EL BORDO SIGUE LLENANDO TEATROS Y HABLA DE CROMAñON
Dicen que en el “nosotros” y “ellos” del Pato Fontanet en Cosquín, ellos no quedan de ningún lado, y que el periodismo, los músicos y la gente tiene que asumir la responsabilidad que les toca. Mientras, toman el camino de la autogestión: hace poco compraron una máquina para estampar remeras.
› Por Cristian Vitale
Fuga hacia atrás. Hace diez años, Ale Kurz, Pablo Spivak y Miguel Soifer —cantante, bajista y baterista en ciernes— se pegaban unos viajes tremendos imaginando tener una banda y tocar en Obras. Los ratones pisaban fuerte en las aburridas horas de matemática del Pellegrini. Estaban en segundo año y raspaban los 15. Al otro, la fantasía se fue tornando realidad: los tres se juntaron como cualquier púber en busca de rock. Que yo me armo una batería, que yo me compro la guitarra que vi el otro día en la calle Sarmiento y, de repente, un trío de nombre llano: El Bordo. A dos meses del ensayo fundante se les agregó Leo Kohon —otro compañero de clase— en armónica y el cuarteto quedó constituido. “Lo central era que nos enamorara lo que hacíamos y como nos gustaba tanto le dimos para adelante”, sostiene Ale, el que más habla. Los cuatro, más el postrero Diego, reciben al NO en una sala de ensayo cuyas paredes hablan mucho de ese pasado mítico. Cuelgan fotos de los certámenes de rock intramuros que ellos mismos organizaban en la escuela, suenan discos de sus bandas más amadas —qué delicia Houses of the holy de Led Zeppelin— y las cajas de sonido que habían comprado para girar un verano por Gesell y alquilar —-¡por cien pesos!— en las fiestas del Pele. “Una vez se armó un quilombo padre —rememora Miguel—. Como siempre nos tocaba el horario central para tocar, los heavys y los punks se enojaron, nos manotearon un afinador y se pudrió todo mal. ¡Qué de piñas!”.
Los orígenes de El Bordo están poblados por un sinfín de anécdotas calibre pesado: descontroladas fiestas de canilla libre en Die Schule, primeros amores y una militancia callejera, que les causó más de un problema con la ley. “Una vez salimos a pintar paredes y cayó la cana. Nos pusieron a todos contra la pared y nos hicieron pisar los tubitos de aerosol... cualquiera”, dice Miguel. Otra vez les fue peor y Ale cayó en cana. Fue a Devoto, estuvo un día y la experiencia —vital— le sirvió para escribir Chapita, uno de los temas clave de Un grito en el viento, segundo disco. Y así, abundan relatos épicos de secundaria, secuencias que han cohesionado al grupo hasta tornarlo casi indestructible. “En la época de los recitales en la escuela, estábamos los que tocábamos y subíamos al escenario, y los que no tocaban pero subían igual. Era un caos colectivo, una celebración más que un recital. Teníamos un ritual en el que regalábamos dos o tres cartones de vino a la platea”, cuenta Pablo.
Miguel: —No, a veces era blanco con seven up... en el Teatro del Plata tomamos heavy. Pero nos cayó mal.
Pablo: —El nombre tiene que ver con la cuestión etílica. Cuando aún éramos un trío teníamos una fecha y el chabón puso en los volantes: “Va a tocar la banda del bordo”. Bordo era la abreviación de bordolino, el tetra que tomábamos en los recitales y cuando íbamos de campamento. Quedó así y nunca lo pudimos cambiar... nos pudre que nos pregunten por qué nos pusimos el nombre de un color.
Para cuando se integró Diego —hermano de Ale— a la otra guitarra, el grupo ya se había afianzado bastante. Tenía un disco adentro y el Marquee ya quedaba chico. “Era increíble, tocábamos para 300 personas y no teníamos guitarrista estable, hasta que escuché a mi hermano que tocaba en la pieza de enfrente y dije ‘ahí está’”, evoca el cantante. Después, el boca a boca, los graffitis callejeros, algún himnito existencial —–Escupiendo verdades— y bancarse tocar para cinco personas en algún pub perdido de José Ingenieros, hicieron el resto para que hoy El Bordo esté donde está. ¿Dónde está? En un pico de popularidad que no sólo cumplió el viejo sueño de tocar en Obras sino el de llenar tres veces el Teatro de Flores e ir por dos más, este fin de semana. “Igual, nuestra confianza nace de las canciones y no de llenar lugares”, se apresura a aclarar Pablo. La sensación es que llenar lugares les infla el pecho pero a medias. Grafica Ale: “Para nosotros es raro el momento de masividad. Tratamos de no pensar demasiado, porque la esencia no pasa por ahí”.
Pablo: —Entiendo que nos digan así, porque es la calificación más fácil. El problema es que el término muchas veces se usa de forma despectiva. No agrede pero es excesivo. Nosotros jodemos con el término.... nos decimos que somos rock chabón a nosotros mismos para que nadie no chicanee.
Miguel: —No sé si el término pasa tanto por la música, más bien es por el público. Fijate que caen en el mismo rótulo Los Redondos, La 25, Callejeros y Viejas Locas, pero si ponés los disco de una y otra, las diferencias son enormes. Lo que pesa es la cuestión de fidelidad popular.
