Fundada en 1965, la ONG dedicada a salvar edificios patrimoniales es un ejemplo de cómo hacer un trabajo riguroso y viable económicamente.
› Por Sergio Kiernan
Mientras en la Argentina se demuele todo con impunidad, los ingleses siguen dando lecciones de cómo manejar el patrimonio. Son un buen modelo, porque no hay país que los supere en el rigor y la extensión de la misma definición del patrimonio construido, y en la viveza a la hora de utilizarlo cuerdamente para que siga vivo y, ya que estamos, sea rentable. Un ejemplo entre muchos es el del Landmark Trust, una institución voluntaria y no estatal que acaba de festejar cuarenta años salvando edificios sin perder un penique. Su historia y su actualidad sirven para ver cómo se hacen las cosas en un país civilizado.
El Landmark Trust fue fundado en 1965 por Sir John Smith para salvar una casa y continuó creciendo. Ya establecido como ONG de referencia, el Trust comenzó a administrar fondos públicos: el Estado inglés dedica lo recaudado de una de sus tantas loterías a la preservación de edificios, en forma directa o por medio de ONG. El resto vino de mangazos sin fin, inversiones ingeniosas y rentables, donaciones y un par de ideas comerciales más que atinadas.
Es que el Landmark Trust entendió prontamente que no todo es museo y comenzó a alquilar algunas de sus propiedades en una variante de turismo rural como el de las estancias argentinas. Por ejemplo, hace años el Trust logró comprar Auchinleck, la casa de campo de James Boswell en Ayrshire, incluida buena parte de su mobiliario original, una alegre mezcla de piezas de los siglos XVII a XX. Ayrshire fue escenario de largas tenidas entre Lord Auchinleck, padre del gran escritor, y su biografiado célebre, Samuel Johnson, y para mantener el ambiente el estudio contiene hoy copias láser de diarios y panfletos políticos de época, además de las obras completas de Boswell. El bello caserón georgiano y sus jardines se alquilan a un número reducido de turistas o a una familia.
Este tipo de ambientación se extiende a un amplio rango de edificios que permiten experiencias variadas. En las casas del Trust se puede vivir como un campesino medieval –aunque con baño–, un noble, un vicario victoriano o un dandy de la Regencia. Se puede estar en medio del campo, en pueblitos o zonas urbanas, en predios que van de lo ínfimo a lo grandioso. Las restauraciones son justamente eso, restauraciones, y no “puestas en valor”, “reciclados” o “reutilizaciones”, como se estila tramposamente por acá. Y no es cosa de que a estos ingleses les sobre el dinero sino de prioridades: en la Argentina, la solución a un piso de pinotea en mal estado es tantas veces gastar un dineral en sacarlo y reemplazarlo por uno de cemento alisado, porque está de moda, en lugar de gastar mucho menos en unas horas de carpintero. Parece que arreglar algo en lugar de tirarlo por algo a nuevo no es cool.
Los que visitan las cuarenta propiedades restauradas y abiertas al público del Trust se encuentran con detalles estupendos, de esos que lo retrotraen a uno a la época del edificio. En una humilde morada campesina puede verse un viejo vestido, muy usado, que fue utilizado hace doscientos años para emparchar un techo. En el castillo de Clytha puede verse, en el vano de una puerta, donde apareció durante los trabajos de restauración, una inscripción grabada a punta de cuchillo en la piedra que explica que William Jones lo construyó “Con el propósito de aliviar mi mente afligida por la pérdida de la más amada esposa”. Estos detalles con encontrados por el prolijo trabajo de documentación que se realiza antes de tocar las propiedades o porque simplemente se las deja como están.
El Trust, como se ve, no necesariamente se dedica a salvar edificios únicos o de gran antigüedad o valor. El centro de su trabajo es preservar para el futuro los lugares donde se puede tener una cierta experiencia, un momento en particular que precisa necesariamente de un edificio. Entre nosotros también hay gente que, bendita sea, piensa así. Por ejemplo, los Güiraldes, que preservaron los edificios de su campo allá por Areco y dejaron como estaba el viejo comedor. El visitante termina una noche de invierno tomando la sopa de una enorme pieza de loza blanca, de esas de cucharón-bañadera, alrededor de una mesa amplísima, a la sombra de aparadores cargados de enseres y platos, iluminado por una instalación eléctrica de cables de tela exteriores, con llaves de porcelana. Y luego, a tomar mate en una galería que un gaucho alsinista no echaría a menos.
Una de las hazañas del Landmark Trust es el rescate de The Grange, el exótico caserón que Augustus Pugin construyó en Ramsgate en el siglo XIX. Pugin se tomó siete años para diseñar y construir su casa, creando un verdadero catálogo del neogótico que defendía con amor e inventando desde los vitrales de cada ventana hasta el diseño de los empapelados, pasando por los muebles y las yeserías. The Grange iba a ser transformado en departamentos –en Gran Bretaña es imposible demoler algo así, por ley– hasta que el Trust consiguió un buen dinero de la lotería y lo rescató, intacto.
Y mientras en Gran Bretaña esta ONG festeja sus cuarenta años, en Buenos Aires se están haciendo polvo dos de los últimos petit hotels que nos quedaban (uno en Callao 1600, otro en Rodríguez Peña 1600). Son tan pocos los restantes que en pocos años más habrá que ir a París a ver uno n
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