Jue 06.06.2002
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Voy a irme, lo sé

› Por Pablo Plotkin

El cadáver de Ricky Espinosa se veló en un patio pobre de Gerli, calentado a querosén. Varias casas funerarias de Avellaneda se negaron a hacer el trabajo por temor a la clase de gente que pudiera convocar. De manera que los restos de Ricky, quien se arrojó de un quinto piso de uno de los monoblocks de Güemes, se velaron el viernes pasado en la casa de su hermano. Era una noche helada. Había familiares, amigos y algunos seguidores de Flema; la cara de Ricky, torcida y maquillada, sobresalía de una mortaja blanca, a la sombra de un gran crucifijo plateado y unas pocas coronas baratas. No hubo famosos, ni discursos, ni disparos a la luna. Era otra desgracia silenciosa del Conurbano bonaerense.
En términos históricos, la muerte de Ricky Espinosa no representará la bisagra de nada, pero el rock argentino, seguro, es ahora un poco más miserable. Cualquiera que lo haya conocido sabe que la puesta en escena de Ricky no era más que la proyección extrema de su vida. No existía el personaje-Ricky: las canciones eran la forma en que expurgaba sus angustias, la estrategia de supervivencia que mejor le resultaba. Y cuando Ricky canta: “Soy un soñador/ que fracasó/ Siento tristeza/ Siento vergüenza (...) Soy un perdedor/ Un adicto”, esa confesión desesperada se convierte, como tantas otras, en el espejo sucio de un malestar generacional. Ricky era dueño de una rara conciencia artística, no del todo elaborada, que encontraba sus momentos de explosión en los shows en vivo. Ahí, mientras tosía el testimonio de sus tormentos y sus alegrías, con la idea de que en los extremos está el vértigo que te mantiene vivo (“O blanco o negro/ nunca en el medio”, escribió en “Extremista”), Ricky era verdugo y ángel guardián de sus emociones. No era raro verlo llorar sobre el escenario, por más que el maquillaje le camuflara las lágrimas.
Si bien los datos biográficos pueden ser inútiles a la hora de analizar una obra, la de Flema no es otra cosa que la exposición cruda del dolor real de su cantante. “Hay pocas cosas lindas en la vida. Y hay tantas malas... Es muy desigual todo. Espero que las lindas me hagan sobrevivir, si no, me voy al tacho. Empecé a tocar la guitarra porque quería que mi cara apareciera en la tapa de un disco. Ya cometí mi plan. Ahora no quiero más nada”, dijo una vez, refiriéndose a Si el placer es un pecado, bienvenidos al infierno, el disco que lo muestra con la remera de “Flema es una mierda” en la portada. Ese era el propósito existencial de Ricardo Espinosa, un mal estudiante secundario y un laburante poco convencido en una fábrica de lápices. Se hizo punk antes de escuchar punk (“no sabíamos tocar, entonces éramos punks”) y sus desbordes fueron el primer factor de la leyenda. Aun perdido en el abismo de su dolor, Ricky era el que hacía reír a todos, el que no paraba de bardear (“bardear es algo que hacés para vos. Cuando te zarpás, estás bardeando a los demás”, explicó seis meses atrás en este suplemento, en una nota de tapa encabezada por un título que hoy suena como un prenuncio lastimoso: “Intenté suicidarme seis veces. Ni para eso sirvo”).
Era difícil encontrarlo. Cuando pasabas por la casa solía estar durmiendo, o imposible de ubicar. Después te llamaba en horarios extremos (muy tarde, demasiado temprano) y le gustaba hablar durante un buen rato. Vivía con los padres, al fondo de un pasillo en Gerli, y en la puerta había declaraciones de amor escritas por fans. Le dolía estar solo, pero empezaba a ser cuidadoso con las compañías. “Siempre fui un solitario. Preferí aislarme a que me lastimen. Ya estuve muy lastimado. Pero a la vez necesito siempre una guía, alguien que me contenga y que explote lo bueno mío, y lo malo tratar de equilibrarlo. Soy muy débil. Solo, me voy al carajo. Pero es muy difícil, porque creo en el incondicionalismo. Y prácticamente no existe. Incondicional puede ser mi vieja. Los demás te ofrecen, pero también te demandan. En cambio la madre te da, te da y te da.”
En el último tiempo tuvo algunos problemas judiciales: la acusación de asalto por parte de un taxista (causa de la que fue absuelto) y unadetención por presunta tenencia de marihuana. Después de pasar una noche encerrado, la idea de la cárcel le resultaba insoportable. Tendiente a la depresión y a las adicciones (siempre estaba intentando dejar el alcohol), con problemas de amor y deudas a remiseros (le angustiaba deber plata), Ricky seguía creando a pesar de todo. Flema, su banda de quince años, estaba poniendo a punto su próximo disco –Cinco de copas, que se editará pronto– y acababa de tocar en Cemento con Flemita, su grupo paralelo. Omar Chabán asegura que alguien lo vio llorando antes del show. El asunto es que el jueves pasado, después de grabar algunas voces para el disco nuevo, en un anochecer de PlayStation y alcohol fino, Ricky fue a tirarse por la ventana del quinto piso del departamento de Luichi, guitarrista de Flema. Algunos están seguros de que fue suicidio; otros creen que, mareado, no pudo dominar el alcance de una joda. Tenía 34 años y un hijito que es igual a él.
La idea del suicidio estaba tan presente en el discurso y en la obra de Ricky que su concreción parecía redundante. “Puedo irme, ¿sabés?/ Voy a irme, lo sé/ Te despido, ya ves/ No hay razón de estar así/ No me llores, y prometeme/ que en mi ausencia estarás bien/ Prometeme que estarás bien/ Y al mirar el cielo azul/ Me recordarás”, canta en “¿Me recordarás?”. Con cientos de shows y un puñadito de discos (El exceso de drogas y alcohol es perjudicial para tu salud, Nunca nos fuimos, Si el placer..., Caretofobia I y II, su trabajo solista Vida Espinosa), Ricky renegaba del sistema a cuyas márgenes pertenecía: “Todo lo que rodea al rock es asqueroso”.
Fue el lado oscuro de la estrella de rock, aunque tenía vocación para exponerse a las luces –o a la penumbra– del mundo del espectáculo. Fue una criatura de las cloacas sacando pechito en la superficie, sin más talento que una absoluta convicción de libertad, un corazón grande y la capacidad de abrir una válvula de escape a su tristeza. “Acepto tu agresión, tu perdón, no la traición”, escribió. A Ricky le aterraba la posibilidad de la traición. “Como todo el mundo me cae bien, me entrego totalmente. Por eso prefiero andar solo, porque llego al extremo de dar hasta lo que no tengo, o poner en peligro la vida, o correr riesgos muy grossos. Y como la gente no puede ser incondicional, me deprimo. Por eso doy tanto, porque espero. Todavía sigo esperando.”

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