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Jueves, 18 de marzo de 2004

DE VISITA POR SOWETO, A DIEZ AÑOS DEL FIN DEL APARTHEID

Blancos en la mira

Durante los tiempos del Apartheid, los blancos salían a matar negros... para divertirse. Ahora, las cosas cambiaron. El barrio símbolo de la resistencia contra la segregación racial, libre al fin desde la asunción de Nelson Mandela como presidente en 1994, se parece bastante a cualquier de los nuestros: hay pobreza, miradas desconfiadas, resentimiento e historias de la calle, cada día.

TEXTO Y FOTOS: MARIANO BLEJMAN
Desde Soweto, Sudáfrica

Las paredes de Johannesburgo son inmensamente blancas. Será que sus habitantes no quieren ver el presente electrificado contra el temido peligro negro. El centro es un oscuro fantasma deshabitado, una postal del Commonwealth: fina, limpia y británica. Pero los jóvenes blancos ya no caminan como antaño, cuando salían a matar pibes negros para festejar los cumpleaños. En mayo se cumplirán diez años de la asunción de Nelson Mandela al poder como el primer presidente negro de la historia de Sudáfrica. Y, mucho más importante, será el más festejado aniversario del fin de la segregación racial más humillante y famosa de la historia contemporánea.
–Cuide sus cosas... –dice el taxista, negro, que se dirige a un hotel de la ciudad blanca; evitando otros caminantes, negros, manejando por la izquierda blanca. El portero también es negro. Mira hacia atrás y a los costados antes de abrir la puerta. Se siente el timbre eléctrico que destraba la cerradura y un cartel con una calavera aconseja no tocar la reja, también electrificada.
–No le aconsejo caminar por el barrio –dice el rubio, blanco, encargado, que atiende y entrega la habitación–. Usted es turista y es blanco, no va a pasar mucho tiempo hasta que lo asalten.
Así están las cosas diez años después. Johannesburgo es una ciudad difícil para los blancos –sobre todo para los jóvenes– desde 1994. Hombres oscuros con intenciones claras han salido de Soweto (Southern Westhern Town), el barrio negro que terminó con el Apartheid, para adueñarse de la ciudad. A comienzos de siglo, las minas de oro atrajeron miles de trabajadores y lo que parecía un trabajo temporario fue sustento de miles. Desde 1903, la administración intercolonial de Native Affairs Commission decidió que los negros debían aceptar la supremacía blanca. Y aprobó poblaciones de africanos, fuera de la ciudad. Klipspruit, en el sur de Johannesburgo, y dos pequeñas localidades llamadas Western y Eastern Native Townships fueron establecidas en 1904. Soweto es la unión de esas poblaciones. Está ubicada a tres kilómetros de Johannesburgo, con tres millones de habitantes. Aunque, a decir verdad, nadie sabe exactamente cuántos viven por ahí.
Yazmín, Inigo y Mombase son los contactos del No para visitar Soweto. Yazmín es directora de arte y trabaja en las minas de oro “para que los mineros conozcan sus derechos”. Inigo y Mombase dejan pasar sus días en el bar de Baseline, allí donde la música tiene color negro. Johannesburgo vivió de las minas de oro que enriquecieron a las colonias. Ahora, los únicos blancos que pisan ese barrio son turistas en combi. Norteamericanos, alemanes y japoneses llegan a donde Mandela pasó sus últimos días antes de ser arrestado en 1964. Por más de 20 años, Soweto vivió en guerra frontal contra los blancos desde que un joven fuera asesinado en una marcha estudiantil. El 90 por ciento de los sudafricanos que no son negros, jamás se atrevió a pisar esta tierra.
La Constitución de la Unión de Sudáfrica reafirmó la segregación en 1910. Las leyes contra los negros explotaron en los ‘20 y aparecieron organizaciones contra la represión: el South African Native National Congress en 1923, la Unión Industrial y Comercial y el Partido Comunista Sudafricano. En 1931, Johannesburgo organizó un nuevo barrio negro para 80 mil residentes que llamó Orlando. Y los barrios colindantes se unieron formando Soweto. Pero los habitantes ocuparon las casas sin terminar.

