EL UNDER SE MUDA AL GRAN BUENOS AIRES
Asfixiado por la falta de lugares para tocar, el under porteño se muda de barrio: de las luces de la Capital a los barrios ásperos del Gran Buenos Aires, donde las cosas tampoco son tan fáciles. Tres cronistas del NO salieron el sábado a la noche de recorrida y muestran, aquí, una crónica de la desolación porteña frente al rebusque de provincia. Digamos.
Cuando Ricardo Mollo inmortalizó en 1991 aquello de “en el Oeste está el agite”, no estaba tan errado. Porque con el desembarco de Sumo a Hurlingham a mediados de la década del ‘80 –sin contar el antecedente de MAM (Mente, Alma, Materia), que reunía en 1976 a su hermano Omar, Raúl Lagos y Juan Domingo Rodríguez–, cada pequeño pedazo de tierra de esta vasta región del Conurbano comenzó a convertirse en un pulmón rockero, desde Moreno hasta Laferrère. Hoy en día, este cordón –que incluye paradas a orillas del ex Sarmiento como Ramos Mejía, Morón, Castelar, Ituzaingó, San Antonio de Padua y la República Separatista de Haedo– está tratando de ganarle la pulseada al efecto Cromañón, aunque su capacidad de generar espacios para que el rock salga de terapia intensiva haya mermado de manera alarmante.
Clausurado el Mocambo, antro mítico por excelencia del Oeste bonaerense que vio pasar a figuras consagradas como la Bersuit, Arbol y Cabezones en tiempos de gloria, el panorama se reduce a los intentos de algunos productores y dueños de boliches para que el corazón joven de la cultura popular no deje de bombear. Y el bolsillo tampoco. A dos cuadras de la estación de Ramos Mejía, Locomondo es uno de los pocos lugares que dan la chance a las bandas noveles, aunque sea para cien personas, que es lo que autoriza su capacidad. A diferencia de otros sitios, este reducto es la primera salida a mano para los pibes de la zona con ganas de rockear sin censura y a volumen de estadio. Y, muchas veces, es uno de los pocos que organizan festivales con artistas de Uruguay, Chile y Brasil.
“Desde mayo tenemos todo reservado hasta fin de año y ya me están pidiendo fechas para el año que viene, lo que me parece una locura, pero se las vamos a tener que dar, no hay otra. La demanda por tocar es tremenda”, dice Máximo Garro Alemane, dueño de Locomondo. Si bien el bar pudo mantenerse abierto después del 30 de diciembre de 2004, debió cumplir con distintas normas de seguridad requeridas por la comuna de La Matanza. Explica Máximo: “Nosotros pudimos salir adelante, pero ahora tenemos que cobrar un plus por exigencia del Municipio, que incluye un antisiniestral que te expiden los Bomberos y que sale unos cuantos pesos”.
Debido a las reiteradas denuncias de los vecinos por ruidos molestos, el reloj se detiene a las doce de la noche todos los días en que hay shows: jueves, viernes, sábados y domingos. Pero esa amplitud de días les permitió recibir grupos de Capital y Zona Sur, y de diferentes estilos, siendo un lugar donde habitualmente reinan el hardcore, el stoner y el heavy metal. Los pibes, felices y contentos; los músicos, también.
Remontando la avenida Rivadavia hacia el Oeste se encuentra, en pleno centro de Morón, la Sociedad Italiana. Este viejo salón de parquet, espejos y techos inalcanzables, también sufrió modificaciones post-Cromañón, aunque sus dimensiones hayan permitido que hace tan sólo unos meses por allí aterrizaran desde La Mancha de Rolando hasta El Otro Yo. Compartiendo su cartelera con espectáculos teatrales, la Sociedad se anotaba como único espacio en Morón donde podían caer figuras de considerable convocatoria. Pero no todo es como parece. “Tuvimos que bajar la capacidad de seiscientas a doscientas veinte personas por exigencia del Municipio, lo cual no ayuda a la rentabilidad del lugar ni al presupuesto de los que vienen a pedir una fecha, pero es el único escenario posible”, cuenta Alejandro Castro, tesorero de la mutual.
