Sábado, 8 de julio de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
Antes de fin de año estará de reestreno el edificio del húngaro/alemán Johannes Kronfuss, en Moreno al 300, una de las mejores piezas de art déco porteño y un hito de la influencia de Mittel Europa en el país. Un emprendimiento que transforma un predio de oficinas en vivienda, con rigor.
Por Sergio Kiernan
Hubo un tiempo en que ese concepto de Europa iba, culturalmente, de Dublín a Moscú. No era homogéneo, porque los europeos adoran pelearse –y si es posible matarse– y son maestros en eso de marcar matices. Así, Irlanda era un suburbio dudoso de atraso, Rusia era el otro borde, poderoso pero bárbaro, y Francia venía a quedar en el centro mental. Pero lo que nadie dudaba era que el centro real, físico, económico y de a ratos político, venía a quedar en el medio: era la Mittel Europa que hablaba más que nada alemán, con las primeras lenguas eslavas por ahí y extrañezas como el húngaro. Mal que les pesara a los franceses, la gran usina europea del siglo XX estaba en esta Europa Central y si uno puede empezar una nota en Buenos Aires contando esto como un insight, es sólo porque la Guerra Fría puso un telón sobre algo evidente.
Antes de esa guerra, los mitteleuropeos eran legión en nuestra ciudad de inmigrantes y los arquitectos en sus filas dejaron un puñado de edificios de particular interés. Uno es el de las oficinas de Moreno 364-376, firmado por Johannes Kronfuss, un húngaro de línea alemana, que inició entre nosotros una segunda carrera cuando ya era un profesional de años y obras en Alemania. El edificio, de siete pisos, es de los mayores que construyó en Buenos Aires –vivió más que nada en Córdoba– y funcionó por ochenta años como oficinas. Antes de fin de año, la obra será reinaugurada como viviendas para turistas y locales, y el trabajo incluye una impecable restauración de fachada y de los muchos ornamentos internos de esta obra tan especial.
El edificio de Moreno al 300 tuvo un destino bastante apacible. Propiedad de una familia desde su construcción, la única alteración que sufrió fue a manos de su principal inquilino, la editorial Kapelusz. Según parece, esa firma fue una víctima particularmente virulenta de la moda de “modernizarse” de los años ‘70, cuyo síntoma principal consistió en destrozar interiores de estilo bajando cielos rasos con tiras de metal y cubriendo pavimentos con linóleos alucinógenos. Kapelusz, que estuvo muchos años en el local de Moreno al 300, se esmeró y arrasó por completo el gran local de planta baja del edificio, todo el primer piso que ocupaban sus oficinas y hasta el hall de ese nivel, único ámbito en el que desaparecieron las mayólicas que ornan todas las circulaciones.
Pero el resto siguió igual, indemne y con baqueteos menores. Desde la calle se puede apreciar un edificio claramente art déco y con fuerte estilo europeo central, con esos ornamentos florales o animales etéreamente estilizados que lo caracterizaban. La fachada es de símil piedra en un tono cálido, pero arriba, en un falso techo de tejas, y abajo en un notable basamento, campean y dominan las cerámicas, otro toque centroeuropeo relativamente raro en esta ciudad. Este basamento toma la planta baja, de altura extra, y un primer piso de grandes ventanales arqueados en medio punto, con vidrios repartidos. Esta banda baja está revestida con cerámicas Uwag, una fábrica ubicada en una de esas líneas de quiebre europeas, tierras que pasaron de Alemania a Polonia una y otra vez. La Uwag hace mucho que se dedica a fabricar cerámicas para uso técnico, cosas como bornes eléctricos.
Es una pena, porque lo que se ve en el edificio de la calle Moreno es estupendo. Esta primera parte del frente está cubierta por unas placas de cinco centímetros de grosor, un bizcocho de ladrillo con un glaseado opaco que le da una cuasi perfecta textura de piedra oscura. El sistema incluye hasta capiteles en estilo art déco y un amplio paño de un color verde agua, que aliviana el conjunto. No es casual que Moreno 362 sea casi el único frente de la ciudad que ostenta firma de arquitecto, firma de empresa constructora (la Schmitt) y firma de la empresa de cerámicas.
De estos dos pisos en cerámica surgen tres pisos en símil piedra de muy buen ritmo, muy verticales y sabiamente ornamentados, sector que cierra en una gruesa cornisa. Por encima, la fachada se retira un poco, habilitando dos pequeños balcones, pero sigue básicamente igual. El sexto piso es el remate del conjunto, una mansarda de aires luteranos que toma el fuste de la torre y miente que es una estructura armada por las cerámicas Uwag que parecen tejas. En realidad, este techo inclinado es de hormigón armado. Arriba, en lo que podría ser el séptimo piso, se alza una linda cupulita muy déco, rematada por un florón algo gastado. La cúpula también es de hormigón y contiene un tanque de agua, que debe ser de los mejores alojados de nuestra ciudad. Todo este símil piedra será ahora prolijamente restaurado, florón incluido.