Por la carretera
El auto de Yazmín que nos lleva a Soweto tiene la guantera destartalada, llantas brillantes y parece salido de un clip de los Red Hot Chilli Peppers. Mientras maneja, Yazmín apoya el brazo derecho en la ventanilla:va por la izquierda. El panorama se vuelve cada vez más negro mientras ingresamos a Soweto. Y entonces se ve la Universidad: “Es negra, no le asegura el futuro a nadie”, cuenta Inigo. En Soweto todos hablan zulú y pocos ese inglés de la Gran Bretaña. Menos hablan el afrikaans, impuesto por la fuerza. Bana, la abuela de Mombase, cuenta que quemaron las escuelas porque el gobierno “quería imponernos el afrikaans”. La casa gris de Bana tiene los pisos sin terminar. Tiene 63 y vive desde que nació en una casa sin rejas. Conoció a Mandela de joven, vivía en su misma cuadra. “Recuerdo que era abogado y que llegó a crear un club de baseball, hasta que fue arrestado por activista político”, cuenta Bana, quien trabajó en las ligas de mujeres contra el Apartheid. “Durante años nos trataron como idiotas”, comenta.
Una noche de 1976, Mombase fue arrebatado de su cama por su padre. La familia se estaba exiliando de apuro hacia Mozambique sin avisar. “A mi hijo lo perseguían por quemar su permiso. Apenas se fue, vinieron a buscarlo en cinco autos. Se pararon en la puerta, saltaron la pared, se metieron en mi casa y me llevaron a mí. Pero yo no tenía idea de dónde estaban”, recuerda y se seca los ojos humedecidos por el relato. El 16 de junio de 1976, el Apartheid cobró su primer muerto político en Soweto. Un policía blanco disparó contra un joven en una manifestación contra el afrikaans y comenzó un caos de 18 años que terminó con el Apartheid.
Todo se había complicado aún más cuando, en 1948, el Partido Nacional ganó las elecciones e impuso el Apartheid. El nuevo gobierno destruyó al comunismo, prohibió el matrimonio entre grupos raciales y reguló el movimiento africano mediante la creación de un libro de pase que los blancos llamaban Dumm Pass, que significa, “pase de idiotas”, el que destruyó el padre de Mombase. En la década del ‘50, el gobierno reubicó a 60 mil africanos, indios y chinos en Soweto, todos en condiciones infrahumanas.

Los contrastes
El auto se detiene ahora en un descampado de Orlando West, un barrio tranquilo. Pero los ojos blancos de sus habitantes son dardos punzantes ante cada paso de un intruso decolorado. “No muestre la cámara de fotos”, sugiere Yazmín. Inigo, Mombase y Yazmín caminan explicándoles a los vecinos de Soweto que ese blanco que camina es extranjero: “De Argentina... Maradona”, y todos sonríen. Todos conocen a Maradona, por supuesto. Soweto no tiene paredes altas, ni redes electrificadas ni puertas. Se ve a varios niños jugando sobre una cama elástica. El frío de Johannesburgo contrasta con el calor de cuerpos que tienen poco que perder en Soweto. Entonces, una mujer pasa el rastrillo a una vereda de tierra. Una gota espesa cae por los surcos de la frente que el pañuelo pretende interceptar. Otra está debajo de la sombra de uno de los poquísimos árboles de la zona y no deja fotografiarse. Las pupilas profundas de los vecinos de Orlando West dejan estelas de resentimiento. En el recorrido algunos bungalows confortables contrastan con construcciones prefabricadas de tres habitaciones. Los barrios fueron creados sin ninguna planificación y sólo algunas zonas cuentan con agua corriente. Dentro de las habitaciones, tres o cuatro familias lo comparten todo.
De pronto, una caravana lujosa pasa frente nuestro. Una limusina blanca seguida de autos llenos de negros que miran por la ventana. “Van a un funeral”, cuenta Yazmín. La muerte incluye ágapes sociales. Unas cien personas esperan su ración fría. Soweto ha creado un negocio fabuloso con la muerte: autos de lujo y compras fastuosas de comida para los asistentes. La muerte se muestra cuando sucede. Y al parecer sucede bastante a menudo.
La zona donde vivió Mandela contrasta con el barrio. Mombase cuenta una historia que suena conocida para Latinoamérica. Sus padres se exiliaron deSudáfrica en 1976, la época más fuerte de represión blanca. Ahora él tiene 24 años y trabaja en el bar de Baseline, en Johannesburgo, donde las noches se llenan de jazz. Su abuela Bana, quien vivió durante años en la misma cuadra que Mandela, en una esquina de la calle Vilikazi, en Orlando West, dice: “Desde el fin del Apartheid estoy más contenta, pero en algún lugar mi memoria sigue furiosa con los blancos”. En el museo de la casa de Mandela, un grupo de alemanes desciende de la combi y se mete con rapidez. Un guía negro de túnica celeste recorre la casa. Pero impide fotos a las balas incrustadas en la pared.
De vuelta en Johannesburgo, emparedados de rejas electrificadas se puede ver a un hombre que está parado en una esquina y con una ametralladora automática sobre su cuerpo. Durante el Apartheid los blancos salían a matar negros para divertirse. “Ahora los blancos tienen miedo de que los maten”, se dice. Para colmo, los negros han ido ocupando los trabajos medios y bajos que en otra época eran sólo para blancos. En una de las paredes infranqueables, un cartel azul de letras blancas dice “Seguridad: Respuesta armada”. Pero hay un detalle que los blancos no han tenido en cuenta para contratar el servicio. El guardia tiene la piel bien oscura y, a mi gusto, sonríe demasiado.

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