Jueves, 11 de mayo de 2006 | Hoy
NUEVOS MILITANTES SOCIALES EN EL INTERIOR
Jóvenes que se movilizan lejos de los centros de poder: denunciando la prostitución infantil en Tucumán, aguantando balazos en Santiago del Estero, contra el desmonte del Chaco y tratando de impedir las minas de oro en la Puna jujeña.
Por FACUNDO DI GENOVA
“En El Sifón, las mujeres terminan prostituyéndose desde muy chiquitas”, dice Fabiana Martínez, intentando ser escuchada. Vino desde Tucumán con la propuesta de un centro cultural para chicos del barrio El Sifón, “uno de los más discriminados de la provincia”. Es voluntaria en el comedor barrial y quiere revertir el problema. La de Fabiana es una de las doscientas jóvenes historias del Noroeste que se escucharon el último fin de semana largo en Santiago del Estero. Estudiantes secundarios y militantes campesinos, misioneros, miembros de organizaciones sociales de Salta, Catamarca y Tucumán se juntaron a discutir sobre el estado de las distintas “culturas” dentro de un mismo territorio. La mitad de los participantes –de entre 15 y 30 años– fueron pibes santiagueños que empiezan a salir del oscurantismo juarista, aunque todavía el acceso a los espacios del Estado, la concentración del poder económico y la distribución desigual de la tierra permanezcan como entonces, como quedó claro en el plenario de cierre en la Escuela Normal Manuel Belgrano, encuentro organizado por la Secretaría de Cultura de la Nación y su programa “Argentina de punta a punta”.
El Normal Belgrano es un hervidero. Pablo Gramajo sale de un aula adonde se está tramando una definición de cultura. Es ancho y grueso, ademanes de cacique, expresión de misionero. “Todavía no pudimos ponernos de acuerdo con la definición de cultura, justamente porque hay mucha diversidad”, dice este catequista católico que trabaja desde los 16 años en el Barrio 1ª Junta, adonde los chicos como él se pierden en la oscuridad del vicio. Es el problema que vino a plantear. “Para mí hay que salir del asistencialismo y no depender del Estado; por supuesto que el Estado me tiene que dar, pero yo tengo articular con ese Estado para que haya un cambio.” Pablo tiene 20 años.
Cristian Colina ve cosas parecidas a diario, pero en otra provincia. Flaco, la cara chupada y los ojos saltones, tiene 22 años y es jujeño. No participa en ninguna organización, aunque a su modo hace trabajo social. Es artista. Y pinta lo que ve. Vive en el Islas Malvinas, un barrio pobre a 5 kilómetros de la capital: “Pinto kollas porque siempre ando con ellos, viajando por el Norte”. Es autodidacta, cultor del impresionismo y copado del surrealismo. El año pasado, dos de sus cuadros fueron elegidos para la muestra “21 años en democracia”, algo que le sirvió como incentivo para seguir su venta itinerante de retratos por diez pesos en Tilcara y Maimará en Jujuy, pero también por Tucumán, Salta y el sur de Bolivia. Fanático de La Renga –”la última vez me pude colar con una chica”–, dice ser capaz de utilizar cualquier técnica y de no comer durante días para juntar plata y comprar pinceles y pasteles. “Y así me quedo improvisando, pintando kollas y paisajes. Es lo único que me importa”, dice. Y pone cara de loco.
Hace cinco años que José trabaja con el Movimiento de Campesinos de Santiago del Estero (Mocase). Viene desde Tintina, un pueblo a 200 kilómetros de la ciudad, para compartir su experiencia con la radio comunitaria Sachaguayra (Dios del monte), que transmite en quechua, la lengua de origen incaico que en el impenetrable santiagueño es más hablada que el castellano. “La radio es un medio fundamental para contarles a los que viven en el monte, y que quizá nunca fueron a la ciudad, que tienen derechos sobre la tierra.” José cuenta que muchos campesinos –el Mocase agrupa unas 8 mil familias del interior santiagueño– no saben leer, “pero son maestros, porque tienen el saber que les da el monte”.
