Sábado, 15 de abril de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
El casco de la estancia de la familia Comastri es una joya poco conocida de la ciudad. Desde hace muchos años parte de una escuela industrial, está en un muy avanzado estado de deterioro y los planes de restauración y rescate siguen en veremos. Esta semana, el gobierno porteño discute comenzar un proceso que salve este edificio invaluable.
Por Sergio Kiernan
En esa zona que nadie sabe muy bien cómo se llama y que va de Córdoba a Corrientes, entre Palermo Viejo y el borde de abajo de Chacarita, esta ciudad olvidadiza tiene un tesoro de primera agua. Nadie parece recordarlo, pero ahí se alza por la altísima gracia divina y por algunos palos que lo preservan del derrumbe el Mirador Comastri, de los últimos cascos rurales que nos recuerdan que Buenos Aires era un pueblo rodeado de campos.
El Comastri le debe su nombre a un inmigrante italiano al que le fue bien y que acabó con una gran chacra –o una estancia pequeña– entre la Chacarita de los Colegiales y el casco de Don Juan Manuel de Rosas, al que Sarmiento acababa de comenzar a transformar en gran parque. En 1875, Don Comastri se hizo su gran casa familiar, en el estilo italianizante de moda en esa época y con un detalle encantador, inexplicable y moderno, una cupuleta de metales y vidrios en lo último de la tecnología metalúrgica del momento.
El edificio sigue ahí, hoy en estado crítico y esperando que la caballería llegue al rescate, enredado en esos dobleces de la administración pública que pasan cada tanto pero ya en la agenda del nuevo jefe de Gobierno.
Lo del doblez fiscal tiene su historia. Los Comastri disfrutaron de su campo y se ganaron bien la vida proveyendo a la creciente ciudad de productos frescos, pero como tantos otros establecimientos se encontraron rodeados por manzanas recién trazadas y despertados fuera de hora por las campanas de los tranvías. Como para tanto chacarero instalado en Villa del Parque, Devoto o Liniers, llegó un momento en que era un absurdo, mental y económico, seguir con la huerta y las vacas. Como las demás familias en esa situación, los Comastri lotearon sus tierras en manzanas parejas y se prepararon para vivir en la ciudad. En este caso, dejaron su casona y sus edificios periféricos en una gran manzana rodeada de murete con una linda reja de lanzas.
Años después, la manzana fue comprada por el Estado, que instaló un colegio industrial. En distintas fases, desaparecieron los edificios periféricos –galpón, matera, casas de empleados, jardín de invierno y vaya a saberse qué más– para hacer lugar a aulas, gimnasio y talleres que ciertamente no ganarán ningún concurso de arquitectura. Frenteado a una esquina y tapado por un magnífico jardín, quedó el caserón, alojando oficinas y aulas. Lo que hizo hasta hace bastante poco, cuando entró en estado crítico, sufrió un incendio parcial y se hizo peligroso para los chicos. Hoy está cerrado a cal y canto, con candados y empalizada.
El colegio pasó del Estado nacional al porteño en la reforma educativa menemista, por lo que hoy el caserón pertenece al flamante Ministerio de Educación como propiedad, pero como pieza patrimonial es objeto de interés de Cultura y como obra a realizarse de Infraestructura. La crisis de Néstor Ibarra puso lo suyo y el Comastri entró en una etapa de deterioro que, si no se revierte ya tendrá un pronóstico difícil. Esta misma semana, el nuevo jefe de Gobierno porteño Jorge Telerman tiene una reunión con el ministro de Educación Alberto Sileoni y, explicó Telerman a metro2, el mirador está bien alto en la agenda. Los futuros restauradores que envíe Telerman se encontrarán con una pieza digna de conservar. El Comastri es un edificio de planta rectangular cuya planta baja muestra una amplia galería flanqueada por dos habitaciones, con bonitas herrerías y cuatro columnas de hierro en uno de esos estilos indefinidamente victorianos, de sorprendente grosor y belleza. El primer piso es, nuevamente, rectangular, pero más chico, con lo que queda una amplia terraza perimetral con una bonita baranda con balaustres muy decorados. El siguiente volumen es drásticamente más chico, una torre de la que asoma el pintoresco mirador que le da nombre y fama al conjunto.