La fina mano del arquitecto se puede apreciar apenas entrando al edificio. Kronfuss era de los profesionales de la vieja usanza, fino pintor y un erudito que no sólo aprendió castellano sino que generó políticas públicas en Córdoba, escribió libros sobre el estilo colonial y participó con gusto en la moda neocolonial de los ‘30 y los ‘40. Esto es: era un hombre perfectamente capaz de dotar a su edificio de un sistema completo de decoración interna. El hall de entrada, largo y sin pretensiones, es un elegante espacio en verde con pilastras en tostado, fina herrería en la entrada y unas deliciosas lámparas en metal forjado, todo por fortuna intacto. Luego de este hall, y pasando unas puertas doble batiente de madera y vidrio, se encuentra uno en un segundo hall, bastante pequeño, donde arranca la escalera y se pueden tomar las ascensores. Es una cajita de bombones delicadamente trabajada en Uwag, con un mueble de correspondencia que da ganas de llevarse a casa y una escalera recia y decorada en hierros evidentemente forjados a mano. El espiral entero de esta escalera, seis pisos, está revestida hasta la altura de una persona por una banda continua de cerámicas lisas, halls incluidos, excepto donde los Kapelusz las arrancaron, en el primer piso. Para mayor alegría, entre piso y piso se abren altos ventanales decorados con vitrales del alemán Gustav van Treeck, cada uno dedicado a una actividad económica –navegación, industria, transporte, ganadería y agricultura– que están en perfecto estado de conservación gracias a una oportuna doble protección de vidrios.
Una característica sutil de este edificio es su paradójico aire industrial. Sucede que al ser una de las primeras estructuras de hormigón porteñas, el pobre no puede evitar tener un aspecto que recuerda a los primeros galpones hormigonados de Puerto Madero, con columnas hexagonales y vigas que incluyen ángulos en el entronque, como si fueran ménsulas. Según parece, los calculistas no las tenían todas consigo o tal vez no confiaban demasiado en ese material novedoso, porque hay una profusión de columnas francamente llamativa. Eso sí: no hay un centímetro cuadrado de hormigón a la vista y cada elemento de la estructura que quedó expuesto fue finamente revocado. Este edificio es de una época en que la palabra elegancia todavía estaba en el vocabulario del arquitecto.
Las plantas son todas iguales, con un hall distribuidor que aloja las circulaciones verticales –ascensor y escalera– y abre puertas de madera, de las altas y con banderola, hacia el frente, el centro y el contrafrente. En el reciclado del estudio Fernández-Huberman-Otero, veterano de lides semejantes en edificios como el Hotel Jousten, estos sectores quedan divididos en departamentos que van de algo más de treinta metros a algo más de ochenta, todos con baño y antebaño, kitchinette, aire acondicionado y ventana. Dos departamentos comparten una de las viejas puertas, con lo que cada par tiene su pequeño hall íntimo antes de la entrada propiamente dicha a la unidad.
La terraza de este edificio porteño realmente merece el calificativo de romana, ya que no se sabe para qué lado mirar primero. Enfrente está la alucinada cúpula de San Francisco, con sus aires barrocos checos (otra vez Europa Central). Para el Bajo se alzan las torres de la Aduana y el río. Para el Oeste se disfruta de una confusión de cúpulas y mansardas dominada por la torre gloriosa del Concejo Deliberante. Y hasta para el Sur, que a primera vista ofrece el horror de los contrafrentes de la avenida Belgrano –otro pecado urbano de la frivolidad porteña– en un segundo vistazo, para abajo, brinda algunos jardines ocultos de las casonas más viejas que sobreviven en la manzana. Francamente abrá que agenciarse algún amigo que invite a disfrutar este espiadero de maravillas.
El reciclado de este edificio de Moreno al 300 es un ejemplo, además, de inteligencia económica. Los inversores están claramente decididos a no perder ni un vintén y encontraron la manera de rescatar y darle nueva vida a un clásico de evidente valor patrimonial. A la vez, en una cuadra muerta en cuanto baja el sol, traen población, algo esencial para el centro viejo. El emprendimiento va a funcionar evitando la estupidez habitual de demoler para construir a nuevo algo seguramente más berreta y feo, o remodelar a lo bruto, cuerpeando el APH que protege la zona
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