Y lo dice con orgullo, pues su bisabuela fue vilela, una de las etnias que habitaron –que aún habitan– esta región que desde 1553 se llamó Santiago del Estero. “El campesino sabe que a un monte no se le tiene que pasar la topadora. En cambio, a un ingeniero agrónomo lo forman para que en un espacio de uno por uno logre la mayor producción. Nuestros viejos nos hanenseñado a cortar en forma seleccionada, y para cuando ya se cortaron cien arbolitos, el primero que cortaste creció de nuevo.”
Al desmonte que sufrió Santiago hace 70 años, cuando se devastaron los quebrachales para fabricar durmientes de ferrocarril y combustible para Inglaterra, ahora le sigue el desmonte para fabricar carbón. Y sembrar soja. El algarrobo y otras especies están en peligro. Y aunque existe una ley que lo prohíbe, José dice que las topadoras siguen trabajando. “Los terratenientes topan todo, dejan que los árboles se sequen y mandan fuego, ni siquiera le dan la leña a la gente. Eso hoy lo siguen haciendo en la zona norte de la provincia, que está bastante avasallada, adonde la empresa Madera del Norte dice ser dueña de 140 mil hectáreas. Ahí hemos tenido compañeros baleados.”
Martín Córdoba vino de Catamarca para contar su proyecto musical. Tiene 24 años y toca el bajo en una banda de rock, pero se colgó hablando con el NO de algo que le quita el sueño. Sus amigos se están organizando para frenar la construcción de una nueva mina de cobre a cielo abierto en Andalgalá. “Pero nadie les da bola”, se ofusca. “No sería la primera mina de metales a cielo abierto”, dice Martín. “La Lumbera hace años que está y afecta tanto a Catamarca como a Tucumán, porque tiene un mineraloducto que atraviesa toda la provincia. Si bien no hay estudios, la contaminación es un hecho.” Carlos Díaz escucha. Es de La Banda, a ocho kilómetros de Santiago. Filósofo y periodista, tiene 27 años, edita la revista cultural Acilbuper (República) y se reconoce de clase media “en el sentido de que muchos sectores de Santiago no tuvieron el acceso al conocimiento que nosotros tuvimos”. Carlos se acercó porque en La Banda, dice enojado, “hay cero política cultural”. Estuvo en el grupo que debatió sobre participación social y política. “Nos preguntamos si era posible separar la participación política de la social. Y quedamos en que es imposible. El trabajo social no es político desde el punto de vista partidario, pero sigue siendo político. El problema es si el cambio va de abajo hacia arriba o si la persona que está abajo tiene que ir hacia arriba a ocupar espacios en el Estado. Las posiciones han quedado encontradas.”
El domingo es día de cierre. El día en que muchos se levantaron sin saber todavía cómo, pese a la celebración de anoche, cuando las miradas amistosas de la tarde se concretaron en amores interprovinciales. Es que, al cabo de dos días, al debate y las propuestas se le ha sumado el intercambio de amor, sin lo cual todo lo demás no sirve para nada. Antes del plenario de cierre, mientras una veintena de chicos del primer año del colegio Pío XII todavía discute qué está primero, si el derecho a la vida o a la educación, en los pasillos del Normal Belgrano se sucede un diálogo entre Carlos Díaz y Pablo Gramajo. Uno habla de la mandinga en los montes, de los chamanes, de la convergencia entre la magia africanista y la religión indígena. El catequista escucha con atención. Y pide si conoce algún gualicho para conquistar una chica. Le brillan los ojos. Está enamorado. Y no precisamente de Dios. Al pintor impresionista jujeño parece que también le pintó el amor. Aunque no lo diga, Cristian no se ha despegado de Verónica, un bombón tucumano que estudia Bellas Artes y tiene 17 años. Antes de volver a Jujuy, avisa, se va con ella para Tucumán, quién sabe hasta cuándo. Comida no le va faltar.
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