y claro, puntuado por las columnas de hierro en forma de I, está coronado por esa red de maderas antiguas y ladrillos apoyados, la estructura de 1870, intacta excepto por maderos reemplazados. La otra sorpresa del lugar se ve mirando para abajo: en la librería dos aperturas en el piso cubiertas por vidrios blindados dejan ver dos objetos arqueológicos deliciosos. Uno es el fondo de un aljibe enladrillado, el otro una notable cisterna para juntar agua de lluvia, hecha con unos curiosos ladrillos planos y casi cuadrados, más teja que ladrillo. Ambas estructuras aparecieron al levantarse los pavimentos desparejos y rotos que cubrían lo que en 1780 era los fondos abiertos de la casona. Cané no pudo resistirse e invirtió fuerte en crear un sótano cavando alrededor de sus hallazgos, que hubo que reforzar con encamisados de hormigón para que no se derrumbaran: es que eran estructuras subterráneas que contaban con la tierra a su alrededor para no caerse. Hasta hubo que volver a la ladrillería de antaño para sostener una columna de hierro que caía justo al lado de la cisterna.
Todo esto fue apenas la primera etapa de la obra. Con la casa consolidada y viable, el arquitecto Carlos Goñi comenzó la segunda, que terminó superficies, equipamientos y sistemas, tomó el primer piso y redondeó el local. En la papelería todo está dominado por la titánica estantería que perteneció a la ferretería Feriol, locataria original que se mudó enfrente, quebró, se vendió y terminó en parte volviendo a su hogar original con el mueblazo. Es una de esas estructuras de estantes y cajoneras coronadas con un riel que lleva una escalera voladora, tan grande que es más edificio que mueble.
El que sea invitado a salir del caserón y volver a entrar por la doble puerta de maderas viejas que lleva al primer piso se va a encontrar con una escalera estrella que lleva a una típica casa chorizo en propiedad horizontal. El hall superior, en canónico damero blanco y negro, se abre a dos ambientes y al patio alargado que se pierde hacia el fondo. Es una sucesión de ambientes de aires suburbanos, de alturas generosas rematadas por molduras simples, con todas las herrerías rescatadas de las ruinas encontradas y con paños decorativos de azulejos de Calais descubiertos bajo la mugre de baños y cocinas. El primer piso aloja las oficinas de Cané –chimenea, ventanales al balcón corrido de la calle, un impactante marco de madera decorado comunicando dos ambientes–, el taller de una arquitecta, una oficina disponible y un inmenso ambiente con entrepiso que va a alojar el fondo artístico de la galería de la planta baja, que nace con ambiciones.
Una curiosidad estructural fue la decisión de no cargar de más los cansados muros de la casona, todavía sostenidos en su mayor parte por la argamasa original. Los techos, entonces son virtuales: al levantar la vista se ve el aislante térmico, que da la sensación globular de estar adentro de un dirigible o bajo un toldo hi-tech. Por arriba, paraprotección, hay chapas. El lugar respira una calma imposible a seis cuadras de Plaza de Mayo y una calidez de casa antigua.
Este primer piso también irá siendo abierto al público para pequeños conciertos y exhibiciones. Mientras llegue esa hora, está la galería y la papelería de la planta baja mostrando cómo con buen gusto y pasión se pudo recrear –y no reciclar o refuncionalizar– una casona tradicional de Buenos Aires.
Papelería Wussmann: Venezuela 574. 4343-4707.
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