Miguel: —Claro, tenemos muchas bandas amigas como Los Gardelitos o La Renga, con las que pasamos historias parecidas y compartimos ideas. Sobre todo La Renga, nuestra banda de cabecera. Es así por un montón de razones, sobre todo ideológicas... de forma de laburo. Los tomamos como un espejo respecto de la autogestión. Hace poco compramos una máquina para estampar remeras y la tenemos en la fábrica de un amigo en El Palomar. La razón es que la gente usa las remeras que vos querés que use, porque a la hora de delegar siempre dependés de los tiempos y las ganas de otro. Además, evitás que alguien se haga cargo de lo que querés expresar... suele pasar que mandás un modelo y el fabricante termina haciendo cualquier otra cosa.
Ale: —Somos reacios a recibir la ayuda de gente que viene ahora porque le servís, pero que antes no te daba bolas. No todos son honestos.
Ale: —Intentamos defender cierta privacidad. Nos gusta que la gente nos venga a ver, pero no que me vean salir de la esquina de mi casa y me reconozcan. Incluso, nos ganamos cierta antipatía por no querer hacer notas. Tiene que ver con la idea de que la evolución de la banda sea paulatina y medida, tratando de evitar la sobreexposición mediática. ¿Para qué apurarse si todo lo que se tenga que dar se va a dar?
Miguel: —También está bueno que el peso del nombre sea más fuerte que los individuales.
Ale: —No hay una sola verdad. Nosotros, antes que pasara, nunca paramos un recital por el uso de bengalas. El público se tiene que hacer cargo y el periodismo también, porque antes ponía acento en el festival y el colorido. La actitud general, incluso, hablaba a favor del uso de bengalas. Callejeros era la banda que más bengalas encendía, pero en todos lados pasaba. Nos parece mal estar señalando eso, pero es hipócrita. Si la señora de la esquina, con 70 años, dice “qué locura” la entiendo porque va del supermercado a su casa y de su casa al supermercado. Si la Camerata Bariloche o Les Luthiers dicen “qué atrocidad” también es entendible... ahora, ¿los rockeros?
Ale: —Yo no estoy ni a favor ni en contra, porque no puedo decir quién es culpable y quién inocente. Ningún músico lo puede decir, porque no recuerdo a nadie que se haya interiorizado por las condiciones de seguridad en boliches. Es hipócrita señalar con los hechos consumados.
Miguel: —Además, uno convive con cromañones todo el tiempo, y nadie dice nada porque aún no pasó nada. Si te subís al tren que va de Once a Morón, te das cuenta que todavía no descarriló uno y murieron 100 personas de casualidad. Uno está acostumbrado a convivir con eso, porque no hay nadie que te venga a decir “tal cosa está mal”. Hay un desprecio general por la vida. A mí me pasa un policía por al lado y tengo miedo.
Miguel: —Hubo gente que se aprovechó para hacer negocio, y uno se perjudicó porque hay pocos lugares para tocar. Se armó un monopolio tremendo, se acabaron las opciones.
Ale: —Lo único que cambió fue el horario. A mí me gustaba tocar a las tres de la mañana, porque es la hora en que la gente está a full. Es muy piedra tocar a las nueve de la noche, pero bueh...
Miguel: —Además, no se reglamentó nada. Decime por qué no dejan entrar a la gente con banderas. ¿Qué tiene de malo?
Ale: —Contesto con un ejemplo: el otro domingo se largó a llover y se inundó el Teatro de Flores. Yo recién me di cuenta cuando me empezó a caer agua, entonces me corrí. Después tiré una toalla para seguir tocando hasta que el jefe de seguridad nos avisó que había que terminar el show. Fue decirle a la gente “cortamos porque está todo inundado, vayan tranquilos a su casa” y no hubo ningún problema. Sería bueno que se den a conocer estos ejemplos, para que sepan que el rock no es una celebración satánica donde se comen unos a otros, sino una fiesta donde uno va con su chica a escuchar música. Simplemente a divertirse. n
* El Bordo toca el viernes y el sábado en el Teatro Flores, Rivadavia 7806. A las 19.
Un breve salto por la sala de Almagro ofrece un buen panorama del cosmos estético de la banda. Ale y Miguel tienen remeras de Led Zeppelin, Pablo una de Nirvana y el gusto colectivo engloba, además de los fabulosos de Birmingham, una franja colosal que va de Divididos a Pink Floyd, pasando por Los Redonditos de Ricota y Sumo. “Es la música de la que uno se enamora de chico”, sostiene Ale. Cada canción salpica gotas de esas influencias. El último disco —En la vereda de enfrente— abriga climas rengos (En la vereda, Silbando una ilusión), baladas parecidas a las que forjaba Iván Noble en Los Caballeros de la Quema (Cansado de ser) pero también ciertos riesgos que recuerdan a los Stones época Brian Jones (De tanto en tanto), al rock valvular herencia Allman Brothers (Así), el costado nac & pop dotado de limes tangueros (Siempre) y una perlita entre irónica y personal que titularon ¡Jazz barrial! “El disco está dividido en dos caras: la vereda y la vereda de enfrente”, explica Ale. El chiste es que la primera parte supone la vereda de la ciudad donde viven y las canciones no distan de las que venían haciendo en los dos primeros discos. “Mantienen la estructura”, aclaran. En cambio, la segunda —por experimentos y lugares nunca visitados— indica la vereda de enfrente, el porvenir. “Es como cruzar la calle y ver las cosas distintas”, dice el cantante. Pero el quiebre nodal aparece al final con Sentado en la luna, un riesgo estético. La idea es viajarse hasta allá para ver ambas veredas desde un lugar equidistante. “La dejamos picando para que el próximo disco arranque con nosotros sentados en la luna y después volviendo, para dejar más claro que estamos abriendo el abanico”, cuenta Pablo.
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