Jue 01.01.2004
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TEATRO LOS SUSODICHOS

Tarea grupal

La historia de Los Susodichos es la crónica de alguien que crece: de cómo empezaron jugando, a los 11, en una clase de teatro de Hugo Midón, y se volvieron uno de los grupos más talentosos de la escena porteña. En Total, su último espectáculo, poco queda del pasado infantil. Los chicos se cargaron de sensualidad, luchan en el barro o bailan o representan la escena familiar de conflicto entre hermanos con el eje puesto en lo corporal. Este es teatro de movimiento: la pareja en la cama, la coreografía de rock, el gag en el cementerio son la antítesis del naturalismo televisivo, un espacio –según Ezequiel Díaz, susodicho y director de Total– que es “un homenaje a la libertad, pero no desde un lugar pretencioso sino como expresión de lo que hacemos desde los 11: improvisar, guionar y desechar desde las vivencias de cada uno, la fuerza, la energía, el desprejuicio...”. ¿Qué cambió desde los comienzos, a las órdenes de Nora Moseinco, hasta el presente de los veintipocos? En Total, Los Susodichos (Lucas Mirvois, Azul Lombardía, Cecilia Monteagudo, Lucila Mangone, Federico Vaintraub y el propio Díaz), contaminan el show de todas las claves que impone la TV: cuerpos y rostros de galanes de comedia juvenil, gags y diálogos de sitcom, aceleración de cartoon pero resignificados al servicio de nuevas historias de lo cotidiano, que nunca es puesto en tono costumbrista. Este es el mundo de alrededor pero extrañado, exagerado, pintado a trazo grueso y, por sobre todo, bien actuado. De la tele, necesitada de juventud y belleza pero con un extra de talento, llueven ofertas. Por ahora, ellos responden: “No, gracias”.

Dos puntas
Federico León y Cristian Drut dieron el salto: el primero llegó al San Martín; el segundo impuso en la cartelera una obra preciosa. León, autor y director de esa pequeña obra maestra que fue Cachetazo de campo, llevó al teatro oficial El adolescente, una pieza de Dostoievsky, con poquísimo diálogo y con la vocación de explorar diferentes lenguajes para recrear aun grupo de jóvenes, y un adulto que se resiste a dejar de serlo. Los chicos, en escena, se golpean, se empujan, corren y tararean, y el resultado es un cuadro biográfico de alto impacto emotivo. Drut venía de montar una reflexión sobre el desempleo y el mundo de las corporaciones, Top Dogs y quiso hacer lo opuesto en La jaqueca: un regreso al mundo privado de una madre enferma y sus dos hijos, el ámbito ínfimo de una habitación y el pequeño conflicto familiar. Para los dos, queda el objetivo cumplido: ser el puntal de una generación.

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