Es por eso que desde mediados del 2005 continúan recibiendo contingentes de rockeros ávidos por tocar. Sin embargo, el precio que se paga por expandir al arte de los barrios es, literalmente, alto. Emmanuel Sáez, cantante de los ascendentes Buenos Aires Karma, dice: “Nosotros hicimos acá la semana pasada un show con Fantasmagoria y estuvo al mango, pero los costos son muy elevados. El alquiler por cuatro horas te sale seiscientos pesos, por eso tenés que poner la entrada a un valor que no es paracualquier bolsillo. Sabemos que es un garrón pero, si no, tu gente no te ve nunca”. Sin conflictos con los vecinos debido a sus paredes de un metro de espesor, la Sociedad Italiana encontró la vuelta para que este negocio en tiempos de sequía sea más redituable: hay shows a las 20 y a las 23, teniendo como horario tope para el último acorde la una de la madrugada.
La tragedia de Once no solamente obligó a los responsables de boliches, bares, salas y pubs a tomar nuevas medidas sino que favoreció a aquellos que cuentan con una importante infraestructura edilicia y con el poder para acomodarse a la nueva era. Y algunos hallaron en el rock una inesperada fuente de ingresos, expandiendo los ambientes o habilitando galpones en desuso para recibir a hordas de fanáticos. Es el caso de Babylon. Nacida en Ituzaingó como una disco a mediados del año pasado, consiguió entrado el 2006 la habilitación municipal para espectáculos, y hoy se levanta como un ineludible mojón por donde pasaron a tan sólo dos meses de su inauguración bandas como Karamelo Santo, Massacre (que jamás había tocado en Gran Buenos Aires), Nonpalidece, La Zurda y Riddim.
“El boliche tiene capacidad para seiscientas personas, pero yo no meto más de cuatrocientas cincuenta. Tratamos de trabajar con artistas medianamente importantes, porque el lugar es grande y hay que bancar la inversión. Para que te des una idea: de acá a fines de diciembre ya están programados Sokol, Resistencia Suburbana y los uruguayos Once Tiros”, dice Inti Raymi, responsable de la programación de Babylon. Los recitales en este amplio local que se encuentra a sólo tres cuadras de la estación de San Antonio de Padua finalizan a la medianoche y la entrada a los menores está prohibida. Pero, ¿qué dicen los vecinos acerca de tener a unos cuantos melenudos haciendo cola los fines de semana? Miguel Angel, que vive a quince metros, comenta: “La verdad es que el ruido se siente, pero no mucho más que cuando solamente era un boliche. Todos debemos aumentar nuestra cuota de tolerancia, tampoco podés prohibir todo lo que te molesta”.
Agustín, quien el pasado fin de semana viajó desde Barracas a ver a Massacre, suma su voz: “En la Ciudad de Buenos Aires ya no quedan muchos espacios para escuchar rock, salvo que se trate de tipos grossos que por su convocatoria sólo pueden tocar en Obras o en el Luna Park. Sé que venirse desde Capital en tren y volverse a las tres de la mañana con este frío no es agradable, pero si el rock se muda para acá, hay que seguirlo”.
Gerli-Avellaneda. Hay una intensa llovizna. Hace 20 años, el empedrado de Pavón y de Galicia, ahí donde se juntan, hubiese generado un choque cinematográfico. Pero llegó el asfalto y los autos circulan con normalidad. Además es temprano y no hay gente en pedo. El barrio, igual, no ha cambiado tanto. Sesenta metros, hacia Valentín Alsina, está Falá, un boliche con paredes púrpuras y bola de cristal en el techo, que se entregó al rock hace dos años. “El lugar está armado para no discriminar bandas. Igual, hay pibes a los que no les importa si se corta la luz o si hay cables desparramados por el piso. Viste cómo es: el 70 por ciento son colgados”, señala Diego, el dueño. El bolichón forma parte del pequeño circuito jodón gerliniano, que termina pasando por La Aldea y Groovelang en Traxx, ex Kamote. Es un pub bien barrial con una casa de familia arriba, farmacia y locutorio a los costados. Y dos esquinas algo pesuti: la cumbiamba “para grandes”, Pancho Caribe, y el bar de viejos putañeros, que sobrevivió a todos los golpes militares desde el ‘30: Sastrín.
