Sábado, 17 de octubre de 2015 | Hoy
Por Marcelo Magadán
Oí acerca de José María Peña en los últimos años de mi cursada de la carrera de arquitectura, a finales de los setenta. Trabajábamos para alguno de los “Diseños” en un proyecto de readecuación de unas manzanas en torno a la Plaza Dorrego. Por entonces, mi interés por la ciudad y el paisaje urbano me llevaron a escucharlo en alguna conferencia y a visitar el Museo de la Ciudad para ver sus exposiciones. Poco después de haberme recibido, decidí presentarme a una beca de la OEA (Organización de Estados Americanos) la que, finalmente, me permitió viajar a México y cursar la maestría en restauración de monumentos. Era el invierno de 1982 y necesitaba un aval para postularme. Le pedí una entrevista, le hablé de mis intereses profesionales y luego de una larga charla accedió a firmarlo. Dos años después regresé a Buenos Aires y fui a verlo para contarle el resultado de mi viaje y agradecerle su apoyo. Desde entonces compartí diferentes momentos: visitas a obra, congresos, charlas, debates y batallas, siempre con el patrimonio urbano como eje.
José María era una persona inteligente, inquieta, sensible, creativa y de un humor notable. Una persona que en 1968 supo crear el Museo de la Ciudad con un montón de materiales y elementos recuperados de las demoliciones producidas para extender la 9 de Julio. Ese fue el inicio de una colección que creció en el tiempo con otros objetos recogidos de la calle o donados por los vecinos. Entre sus muchos logros se cuentan la Feria de San Telmo, los programas de radio, los bailes en la calle y los aportes a los diferentes organismos de los que formó parte, incluyendo la por entonces Comisión Nacional de Museos, de Monumentos y de Lugares Históricos, de la que fue vicepresidente, junto a otro grande, el Dr. Jorge E. Hardoy.
Presidió la Comisión Técnica Permanente para la Preservación de Zonas Históricas de la Ciudad y junto a su equipo gestionó la U-24, la primera zona de preservación de la ciudad de Buenos Aires que abarcaba los barrios de Catedral al Sur y San Telmo en 1979. Gestionaba tratando con los vecinos, hablando, consensuando, caminando la zona, a la que se mudó con el correr del tiempo. No fue una tarea fácil. Tuvo que resistir los embates de quienes reivindicaban sus propios intereses inmobiliarios y los de otros, sin demasiado apoyo de las autoridades municipales. Fue acusado de querer frenar el progreso de la zona y de querer convertirla “en un museo histórico de suciedad, desidia y ruinas”. Pero gracias al esfuerzo realizado todavía podemos disfrutar de algo de su historia.
De igual modo, con el apoyo de sus colaboradores, supo engrandecer el Museo de la Ciudad, aún con los escasos recursos de los que disponía. Con los objetos donados, las fotografías de la colección, algunas cartulinas de colores, fotocopias y mucho ingenio supieron mostrarnos la vida cotidiana de los porteños ayudándonos así a conocer más sobre nuestro origen y nuestro pasado. Las limitaciones impuestas por la realidad se superaban con mucho ingenio y una dosis certera de delicado humor.
Se acaba de ir un promotor de la cultura de Buenos Aires, una persona entrañable, de esas que uno piensa que siempre van a estar para orientarnos, para tendernos una mano. Gracias por todo José María. Espero que en el lugar donde te encuentres te llegue este cálido abrazo con forma de palabras.
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