EL GAUCHITO GIL, EN UNA “CARCEL” DE MENORES
Un grupo jóvenes irónicamente llamados “detenidos no punibles” vieron la peli El Gauchito Gil, la sangre inocente, que cuenta en tono dark y con estética post-futurista la historia del fugitivo matrero. Un cronista del NO estuvo en la “sala”.
› Por Facundo Di Genova
Los chicos del Instituto San Martín de Parque Chacabuco están intrigados. Quieren ver la película cuanto antes. Es todo un acontecimiento, como una especie de vacación de hora y media, pero muros adentro. No van a ver Cars, ni Superman, ni siquiera Patoruzito, a pesar de que todavía están en edad como para soportarla. La inocencia con algo de picardía y tristeza es lo primero que se ve en los rostros de estos cincuenta y cinco pibes presos de entre trece y quince años, no punibles según la ley, pero igualmente privados de su libertad, algunos por homicidio y secuestro extorsivo, otros por arrebato o nimiamente por fumarse un porro mientras hacían un pequeño descanso entre tanto cartoneo.
La película no es otra que El Gauchito Gil, la sangre inocente, codirigida por el cineasta y escritor Ricardo Becher (Tiro de gracia, 1969) y el juvenil debutante en largometraje y prolífico director de cortos Tomás Larrinaga, quien viene anunciando el surgimiento del Neoexpresionismo Digital (Ne.D.), una corriente estética que hace de la subversión de colores y de la creación colectiva, de la improvisación actoral, del múltiple punto de vista mediante varias cámaras y de la ausencia de guión técnico, su manual de estilo. Si los cortos de Larrinaga anticipaban algo de esto, El Gauchito Gil..., que se estrenará antes de fin de año, es el primer manifiesto audiovisual de esta corriente.
Pero estos chicos presos no lo saben, ni les interesa, y lo único que quieren es que la peli empiece ya. Por eso se acomodan rápido en un aula con las ventanas tapadas y las paredes decoradas de viejos escupitajos. La mayoría calza ojotas o chinelas, y sólo alguno de ellos usa medias, como si el frío de agosto fuera calorcito de noviembre. “No tenemos zapatillas y además nos gusta andar así”, dice uno, y se sabe que más que un gusto es una carencia, pero también un signo de pertenencia hacia el grupo, quizá como la misma y extendida devoción hacia su santidad el Gauchito, aquel correntino de veintitrés años llamado Antonio Mamerto Gil Núñez, desertor del Ejército de la Santa Federación cuando promediaba el siglo XIX, fugitivo y matrero que robaba a los estancieros para repartir entre los pobres, que entre otras cosas se comía a la mujer del comisario y que terminó colgado de las patas y degollado por la policía, no sin antes anunciarle a su verdugo una profecía, que se cumplió tal como se predijo.
Cuando la película empieza, en el aula devenida en sala de cine están además de Becher y Larrinaga, el productor Aníbal Esmoris (“Antes del estreno comercial vamos a proyectar la película en lugares como éste, porque ellos son los primeros destinatarios de esta historia”, le dice al NO, presente en la proyección) y dos de los protagonistas, Sergio Podeley, quien debutó en “Okupas”, y Ramiro Larrinaga, hermano del director en la realidad y hermano del Gauchito en esta ficción que narra las vivencias de una banda de delincuentes contemporáneos que viven en un destruido y abandonado Hospital Ferroviario de Retiro y hacen del arrebato, la piratería del asfalto, el reduce de autos robados y el simple asalto a minimercados su actividad laboral cotidiana, andando en moto, siempre repartiendo el botín entre los suyos, los pobres y desesperados, y siempre sin disparar un tiro ni lastimar a nadie, tal como cuenta el idealizado relato oral del más famoso de los gauchos correntinos.
Así, y mientras la película avanza y los chicos del pabellón II preguntan “quién hace del Gauchito” y quién es ése bombón que no está físicamente en la sala pero sí en la pantalla –se trata de Sabrina Garciarena, que hace de Julieta, la bella y burguesa hija de un adinerado mafioso–, va quedando claro que la historia no pretende reflejar la delincuencia tal cual se la percibe hoy sino que intenta, algo que logra por cierto, mostrar y resignificar un relato de carácter no realista, con una fotografía y un tratamiento de la imagen sorprendente, más bien expresionista, acompañado por el lookeo dark, punk y post-futurista de losactores, con una caracterización de algún modo romántica. El paralelo con la leyenda del gaucho correntino, sin embargo, queda planteado desde el comienzo, y se reitera en los sucesivos flashbacks al relato original, aunque ambas historias no coincidan en todo, ni siquiera en el final.
“Para imprimir la realidad hay que tergiversarla”, dice Larrinaga, y esto queda claro en su película. Más que un fugitivo y bien morocho campesino llegado a la ciudad, este Gauchito urbano es más bien blanquito, y se parece más a un bandido burgués que reniega de las normas de su propia clase que a un chorro lumpen proletario del conurbano tal y como lo podríamos imaginar. Por más que se esfuerce en semejar rudeza con su mirada pétrea y sus cortas voces de mando, este Gauchito resulta tierno e inocente, algo que sin duda fue buscado por los realizadores, con el fin de dejar muy claro que nunca pretendieron hacer un retrato fiel de una banda de delincuentes contemporáneos, “que la marginalidad es inocente y que la culpa hay que buscarla en otra parte”, como dice Becher.
Hay en la película un tercer plano narrativo, protagonizado por un equipo de documentalistas que, empeñados en registrar imágenes de gente de la calle, traba relación con la banda que lidera Podeley. Aunque de primera mano no se entiende bien qué función cumple, su presencia podría quedar justificada cuando un integrante del rancho, el Cubano, descubre a un documentalista registrando imágenes sin permiso, se pone violento y le dice: “En lugar de filmar la pobreza, hacé algo para solucionarla”.
Mientras la película va llegando al final, del cautivo y juvenil auditorio se escuchan risas cómplices y comentarios como “mirá, se viene el arrebato”, “uh, lo mandó re en naca”, “este es re tiernito” o “¿no sale una seca?”, cuando Rao en el papel de Paco, este Judas porteño agravado por el vínculo, se prende un porro.
Hecha a pulmón, pero con alguna ayuda del Instituto de Cine, en El Gauchito... hay un intento de hacer un cine diferente, que quizás alguno reniegue de llamarlo cine porque, como dice el viejo Becher: “Todos, personajes y realizadores, hemos violado de una u otra manera las leyes. No nos sentimos culpables; era necesario, inevitable”.
Un sincero y cerrado aplauso se escucha cuando la película termina. Ahora, los chicos se acercan a Podeley y le piden autógrafos. Ahora, los “empleados”, como llaman a los guardias, arengan para que los chicos abandonen la sala. Las caras de satisfacción del productor y del viejo Becher lo dicen todo. Es cuando Salvador, un interno de trece años que parece de diez, se acerca a Rao Larrinaga y le pregunta si de verdad él, como se ve en la película, es devoto del Señor La Muerte.
–Sí –responde el Rao, y le muestra la remera negra que tiene puesta y que lleva la estampa del “santito esquelético y poderosísimo por demás”, como reza la oración.
–¿No me la regalás? –quiere luquear el pibito.
–No... te la cambio por la tuya si querés.
–Dale –responde rápido el pibito, mientras se saca el buzo y la remera roja que lleva, queda en cuero y se acerca al actor.
Y entonces la realidad cambia camiseta con la ficción.
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