Parte del decorado también es el quiosco indestructible de enfrente y una pizzería que calma las fauces de tribus rockers hambrientas de cerveza y de jovatos, que le entran duro al moscato y la fainá. Falá alberga de cuatro a ocho bandas por fin de semana. La mayoría son de la zona, pero también han tocado otras de Vicente López, Hurlingham, La Plata, Capital y Quilmes. La geografía es accesible (15 cuadras del Puente Pueyrredón y 10 del Victorino de la Plaza), pero Diego no cree que después de Cromañón haya habido un corrimiento del rock hacia la provincia. ¿El Riachuelo es una muralla? “No sé, las bandas porteñas dicen que es difícil que llegue gente de allá. Cuando vienen bandas convocantes, tienen que traer micros, si no, no vienen.” El lugar tiene espacio para 300 personas, pero nunca meten más de lo permitido: 180. Los grupos “locales” son los que más gente convocan, caso Bichos Raros, Etiqueta y Aves Delirio, que esa noche, temprano, prueba sonido ante el NO. Una pequeña ventaja para las bandas del primer cordón suburbano es que no hay restricciones de horario y las inspecciones municipales, si bien existen, son menos exigentes que en Capital. La desventaja es para todos igual: para tocar tienen que vender entradas y dejarle la parte del león al dueño.
Adrogué. Una guitarra con la bandera inglesa como logo, y el nombre del pub Brit Club, torna inevitable saber dónde estamos. Adrogué es la cuna mod argenta, y todas las deformidades estéticas que devienen de ella. Afuera caen cubitos, pero la fauna glam irradia calor. Peinados raros, vestimenta pop-pro, nenas lindas y un pelilargo con pulóver de alpaca que parece un marciano. Esa noche tocan los hijos dilectos de la zona: Victoria Mil. Julián, Miguel y Sebas están sentados en un sillón lounge, en la parte arriba del Brit, y esperan el show. Por ahí pulula la gente de Emisor, Travesti y Zona de Placer, que parecerían marcianos en un recital de Horcas. “Nosotros siempre fantaseamos con un lugar con una escalera muy profunda, y las paredes rotas, que hoy es difícil conseguir”, señala Miguel. El Brit –ex Déjà Vu– está habilitado para unas 400 personas y es un punto de referencia para la Buenos Aires que se abre al rock.
Cuelgan de las paredes fotos de The Who, The Strokes y graffitis en aerosol con nombres de bandas londinenses. El escenario es garagero y el porrón sale cinco mangos. “Ya no puede darse eso de lo clandestino del rock. Todo tiene que ver con el abogado, la puerta de seguridad y la ambulancia en la puerta. Si hacés una fecha y la anunciás, tenés a Sadaic, a los bomberos y a los inspectores en la puerta. Te cagan el show, cuando el aspecto clandestino siempre fue lo más emocionante”, determina Julián, escéptico. Hacía dos años que Victoria Mil no tocaba en Adrogué. Sin embargo, y pese a que la presentación del último disco fue en LaTrastienda, Julián marca un contraste a favor de los suburbios. “La diferencia con el centro es que allá quedaron lugares más grandes y tenés que tener toda una estructura. Acá, no.” Chelo anda por ahí y es una especie de asistente de la banda. Al paso, refuerza a Julián. “En Capital habían abierto un lugar copado en Barracas (Plasma), que lo terminaron clausurando. Cuando tocó Rosario Bléfari, dos o tres pibes se pusieron a bailar, se levantó un inspector de entre el público y lo cerró. ¡No se puede bailar, loco! Por lo menos acá, sí.” Victoria arranca con No-Nos, sigue con El rock vive de mí y Por tus ojos. Cuando la cosa toma color, la brújula marca Lomas de Zamora.
Lomas de Zamora. Sobre el 400 de Meeks está Peteco’s. Es una esquina y hay mucha gente afuera. “A nosotros nos salvan lugares así en el barrio. Las últimas dos veces que fui hasta Capital para ver bandas, clausuraron los lugares y me tuve que venir en bondi como un boludo y cagado de frío. El centro fue, chabón”, comenta Marcos. El pibe, con dos blondas al lado, está esperando que toque Atomo. Ya lo había hecho Gazpacho y, en el ínterin, un ejército de asistentes reacomoda el espacio que el boliche ofrece a las bandas. El lugar abrió en el ‘94, pero hace cuatro que permite música los viernes, sábados y domingos. El dueño se llama Jorge, y mientras los operarios tuercen el lomo, él está en una oficina de dos por dos, rodeado de notebooks y demos de bandas a seleccionar. “El Sur se convirtió en una parada necesaria para las bandas que necesitan tener todo el mes ocupado. Encontraron lugares en los que pueden desarrollar lo que hacen, con el mismo marco que en Capital”, dice.
