Al que le parezca un lujo eso de que una ciudad mantenga sus comercios tradicionales le conviene repensar las cosas. Los hipermercados suelen impresionar con el argumento de la compra a escala, lo cual es cierto en teoría, pero olvida cariñosamente que un supermercado es una superempresa que busca superganancias, por lo que no le repasa el mejor precio al cliente. Lo que termina en que una botella de algo cuesta lo mismo en el híper que en el almacén.
En otros casos, el argumento es todavía más claro. Un reciente estudio en Manhattan investigó un milagro: en una de las ciudades más caras del planeta, los feriantes de Chinatown se las arreglan para vender sus verduras frescas casi al mismo precio que en Buenos Aires. Resultó que el misterio era simple. Primero, que una feria o pequeño comercio no tiene los descomunales gastos fijos de un gran local. Segundo, que ese tipo de comercio no hace stock, con lo que compra sus vegetales más maduros que los súper, que los necesitan muy verdes, para que duren.
¿Qué tiene esto que ver con lo slow? Que el cliente que compra un tomate maduro para hacerse una salsa es el cliente que hace una pequeña compra todos los días y cocina fresco, un cliente slow. El que compra verdura para toda la semana paga más caro y vive apurado.
Todos conocemos este tipo de shopping, de barrio, que suele implicar, en nuestro imaginario, amas de casa a tiempo completo que no tienen otra cosa que hacer que ir a la feria. Pero no hace falta que sea así: en las ciudades slow se acomodaron los horarios para que coincidan ferias y gente que trabaja, y los restaurantes también se volcaron a comprar en este tipo de comercio, más barato.
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