Todo esto está en ruinas, un peligro tal que se entiende que las autoridades del colegio lo declararan tabú a los alumnos. Los ambientes de la planta baja casi no conservan sus cielorrasos y dejan ver las estructuras de madera y las bovedillas plantas con ladrillos acostados y tirantes en madera. Sólo un ambiente, que probablemente era un comedor, conserva un enorme hogar en piedra oscura y un cielorraso profundamente decorado con pinturas y con una guarda en el bisel de ángeles y escudos de armas, realizado en yeso y muy tridimensional.
El primer piso está en el mismo estado, aunque el olor a humedad y encierro no es tan pronunciado. Con sencillez, arriba hay cuatro habitaciones amplísimas, con restos de cielorrasos en yesería, y un gran hall al que sube la escalera, que evidentemente arrancaba en la fachada posterior, hoy vedada por un edificio del nuevo colegio. En este nivel, lo que llama la atención es la notable estrechez de las puertas, altísimas pero de menos de un metro de ancho. Todos los ambientes abren a la terraza perimetral que, detalle encantador, tiene al frente unos escalones de mármol justo al centro, cosa de asomarse con comodidad a ver el gran jardín.
Desde este nivel, la escalera sigue subiendo, ahora con peldaños de madera y una baranda que es una pantalla de placas machiembradas, con pequeños orificios, como una pared continua. Una vuelta y media, y se está en la torre de la terraza superior, un ambiente lleno de luz con cuatro puertas, una en cada rumbo, que permite salir a una segunda terraza con baranda de balaustres, mucho más pequeña. Esta habitación, que dejaría verde de envidia a cualquier pintor, contiene un único objeto: una perfecta escalera victoriana en espiral, metálica, que sube al mirador. Con forma de bala de cañón o de cohete espacial anticuado, el mirador es un artefacto instalado, una coqueta jaula metálica de perfiles en T, vidriada, con una puerta que permite, nuevamente, pasear por una terracita. Lo remata un canónico pararrayos del que todavía cuelga, medio mustio, el grueso cable de descarga.
Hay teorías y leyendas varias sobre el porqué del mirador. Lo primero que vale aclarar es que es un simple artefacto comprado por catálogo o en una tienda del entonces lejano centro de la ciudad, probablemente la misma en la que se compraron las notables columnas de la galería. Estas tiendas ofrecían las maravillas tecnológicas de la época, en metales doblados o fundidos: pérgolas, kioscos de todo tipo, muebles de jardín, cerramientos, escaleras prehechas y, por supuesto, miradores. El de Comastri seguramente puede ser encontrado en algún catálogo de época, probablemente en la sección “faros”.
Lo deprimente del edificio hoy es verlo tan carcomido por su edad. Al exterior no le queda una sola línea limpia, todo está como lastimado o raspado por la intemperie y la falta de mantenimiento. Los yuyos reinan, desde los pequeños musgos que tiñen rincones hasta robustos árboles que hasta deben dar fruta ya, mientras parten las paredes con sus raíces. La primera terraza tiene un hundimiento tal que cuando llueve se acumula un pequeño lago. O mejor dicho, un pantano, ya que en la depresión hay tanta tierra que está llena de plantas. De los interiores mejor ni hablar. Excepto por el cielorraso del comedor, milagrosamente sano y con sólo un rincón por el que ya le filtra el agua, con suerte quedan pedazos de la ornamentación como para juntar muestras y hacer moldes. Este desastre, como todo en la vida, puede repararse y la verdad que el Comastri vale la pena. Se puede discutir su uso futuro, que puede pasar por el colegio o no, ya que su acceso físico es absolutamente independiente. Lo que no cabe duda es que es una pieza irreemplazable, de primera agua, que la ciudad no puede perder.
Esperemos que la reunión del jefe de Gobierno y su ministro sea al fin el primer paso.
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