En Peteco’s entran 800 personas y es, según Jorge, el paso anterior al Auditorio Sur (1500) por donde han pasado todas las bandas grandes, excepto las que producen estadios. “La idea es que acá, cerca de tu casa, también puedas ver a Babasónicos, Las Pelotas, Rata Blanca o La Mancha de Rolando. No sé si en el Oeste o en el Norte pasa eso. Incluso acá cerca, en Guernica, no se puede hacer nada de nada”, chivea. “Las principales razones por las que decidimos tocar en el interior y Gran Buenos Aires son por la predisposición de la gente que promueve los boliches: los arreglos, el trato, el lugar, etcétera. En Capital está todo monopolizado y eso provoca que los dueños sean más indiferentes al trato personalizado. Este año todavía no tocamos allá, pero no nos quita el sueño”, agrega Hernán, de Holy Piby.
La mirada de Pecho, de los tirabombas de Las Manos de Filippi, es otra. “Tenemos público en todas las zonas del GBA y no estamos tocando: la mayoría de los boliches desapareció y el resto tiene arreglos imposibles. En una producción independiente, los únicos que ven las ganancias son los dueños y no los músicos, que son los que mantienen vivo al rock. Por eso estamos armando un circuito de rock en las fábricas recuperadas bajo control obrero, y muchas son del Sur.” Peteco’s, que de gestión obrera tiene lo que Patti de marxista, también funciona como disco. Según Jorge, es el motivo por el que puede recibir bandas. “Sin esa entrada es imposible jugarte con el rock porque, además, yo selecciono las bandas que quiero. Acá no existe eso de ‘vendé entradas y tocá’: acá el capital sale de otro lado.” A las 4, Atomo acaba, la disco se enciende y el efecto cervezal impide cualquier análisis lúcido sobre este recorrido por las arterias sureñas del rock.
POR MARIO YANNOULAS
Trasnoche de sábado en La Boca. Varias familias –con pibes incluidos– esperan en el Teatro Verdi por La Perra Que Los Parió. La mano viene tan tranquila, que la gente que charla y ríe en esas mesas redondas parece estar en un casamiento. Es una verdadera fiesta de barrio. En la puerta, un hombre se acerca con su hijita y pide colgar una bandera de uno de los palcos. “Esperá, hay que ignifugarla”, le dicen, y le ponen un líquido que retrasa el posible encendido del paño. La gente palpita el comienzo y se acomoda un poco más cerca del escenario cuando dos hombres se presentan en la entrada para clausurar el lugar. Se negocia al costado, sobre una escalera, y se llega a un acuerdo: a las 2 am, el Verdi se cierra.
Pasa noche a noche. El under porteño se ahoga. La Ciudad de Buenos Aires es el epicentro de ese sismo cultural que trajo la tragedia de Cromañón, y parte de ese tremendo coletazo devino en paranoia. De los dueños de los boliches, del Gobierno por clausurar ante la mínima sospecha. Hay pocos lugares abiertos y ante la duda, se cierran. Quizá por eso, el mismo sábado, sobre Humberto 1º, gente con chalecos que dicen “Prevención” se obsesiona por descongestionar la puerta de un baño como medida de seguridad, mientras los barrios escuchan el silencio cada vez más.
Hace un año y medio, la Jefatura de Gobierno porteño, entonces liderada por el destituido Aníbal Ibarra, dictaminó una serie de decretos que impusieron un marco legal más rígido para los shows. A partir de entonces, los locales de baile “Clase C” como Niceto o La Trastienda debieron tramitar nuevamente sus habilitaciones. Surgieron nuevas exigencias como la presencia de una ambulancia en la puerta de cada local, presentación de un plan de evacuación, la ineludible ignifugación de banderas y escenografías, y la contratación de personal de seguridad privada y policía adicional, entre otros puntos. Pero aunque estas nuevas disposiciones afectan formalmente a todos los estilos musicales, el ambiente del rock se siente víctima de una persecución sistemática. Razones no faltan, poco quedó vivo fuera del mainstream.
