LOS OFICIOS DEL REBUSQUE DURANTE EL VERANO
El tren de la costa
Un viaje al mundo de aspirantes de bañero, artesanos, guardianes de martillo y clavadores de sombrillas que conviven en la playa marplatense para zafar el verano. Un chapuzón de nuevos trabajos.
POR JULIAN GORODISCHER
Desde Mar del Plata
Los une la resignación: hay que pasar el verano como sea y a bajo precio. Para zafar, sobra ingenio y actitud de mártir. Lo sabe el “trencero” que agrega distintos grosores en una misma mecha de pelo. Y también el aprendiz de bañero que clava la mirada en el mar durante doce horas corridas. Se “la banca” con ganas la guardiana de martillo (una máquina que convoca al público a medir su fuerza) harta de que justo le emboquen a su dedito del pie izquierdo. El panorama costero ofrece changas insólitas, otras más comunes, todas bajo el sol y con 30 grados a la sombra. Ahora, el rebusque tiene valor agregado: no es mera supervivencia sino la vía para garantizarse una larga estadía en la costa.
¡Te la clavo donde quieras! Lo dice Juan Martín Massano, de 25, a quien se le acerca a requerir sus servicios en la Popular. Siempre hiperkinético, de aquí para allá y con el beneficio del “lomazo” natural y sin fierros, así nomás y mientras se gana el sueldo. El asegura que el mito de “la veterana caliente” es muy cierto, que lo miran con deseo, y a veces le dicen: “¿Venís a casa? Te invito un café”. A lo que Juanchi (torneado alla Baywatch) siempre dice que sí, en caso de que lo haya precedido alguna gentileza ad hoc. “De los 40 para arriba encaran mucho –asegura–. Pero la previa exige regalos: altas propinas, una remera. Llegaron a darme hasta una cadena de plata.” Juanchi pasa el verano trabajando para financiarse la carrera de Contabilidad durante el invierno, en la ciudad de las olas. El costo son las cien sombrillas diarias, con exigencias insólitas. “Clavámela más adentro que tengo miedo de que se me vuele”, es el pedido más común, de hombres y mujeres grandes, con ecos obscenos pero muy prosaico. “Hay mucha paranoia con los accidentes. ¡Pero no pasa nada malo nunca!”
En la playa, el guardavidas. Harto de ser el segundón, el aspirante a guardavidas ahora gana chicas a lo loco. “En los boliches, el DJ; en la playa, el guardavidas”, dice. ¿El secreto? Toda una tradición como conocedor de ese tinte vidrioso, como extraviado, que se le debe asignar a la mirada, siempre fija en el mar, como desinteresada de las colas y las tetas. Pero listo para dar el zarpazo. “Todo muy tranqui –desmiente Lionel Mingo, de 21–, uno está para ayudar (mantiene la compostura).” Pero como “la canaleta que chupa a la gente” cambia todo el tiempo hay que estar alerta, coordinar la rosca, la soga, el torpedo, con el andar de un modelo masculino en tránsito con la pera hacia adelante, hombros tensos, abdomen reteniendo el aire. “Salvé a un padre y a su hija –dice–. Son ocho días corridos de doce horas de trabajo (para aprobar el curso en la academia de La Plata). Pero igual da gusto.”
Ay, me duele. Puede decirlo un día cualquiera la guardiana del martillo, en plena Bristol, cuando el nenito quiere demostrar su fuerza al papá y le pega justo en el dedo. Wanda Olivero, instructora en Recreación, ya es una experta en el arte de levantar la pesa hasta bien arriba. “La clave es pegar en el medio”, dice. Esta no es la estética del parador de moda; en el centro hay una invasión de marcas de segunda línea, chivos como de Mauro Viale o de la TV Compras que instalan su atracción como en la kermesse playera. Los pibes marplatenses batallan desde diciembre para conseguirse un puestito, y a la afortunada le toca atender a la cola de dos cuadras. Wanda, que es compasiva, tiene trucos para no decepcionar al debilucho. “Los chicos pegan con el martillo en la pesa y pisás disimuladamente para que suba más alto y el nene quede contento.”
¡No doy más! El arquero de playa es un mártir viviente del siglo XXI: se para en medio del arco improvisado por la marca de calzado deportivo, como un promotor con ligeras variaciones; en vez de sonreír, exhibe las marcas del pelotazo. Ojo izquierdo morado, leve terror en la mirada cada vez que le toca el turno a un orangután (alternado entre mareas de niños). La fila llega desde la popular hasta el Auditórium, pleno centro de Mardel, y el arquero confiesa su hastío por lo bajo: “No me dejan renunciar -conmovido–. Dicen que firmé que me quedaba todo enero, y que si me voy ahora no veo un mango”. El pibe (Ignacio R., identidad protegida por el tenor de su confesión) es el sufriente anacrónico que recupera la tradición de enanos en las ferias de variedades, de mujeres barbudas a las que se tironeaba para saber “si era verdad” o nínfulas bajo el ataque de dardos de ilusionismo. Eso que parecía extinguido resurge en Mar del Plata, como promoción con buenos réditos. “Descargan violencia, venís, pateás, te relajás”, argumenta el empresario de la marca. Ignacio, por la noche, no tiene ganas de ir a bailar.
Trenza gourmet. Si la cultura palermitana nos había acostumbrado a la tiranía del diseño, la ola llegó a Mar del Plata de la mano del trencero gourmet, Daniel Vera, un porteño con rebusque excéntrico y rendidor: sus trenzas cambian el grosor y la textura a lo largo del mechón. ¿El resultado? Asociado a la deformidad, extrañamente requerido dado que convierte a las cabezas en un magma de anchos desiguales, sin atender a esa regla de “lo prolijo” que dicta: simetría y sistematicidad. Vera propone lo contrario: cabezas que luego lucen como convulsionadas, con grumos, aplastamientos. “Pero a las nenas les encanta; se sienten distintas –dice Vera–. Si ves a otro tipo que te proponga algo igual sacame en la tapa del diario por tramposo, arruiname la carrera, destruime si querés. Yo te digo que soy el único. ¡No te miento!”