A pocas cuadras del Verdi, en San Telmo, el local Buenos Aires Club (ex Arlequines) cumple más de cuatro meses de clausura. “Invertí 25 mil pesos en acondicionarlo como Casa de Cultura, pero lo clausuraron porque me dijeron que no podía trabajar con rock”, revela el dueño José “Coco” Córdoba, que presentó un recurso de amparo ante el Poder Judicial. Ahora, las yuntas rockeras requieren de una habilitación diferente según se trate de eventos masivos en estadios –que reúnan a más de 3 mil personas–, de locales de baile o de bares. La mayoría de los lugares de algún modo accesibles para bandas medianas y pequeñas responden a esta última categoría, es decir, son restaurantes o pubs con un permiso especial para la ejecución de música, canto y variedades (que según la Dirección General de Habilitaciones y Permisos serían ¡500 lugares!), pero, dice la ley, no puede haber más de cinco músicos sobre el escenario (¿cómo hubiesen empezado Sumo, los Redondos, los Cadillacs o Bersuit?). ¡Y el público debe permanecer sentado! Más allá de lo que el Gobierno pueda decretar, la ley que rige los espectáculos musicales tiene más de medio siglo, y por lo tanto fue pensada antes del rock. El primer paso sería cambiar la ley.
La hamburguesería de Scalabrini Ortiz y Aguirre ya no rebalsa por las noches. Llenar El Marquee siempre significó subir un peldaño muy difícil en la escala, pero hoy esa especie de entrepiso entre lo under y lo grande ya no funciona. Hace dos meses, el Gobierno porteño decretó su clausura y le fijó a José Luis Luzzi, su dueño, una multa de 190 mil pesos. “Me habían inspeccionado el boliche cuatro veces en tres días. Una de las actas que determinan la clausura informa que a la 1.55 de la mañana había exceso de público, cuando el show de esa noche había terminado a la 1.30 y apenas quedaban veinte personas adentro”, afirma Luzzi. Según Juan Caro,guitarrista de La Mocosa, “ahora el salto es enorme, pasás de un lugar para trescientas personas a uno para mil quinientas como El Teatro”.
“El rock está pagando un precio político, y resulta más fácil cerrar que habilitar. Como la ley es muy vieja, se producen vacíos que desembocan en lo mismo: llega la inspección, la clausura, la multa, una presentación judicial para reabrir; el juez ordena la reapertura, y de vuelta al principio. Sucede con el Verdi, pasó con Buenos Aires Club y con El Marquee, y con muchos otros”, dispara el manager y productor Martín Rea.
Quedan, entonces, los boliches capaces de invertir en infraestructura, y no más de una decena de opciones para bandas medianas y chicas, siempre con fechas compartidas y con poco o ningún dinero de por medio. La otra opción sería recurrir a lugares públicos, pero también se pide una habilitación y, claro, nadie paga una entrada. Pero el rock tampoco se une. “Nosotros, la generación punk de los ‘80, conseguíamos movidas propias poniéndole el cuerpo a la Policía. Si las bandas se movilizaran, podrían conseguir algo. Antes existían focos contraculturales genuinos, falta ese semillero como fue Cemento en su tiempo, con sus cosas buenas y malas, o el Parakultural, ahora todo es consumir, hasta las ideologías se consumen”, reflexiona Tori Carrera, manager de Massacre que también colabora con algunas bandas de abajo.
“Cuando cerraron Buenos Aires Club, Coco y yo convocamos a todos los músicos para reclamar, y apenas juntamos cien firmas. Hay cientos de bandas, que involucran a asistentes, técnicos, managers, jefes de prensa y al público. Si se unieran, podrían formar un movimiento fuerte, pero no lo hacen porque no hay quien pueda encaminar esa lucha. Inexplicablemente, en el rock hay competencia”, asegura Rea. El público también sufre los coletazos. Al subir los costos, subieron también los precios para las bandas y, en consecuencia, también las entradas. Muchos se quejan de que ya no pueden conocer bandas nuevas en vivo. “Cuando tocábamos en Cemento, las anticipadas salían cinco pesos; ahora tocamos en El Teatro de Flores, que es un lugar muy seguro, pero con anticipadas a dieciocho”, relata Pachi, bajista de Barrios Bajos. “Nosotros tratamos de darles una mano a las bandas que vienen atrás, pero también es injusto que su público tenga que pagar el precio de nuestra entrada, que no es barata. Estaría bueno que las bandas pudieran hacer su propio camino en lugares habilitados porque, si no, estaríamos retrocediendo”, cierra Juan, de La Mocosa.
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